Una de las expresiones lingüisticas más extendidas por la historia humana de los idiomas y en cada rincón del planeta es ¨tratar a alguien como a un animal¨. Todas la conocemos, no precisa explicación. La expresión no tiene matices, no colinda ni relativiza hacia adjetivos como buen trato a un animal o mal trato, es unidireccional e inequívoca; tratar a una persona humana como a una persona no humana siempre implica hacerlo con degradación, degeneración, humillación, tortura, crimen, desprecio, odio y conculcacion absoluta de cualquier posible derecho. Ello no sólo afecta a las sociedades contemporáneas, sino que incluye la hipocresía de pueblos antiguos como mongoles, inuits o tribus originarias amazónicas -entre muchísimos otros fenotipos culturales-, que abogan por inventar algún tipo de ritual para exculparse sus asesinatos y lavar su conciencia. Bien sea liberar el alma del animal devorando sus mutilaciones (bodhisattvas budistas o inuits), untar su hocico en la sangre del corazón todavia caliente del animal recién ejecutado (tribus mongolas), la ¨tristeza¨ de las tribus Mbenga (peyorativamente denominadas ¨pigmeas¨) cuando matan a un elefante, ceremonias de purificación y agradecimiento antes de las descuartización de las presas (cazadores africanos), agradecer a la tierra por ¨el don recibido¨, los métodos kosher o halal de asesinato de asesinato apropiado, o incluso esos cazadores de la racista Europa, que se pintan el rostro con la sangre caliente del animal ejecutado como rito de iniciación en sus carrera de crímenes impunes. Algunos cazadores europeos cortan los testículos del cadáver -un clarísimo ejemplo de psicopatía patriarcal (homónimo) para comérselos en señal de recibimiento de su valor. Todos esos casos y muchos otros pretenden dispersar la gravedad del hecho, apaciguando cualquier posible sensación de culpa, para poder seguir haciéndolo. Es decir, seguir ¨tratando a los animales como a animales¨
En las Islas Feroe, junto a Dinamarca, cuyos habitantes provienen de los romantizados vikingos (que en esencia no eran más que bandas armadas de asesinos y violadores), se comete desde 1584 el Grindadràp o matanza anual de 250 a 1400 calderones o ballenas piloto para proveer de carne a su habitantes, cuyo 83 % apoya este genocidio. La matanza forma parte de su tradición, a la cual aluden defendiéndola cuando se les critica, y en la cual participan niñas, que aprenden desde bien pequeñas a jugar con los cuerpos decapitados de los cetáceos, a cosificarlos juguetizándolos. No más alejada de la idea de justificar la barbarie con la tradición tenemos a España, un país retrasado en temas de animalismo donde su repugnancia estrella es la corrida de toros, la ejecución pública de 6 toros por corrida, mientras una caterva de enajenadas ancianas hediendo a naftalina grita ¨!olé!¨ cada vez que el toro es acuchillado, ensartado, burlado y asesinado, y que premia al torero por su ¨buena matanza¨ entregándole el rabo o las orejas, mutiladas con el toro a menudo aún vivo. La lenta agonía y muerte de un animal, que sería prohibida de inmediato por vulnerar todas y cada una de las leyes de derecho animal existentes, tiene una excepción en la hipocresía española, siendo financiada con dinero público y de la UE (sí, Polonia financia la corrida), y esos cientos de millones de euros anuales son el único motivo por el cual sobrevive. Pero en España la corrida no es ni de lejos el único modo que sus habitantes tienen de ¨tratar a los animales¨, sus costumbres de colgar piernas secas de cerdos en los bares (existen 87000 explotaciones y 4000 de ellas son macrogranjas donde se ceban y matan a 34 millones de animales anualmente), hervir caracoles vivos, abandonar perros de caza ¨viejos¨ atados con alambre a un poste o con un palo atado en la boca para que mueran lentamente de hambre y sed, poner bolas de fuego en cuerno de toros, atarlos con cuerdas para divertirse, acosarlos a caballo,... son sólo algunos de sus cientos de aberraciones, y por las cuales pediría el boicot absoluto al turismo hacia ese país.
