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viernes, 22 de noviembre de 2024

DINOSAURIOS Y CUCARACHAS


Apenas te ví, me enamoré de ti. De esta vida conmigo y en ti. De las termitas, de las libélulas con qué jugabas cuando mi cuerpo despertó en serio más allá de la casa y fuera de mi cuerpo. Me enamoré de tus manglares hinchados de agua y de los raquíticos tomillos que en la sed extrema regalan las más aromáticas fragancias a quien los husmea. De las estepas mongolas y las de la avutarda ibérica, de los pedregales de Abya Yala y los bosquecillos mediterráneos de retorcido pino chico. Me enamoré de tus idas y tus venidas, de tu amor y de tu fuego, que quema todo a veces y casi siempre no. De las plantitas humildes y la inadvertida flor silvestre del tamaño de un deseo. De las cabras, de los cerdos, de las onzas, me enamoré, tanto más cuanto más amenazadas eran. Me enamoré de defenderte, más por hacerlo que por amor. Te planté todos los árboles de mis insomnios. Soy la astronauta más feliz de esta nave donde viajo sola, secuestrada por la propia imposibilidad de querer escapar. Voyvengo al azar de las tormentas solares, de la gravitación lunar y los asteroides casuales que me bendicen el pelo con polvo cósmico. Amo tus rocas pero sobretodo tu vida. Odio todo lo que daña la vida.


16 respiraciones por minuto, 80 latidos de corazón, hacer caca y orinar varias veces al día, comer dos o tres veces hasta las 2000 calorías, beber litros de agua, dormir 8 horas… Las actividades básicas biológicas forman parte de una cotidianeidad tan normalizada que no la damos importancia, es cuando nos faltan que nos alarmamos justamente. Respirar es automático, no pensamos en ello, lo que nos mantiene vivas, y sin embargo nos preguntamos por el sentido de vivir. El orangutan no se pregunta para qué vive, y si lo hace no le da mucha importancia, incluso el último animal de una especie no siente como misión vital perpetuarse. Se limita a comer, cagar, respirar, disfrutar lo máximo posible, sin más posesión que su cuerpo. El ser humano se pregunta petulante por el sentido de su vida, pero no se pregunta por el del conejo, siendo el mismo. La gente cree que la vida es un juego en el cual si ganas puedes conseguir algún premio, ignorando que jugar es ya el premio. Vivir ya es un premio, una excepción a la nada de no existir o de ya no existir, que es lo habitual. La muerte es mucho más normal que la vida, una vez comprendamos lo insólito de vivir, lo excepcional de toda vida, lo valoraremos.


A principios de este año, en el parque zoológico Bioparc de València (España), una chimpancé esclavizada parió un bebé muerto. Por alguna razón, no asumió esa muerte y cargó con el pequeño cadáver durante siete largos meses. Tal vez no asoció a la muerte la ausencia de respuesta del pequeño cuerpo, ni su olor al corromperse, ni su desecación, o tal vez sí lo hizo, pero prefirió ignorarla. Tal vez quiso que el amor venciera. Lo cuidó como si estuviera vivo, con sus cuidados excelentes, su mimo, su atención, delatando en esos actos una profunda personalidad, una honda vida interior, dañada, como sienten algunas madres humanas con sus bebés muertas, diferente a la de otras madres en su situación, porque todos los animales somos distintos. Un sentimiento sordo a otros, el dolido, el de la incapacidad de aceptar una pérdida, el que evidencia la aptitud para sufrir y empatizar que nos enmarenta con el resto de animales, y en concreto con los mamíferos: la del amor más allá de la muerte. Los animales encarcelados sufren además el estrés de las miradas, la doble soledad de la cárcel a perpetuidad y la del tumulto, castigos muy característicos en nuestra especie, así que de algún modo su hijo pudo ser una válvula de escape, la esperanza corporizada. Tras esos meses, la chimpancé abandonó el cadáver. La vida venció a la muerte durante siete meses al menos.No sabemos si esa madre sigue pensando y amando a su hija ausente.


