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No volamos alto, no cruzamos arcos iris, no hay cielos mejores, simplemente, los animales morimos y ahí acaba todo. No importan la mentiras autocomplacientes de las religiones, ni siquiera conforta que disfrutáramos largas y longevas vidas, sobreviviéramos a mil avatares o nos deslizáramos sobre caminos suaves y tranquilos, sobre toda conjetura, morir es el fín de las emociones, he ahí la tragedia. Nuestras energías se desintegran, regresan a la tierra, al agua y al aire, se disuelven y abandonan cualquier rastro de nosotras, esparciéndose. Los placebos de las palabras no consuelan, nuestra única ocasión de existir concluye y nos regresan a la fuerza a la causalidad orgánica de la que procedimos. Llegarán otras vidas a atiborrar la vida, pero no serán la nuestra, no tendremos conciencia de ellas, sólo ahora que vivimos puede satisfacernos ese hecho biótico. Para las personas generosas, morir es la oportunidad de hacer sitio a otras, pero no deja de ser triste, especialmente porque la vida es lo único que conocemos. La muerte es para siempre y los animales sólo tenemos una posibilidad de vivir. Una vez entendido esto, entendemos el veganismo.
Cavo con la pala un nuevo agujero en la tierra, lleno su horrendo vacío con un cuerpo, puedo dar sus nombres pero no importa cómo nominemos la maravilla, cada uno de ellos fue un universo completo y expugnable, que me prestó personalmente también la gleba para hacer mucho más feliz y rica mi vida, y una vez usado ese preciosísimo envase, debo regresarlo al subsuelo. Morir es el precio de vivir. Vivieron el doble de sus expectativas, o más, o menos, depende incluso de la suerte. Hace 25 años que sucede que cuidamos animales, murieron unos cuantos en ese tiempo por la injusticia de que vivamos más tiempo que ellos. Ninguno de los motivos importa, naturales, accidentes o enfermedades, la muerte se los llevó a su madriguera fecunda, a su perfecto reciclaje zerowaste. La vida sigue, otras vidas requieren nuestra atención, mimos, desvelos, dinero, recursos, tiempo y energía. No son más que un puñado en las cifras milbillonarias del sistema más fascista y enloquecido que jamás ideara el ser humano, unos pocos, arrancados de sus engranajes ciegos y brutales. Pequeñas existencias grandes como el universo que es cada una para sí misma, únicas, exclusivas, disímiles, importantísimas. Pero ahora cavo otro orificio en la tierra como alguien cavará un día uno para mi envase. La tristeza es un camino más recto que la alegría.
La maldita memoria me tortura con el recuerdo de quienes no están, una memoria inútil que sólo araña fuerte la piel interior, deja dolor por la belleza perdida, los ecos de maullidos, balidos, cacareos, ladridos… pueblan con su música los aposentos de la más desangelada melancolía. Llorar es abrir una jaula y liberar pájaros transparentes. Pero para poder crecer es necesario no mirar atrás y, con los años, hacerlo una vez, para comprobar que realmente crecimos. A veces, ilusas, guardamos plumas o pelos, fotografías, supuestos testimonios de que sucedieron, pero sabemos que nada es si no es ahora, porque ni el ayer ni el mañana existen. Una cosa es hablar de la muerte, pensarla, y otra muy diferente mirarla a los ojos, ver el desastre que deja, el exquisito orden de la nada frente al desorden imprevisible y maravilloso de la vida. Cuando se los llevan queda una cama fría, la cubeta horrorosamente límpia, la ropa sin el más mínimo pelo… la ausencia en sus cuatro dimensiones. Cada vez que lloramos por algún motivo o sin él, lloramos también por todas las muertas que fueron. Nunca se acaban de ir, permanecen en latencia para que no nos muramos del todo, sino un poquito, a plazos, comedidamente, prolongando el hueco inhumano que el imperfecto olvido no suturó.