Polonia, como cualquier otro territorio donde viva gente, también tiene infamia y crímenes contra los animales de los cuales avergonzarse. Albergues de perros sobresaturados, paletos que matan a sus perros de soledad y enfermedades al dejarlos atados a cadenas incluso a temperaturas bajo cero, la matanza brutal en todo el país de peces, no sólo las 6 millones de carpas en Nochebuena, sino cada semana en miles de mercados de forma legal o ilegal, con la tradicional polaca lenta asfixia de estos animales sin voz audible. Polonia también recompensa a sus ¨amadísimos¨ caballos tras una vida de explotación, encierro y duro ¨trabajo¨, descuartizándolos para el consumo japonés o italiano de su carne. Un 10% de esa carne se destina a alimentar a animales carnívoros de los parques zoológicos polacos. O esos ¨amados¨ caballos que los zafios montañeses explotan en Morskie Oko para acarrear a miles de vagas y estúpidas turistas, tan ¨amantes de la naturaleza¨ como las conductoras de quads arrollándolo todo en los bosques. En la plaza mayor de Kraków, en este momento que escribo, someten a los equinos al agotamiento, exponiéndolos al sol del verano y acortando sus vidas con esa tortura. No pocos caballos en Polonia se desploman agotados y rotos por el sobreesfuerzo a que los condena un pueblo que se jacta de amar a ¨sus¨ caballos...
En todo caso y retomando, ¨tratar a una humana como a un animal¨ (otra dislexia de un lenguaje, que nos separa de la animalidad) es algo popular, sabido, no hay educación que pueda informar sobre algo que ya se sabe, mucho más ahora que la información está en redes, en las calles, en los medios informativos. La educación sólo sirve para señalar, para tratar de avergonzar a quien comete crímenes contra los animales y a quien los financia, consiente y es cómplice de ellos. El verdadero animalismo consiste en prohibir taxativamente la tortura y la muerte de los animales, lamentablemente de un modo paulatino, porque la gente sólo aprende por repetición y no abandonarán ciertos hábitos hasta que las demás lo hagan. Así de autosuficiente y crítica es la gente.
Sabemos cómo sabemos. El proceso de aprendizaje humano es lineal, metódico, con un raciocinio torpe que halla obstáculos en la rutina del error y que llama conclusiones a la aburrida consecuencialidad de un suceso, olvidando conscientemente que en ciencia el cuestionamiento es crucial y que la mayoría de conclusiones no son sino pasos, estadios de otras conclusiones más concluyentes. Aprendemos por errores, e incluso los aciertos convocan a errores. En cambio los demás animales están bendecidos por la benignidad del instinto, que es el peyorativo modo supremacista humano de no reconocer la inteligencia animal, del mismo modo que el colonialismo blanco europeo llama artesanía al arte de tribus originarias. Sí, con desprecio, con soberbia, con humanidad.
Sabemos que sabemos, y fuera de esa sapiencia -no siempre acompañada de sabiduría-, útil sólo para torturarnos y asesinarnos, así como torturar y asesinar a la naturaleza y a las compañeras de viaje evolutivo, no sabemos nada. No desarrollamos la intuición, tropezamos cien veces con la misma piedra, y cien más con otra de diferente color y forma. Somos estúpidas y menores, no por ignorancia, sino por persistencia ignorante en dañar con nuestro concepto de inteligencia, canon de nada. Reniego de la inteligencia humana, y sé que es pedante y absurdo hacerlo porque trastabilleo con ella torpemente antes de actuar. Me declaro incapaz para esa maravilla de predecir la lluvia, uno de los dones más preciosos de muchas especies animales, entre otros millones de ellos.