Empatía es sentir compasión por cada animal indistintamente de su especie, pero justicia es sentirla más por quienes más han sufrido, como pago a una deuda de comunidad biótica, de cultura de la vida y del cuidado. La capacidad de disfrutar es maravillosa, pero si sólo nosotras la gozamos, y no las demás, entonces es un privilegio. El sentido de la vida -vivir-, siendo algo individual es también colectivo, porque no vivimos en un mundo aparte, en un planeta aparte sólo nuestro, sino que estamos conectadas, no sólo en la sociedad, sino en el aire que respiramos, el agua que bebemos y la lluvia que nos moja. Entonces el acto de vivir es una experiencia personal pero gremial, y sólo por ello, por ese hecho de conciencia, no debieramos matar para vivir.


Respecto a la cultura del carnismo, a su ancestralidad y tradición debemos entender muy claramente que la carne siempre fue un artículo de lujo, un status. Habían tribus que cazaban, pero ni todas, ni todo el rato. La ganadería empezó hace más de 10.000 años, y con ella el apropiamiento total de la tierra y de la vida, un protocapitalismo claramente clasista en detrimento de la esperanza de huída de los animales y de las tribus nómadas que migraban donde había comida, porque la tierra no las pertenecía, siendo tribus mucho más cercanas a los animales, más terrestres, menos altivas. Alimentar a un animal para no explotarlo es un lujo que se empezó a permitir a partir de que la gente adquirió cierta garantía de comida abundante, y en muchos casos esos perros o gatos o monos u otros animales considerados ¨de compañía¨ también eran devorados si hacía falta, no romanticemos nuestra relación con ellos, nunca fue horizontal. La riña entre el estómago y el corazón ya viene de antiguo. Ya en el siglo XX, los platos tradicionales empezaron a llevar más carne, lácteos y huevos, pero antes eran esencialmente veganos en los climas más cálidos y benévolos para el cultivo. Conservar los alimentos de origen vegetal era más seguro que las muchísimas muertes que provocaba el consumo de proteína animal deteriorada, carroña o alimentos con altas cantidades de toxinas, que causaba trastornos digestivos en quien los tomaba. El exceso de consumo de proteína animal está asociado al exceso de cultivos, a la apropiación colonialista de millones de hectáreas que pertenecían desde hacía millones de años a otros animales, y cuyo número se redujo drásticamente desde hace dos siglos, hasta llegar a los niveles extincionales de hoy. Por cada hectárea de terreno que un avariciosa ganadería extensiva acapara para cebar a sus ¨cosas cárnicas¨, el lobo y otros depredadores se retiran a gettos controlados por asesinos, acabando siendo acribillados por ellos. El orden animal está sometido a las necesidades y caprichos del ser humano sobre la tierra. Muchos depredadores originales de Europa fueron desplazados hasta la desaparición total y por más políticas conservacionistas que se hagan, siempre toparán con un capitalismo agricultor y una insaciable ¨hambre de carne¨, un concepto que habría que separar del pervivencial o del hambre normal. En todo caso, situaciones como la matanza anual del cerdo, donde se ejecutaba a un animal y comía una familia entera de ello, delata que el consumo de carne no era ni de lejos, diario. Todo ello si eran campesinas que tenían la ¨suerte¨ de poseer tierras para alimentarlo. Las clases más bajas de la sociedad comían patatas con vegetales, eso si comían, porque cualquier desajuste metereológico condenaba a muerte a millones de personas. El consumo de productos de explotación animal es un claro indicio de clasismo cpontra otras humanas, no sólo de falta de escrúpulos contra los animales, y el saqueo del planeta es proporcional a todas las cosas que poseemos por placer, rol o capricho. El carnismo tiene la connivencia total de una sociedad de dinámicas sangrientas, por eso el veganismo es un camino que debe hacerse en soledad, sin esperar, una decisión personal rebelde contra lo establecido. El carnismo es esclavitud a los placeres efímeros y absurdos, mera epicureidad, vivir sin pensar ni sentir al tiempo. En cambio ver a los invisibles, escuchar su dolor a menudo mudo, sentir su sufrimiento, oler sus muertes, y rechazarlo sin esperar a las demás, sin el acuerdo social, sin el apoyo del círculo familiar o sentimental, es un acto de valor, de nadar a contracorriente.