La función principal evolutiva del sistema nervioso central es el dolor. Por razones lógicas pero al tiempo irreales nos gusta pensar que está al servicio de nuestro placer y ya, sin embargo el dolor es imprescindible para huir de él. A la naturaleza no la importamos, ni nuestras necesidades, ni nuestros intereses, ni siquiera lo casual de nuestra vida. Sufre las consecuencias de la más estúpida de las especies, pero no la importamos. Cuando la dañan improvisa, hasta que deja de ser eficaz, y colapsa. Entonces espera el tiempo suficiente hasta que ese lugar se deshabite de seres humanos y vuelve a regenerarse. La vida terrestre se rige por pluviosidades, movimientos tectónicos, masas térmicas, ciclos cadenciales, geotermias, magnetismo lunar y mil cosas más a las cuales dimos nombre sin que a ella la importara lo más mínimo, tal y como la importa nada que desconozcamos el nombre de otros miles de sucesos que no nombramos. A la naturaleza sólo la puede juzgar el dios que no existe y las imbéciles que sí, y en el único contexto de la realidad empírica desnuda de juicios de valor, la gallina tiene el mismo tamaño que el rorcual, la talla de la lombriz equivale a la de la jirafa. Todos los animales tenemos algo que nos sitúa a la misma altura: las ganas de vivir. Los animales que decidimos llamar ¨de consumo¨, y los otros, que arrinconamos en gettos más o menos naturales al servicio de nuestra curiosidad, ciencia y conteo, poseen algo de lo que nosotras sin embargo carecemos: son graciosos. No en el sentido de divertidos, sino de poseedores de ¨la gracia¨. Su potencia vital y su anchisima concepcion de la libertad los mantiene puros, fuera de la corrupción asociada a nuestra especie. Sí, son mejores.
Son mejores que nosotras. La valía de los animales no puede estar reducida por la lectura de una especie que no se valora siquiera a sí misma, que se convierte a sí misma en carne y cosa, en uso y disfrute, cada segundo de cada hora en el mundo en forma de asesinatos absurdos, violaciones sexuales y las otras, esclavitud voluntaria y todas las formas de avaricia, soberbia, vanidad y jerarquía habidas y por haber. Somos menores, no estamos capacitadas para decidir quién vive y quién no. Los animales no pueden ser monetizados y carnificados, convertidos en su forma, desprovistos de voluntad, personalidad y derecho absoluto a la vida, salvo que apliquemos en ello el fascismo más abyecto y, por desgracia para todas, más normalizado. A todos los niveles, los animales merecen que los dejemos en paz, tanto a la sardina como al pollo, tanto al quetzal como al rinoceronte, son criaturas antiguas y respetables, merecen que dejemos de mirarlos como el violador mira a la niña, como el leñador mira al árbol, como el nazi mira a la judía, como la sionista mira a la palestina. Es muy sencillo y sin embargo…
La gente quiere aplausos por lo que hace con una mano, pero no escucha las críticas por lo que hace con la otra. La gente que busca alternativas a sus privilegios y caprichos, no quiere renunciar a ellos. La gente adora recibir medallas, pero no las responsabilidades que contraen al recibirlas, ni lo fatuo de hacerlo. La gente sólo es ecologista cuando no tiene dinero para no serlo. La gente es feroz con las faltas ajenas, pero benévolas con su propios crímenes. Las visitantes no ven el dolor del animal en el zoo o el circo, sólo al animal y lo que hace. Tienen delante jaulas y cadenas y no las ven. ¿En qué infame sociedad vivimos que llaman HEROICIDAD a hacer lo justo y correcto, y NORMALIDAD a la participación en las matanzas?. Vivimos una decadencia moral tan profunda, que cualquier comportamiento decente y justo es considerado una excepción.