Sabemos, pensamos (cartesianamente) que es pensando que existimos, pero Descartes mutilaba y destrozaba vidas que aullaban de agonía mientras él reía para sus fascistas experimentos, exactamente iguales a los que llevaba a cabo Mengele, con menos fama pero igual excrementicia falta de escrúpulos. Los experimentos de Mengele, tan útiles a la medicina contemporánea, por mano de las corporaciones que financiaban sus torturas, forman parte intrínseca de la infamia del saber humano. Sabemos, qué arrogancia de saber. Llamamos inteligencia a construir bombas de racimo, leyes para encarcelar a la gente más desfavorecida, a periodistas demasiado amantes de la verdad, para mantener a las pobres dentro de las cárceles y a las ricas siempre fuera. Llamamos inteligencia a las 430 millones de toneladas de plástico anuales que fabricamos y usamos, que acaban desintegrándose en microplásticos tan diminutos que los tenemos en cada centímetro del planeta, en hortalizas, en nuestros propios órganos ya. La felicidad que da el plástico.
Pero la naturaleza no está sometida al uso o intereses que tengamos sobre ella. Su belleza, su importancia, su valor, es ser para sí misma en tanto las demás lo seamos para nosotras y para ella. Su mérito no es unilateral ni unívoco, existe en lo que la rodea y viceversa. Si sólo una de las partes sale beneficiada, entonces es explotación. Nuestra relación con la naturaleza es la del campesinado moderno, proxenetismo de hábitats para exprimirlos, esclavistas de miles de millones de animales que son tratados como animales, tanto si es a escala industrial como en pequeñas explotaciones.
Otra de las evidencias de nuestro ¨trato a los animales como a animales¨ sería por ejemplo, que todas las películas e historias de terror del cine basan su trama en que alguna persona humana hace a otras lo que se hace cada segundo con miles de animales. Método a cuál más carnicero y enfermizo, las más inimaginables vejaciones, dolorosísimas torturas psíquicas y físicas, en las cuales la gente prefiere no pensar. Es lógico no hacerlo para no enloquecer de misericordia e impotencia, pero paradójicamente también es el mecanismo para poder seguir haciéndolo sin cargos de conciencia. Lo que no se piensa, no se siente.
El capitalismo suele representarse con un obeso señor con chistera a menudo con aspecto de cerdo (50 millones de ejecuciones al año, una de las grandes víctimas del capitalismo), pero el éxito del sistema se basa precisamente en no aparentar ser así, como un animal considerado repugnante. Las personas más capitalistas del mundo son esteticonormales, cotidianas, pobres, mediocres, sin esperanza. Desnudas de todo atributo, las personas capitalistas sólo tienen una cosa: su avaricia, mientras que los cerdos tienen un comportamiento ejemplar y pacífico si los observamos fuera del prejuicio. Un prejuicio necesario por tra parte para construir nuestra cosmovisión supremacista de la naturaleza y sus habitantes, pormenorizados en la normalización de unas características falsas, similares a las que el régimen nazi usó con su propaganda y sus ¨estudios científicos¨ sobre la idiosincrasia ¨mezquina, malvada e inferior¨ del pueblo judío. No me cansaré nunca de repetirlo: la gente carnista vendrían a ser nazis, y los animales, sus judías.
Los argumentos éticos, morales, intelectuales, ecológicos, legislativos, iusnaturalistas, biocentristas, científicos, políticos y filosóficos utilizados por el veganismo para querer urgentemente detener la desquiciada masacre de billones de vidas -y que son las mismas que para querer detener la extinción de una sola vida- derivan en un postulado social e histórico irrefutable: el veganismo tiene la razón. No hay argumento común, fuera de un ego desproporcionado y sanguíneamente antropocéntrico, para considerar a los animales no humanos menos dignos de un trato similar al humano.Y no hablamos de la igualdad barata de ir a votar, a conciertos, escribir libros o crear arte, acciones humanas (con sus correspondencias en el mundo animal), sino de garantizar en la teoría y en la práctica los tres pilares fundamentales del derecho animal: su vida, su libertad y su integridad física. Exactamente los mismos que los nuestros.
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