El veganismo es un desafío natural contra la inercia del protoser humano en sus más abyectas costumbres. No es importante si matamos 100 animales o 100 millones, ni siquiera el modo de criarlos, esclavizarlos o el modo que inventemos como ¨humanitario¨: lo que hacemos con los animales siempre estuvo mal y siempre está mal. La desobediencia civil vegana es urgente en términos de evolución, porque contradice los comportamientos de las personas humanas de hace 10 o 200.000 años, cuyas conductas en muchos aspectos seguro eran más que cuestionables e incompatibles con la moral actual. El comodín del ¨siempre se hizo¨ es torpe y retrasado, y la naturaleza no nos hizo depredadores, sino más cerca de la vaca que del lobo.


Por otro lado, si la naturaleza es cruel, es decir, si la naturaleza tiene una voluntad de hacer sufrir a sus criaturas, entonces los seres humanos, como parte de la naturaleza están legitimados a hacer sufrir a otras criaturas, incluso a sí mismos. Si la naturaleza es horrible, es decir, si la naturaleza es juzgada con un baremo humano de bien y de mal, entonces está justificado naturalmente cometer atrocidades y comportarse horriblemente, sin límite alguno, desde comer perros o niñas, hasta esclavizarlas sexualmente. Asumir la crueldad y lo horrible como algo natural, es decir, leer a la naturaleza según nuestra conveniencia y limitaciones mentales -que son inmensas-, es dar carta blanca a absolutamente todo. El discurso de la fortaleza como derecho de supervivencia es empleado por todas las humanas que crían, ceban, asesinan y descuartizan animales, los cazan, los encierran de por vida y los explotan, y especialmente por la gente que financia o permite tales comportamientos, pero no es la fuerza sino la falta de escrúpulos la cualidad a la que aluden en realidad. Toda esa gente, sin embargo, no vacila en exigir sus derechos, en protestar cuando otros seres humanos las dañan, cuando se convierten en presas ante los ojos aleatorios de quien decide verdugarlas. El discurso que tramposamente usan para defender ¨su¨ carne o queso, al volverse contra ellas o contra seres que respetan (sus familiares, sus perros...), toma otra forma, se las antoja inaceptable. Podríamos hablar del constructo especista como otro modo de fascismo, el cual beneficia a unas, menoscabando a otras. La historia está llena de fascismos, de todo tipo, repetimos una y otra vez las dinámicas de violencia entre partes, con amplio abanico de pretextos para legitimarla -!o incluso sin el más mínimo de ellos!-, pero aludir a la naturalidad de la ¨crueldad¨ y lo ¨horrible¨ (lecturas unilaterales según nuestros intereses personales, y no de las especies involucradas en nuestro juicio) acaba derivando en cierto proselitismo -cuando no relatividad- para con las conductas humanas. Ese proselitismo, bajo el balbuceo de que ¨la naturaleza es cruel¨, sólo continúa una herencia de pseudociencia partidista muy muy masculina.


Miro las grandes nubes y pienso que son como ciudades, de varios kilómetros de longitud, aunque no lo parezca. Dentro de ellas hay toneladas de agua diseminada en un estado ingrávido. Pueden viajar así distancias grandes como países y bastará que se junten con otras igual de embarazadas, para que el peso del líquido se las haga insoportable y paran la lluvia, beneficiando alguna zona. Pienso en lo inmenso a nuestra magnitud y me excede, da vértigo esa medida, por ello prefiero las cucarachas a los dinosaurios aunque ambas convivieran, no sólo porque estas existen, sino porque estoy más cerca de ellas y de no dañarlas, aunque las tres especies seamos igual de frágiles. Dinosaurios, cucarachas, humanas, todas deberíamos aprender que vivir es la respuesta.

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