¿Por qué nos pensamos más valiosas que las demás especies?. ¿Por qué incluso nuestro más veniales caprichos, nuestro milímetro de comodidad o nuestra avaricia son más importantes que sus vidas?. ¿Por qué han sido relegados a objetos sometidos a nuestra voluntad?. ¿Por qué no supimos dejarlos en paz cuando ya la supervivencia no dependía de consumirlos?. ¿Es el ego?, ¿el supremacismo inherente a la humanidad?, ¿ la indiferencia?, ¿la falta de escrúpulos?. Sus caminos evolutivos son superiores a los nuestros, han integrado sus vidas a los ciclos naturales, son naturaleza y fluyen en armonía con ella, en cambio nosotras les destruímos, torturamos, encarcelamos, con una sistematicidad horriblemente cruel, de una crueldad ilógica, una crueldad psicopática, enferma, antinatural e inexplicable en términos psiquiátricos más que como peligrosísima si acaso osáramos proyectarla contra otros seres humanos. La ley sólo protege a los seres humanos de los actos de los seres humanos, el resto de animales quedan desprotegidos, a merced de la increíblemente perversa mente humana.
Las pinturas rupestres, las primeras esculturas y representaciones figurativas desde el principio de la pulsión artística de nuestra especie, transmitieron aquellos hechos excepcionales dignos de ser reproducidos en dos o tres dimensiones. La música ya existía, por ser el idioma del universo, pero tenía una dimensión momentánea, y no se conocían los solfeos, simplemente eran percusiones e instrumentos de viento cuyo sonido no podía registrarse de ningún modo, de manera que la gente buscó otro modo de perpetuar la belleza o simplemente documentar actividades que escapaban de lo habitual. Es posible que hubiera un protopatriarcado en el impulso artístico de las sociedades -pese a que existía la caza en las mujeres-, una ampulosidad magnificada que quizás no por petulancia masculina, sino por dejar constancia en el tiempo de la peculiaridad de ciertos hechos, señalaban como algo extraordinario las escenas de caza, los mensajes de las divinidades o aquello que significaba para la dinámica de la tribu, un hecho importante, crucial o simplemente atípico en la cotidianeidad. El arte era una testimonialidad de lo estruendoso o trágico, no de lo pequeño y esencial, de ahí que las escenas de caza superaran en número a las de personas recolectando frutos y raíces, desnudo ese acto de toda magnificencia. A ese hecho añadimos que la ciencia antropológica, como todas las demás, han sido secuestradas por los hombres hasta hace relativamente poco en beneficio masculino, invisibilizando los análisis femeninos, los órdenes de importancia correctos. Del mismo modo que un equipo de filmación de la vida de un felino, invertía mucho más metraje en mostrar su habilidades en la violencia cinegética, que en los cuidados a los cachorros o jugar y dormir, pese a que ello ocupara el 99 % del tiempo real de la vida de los animales. Los hombres y sus complejos… El trato que damos a los demás animales es el campo de entrenamiento para lo que hacemos a las humanas.
Por eso decidí alejarme de la gente. No lo llaméis muerte social, sino sano distanciamiento.
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A 50 metros a campo abierto un corzo espiga el cereal caido tras la siega. Creo haberle visto antes que él a mí, pero sólo es un parecer, puede haberme olfateado, y también a los perros, que no lo han visto y trato de que no lo hagan, dirigiendo mi mirada hacia otros lugares. Comisquea tranquilo hasta que el camino alcanza el punto más cercano a donde él está, entonces alza la cabeza y las orejas, mirándome fíjamente, destellea el reverbero del primer sol de la madrugada en sus pupilas. La tensión está servida.
No hago movimientos bruscos, camino lento al paso de los perros más lentos, mientras el sol asciende. Mi objetivo es que no se mueva en absoluto, lograr que la confianza que tiene en su velocidad sea sustituida por la confianza mutua del vivir y dejar vivir que deberíamos practicar con todos los animales. Suceder ante él sin disturbios, como si fuera un grulla con las que habitualmente cohabita alimentándose en los mismos campos. Me voy alejando mientras él prosigue ramoneando, mirándome ocasionalmente, hasta que me pierdo de su vista en la distancia.
Entonces advierto que ha acontecido un momento puro, dos seres desapareciendo uno del otro en la paz más pluscuamperfecta posible. Como los 15 jabalíes que trotaron ayer ante mí de un campo de maíz a otro, sin tumultos, suaves, fluyendo.
Así debería ser nuestra vida, pienso.
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