Cada año esquilamos a Sol y a Maya, hijo y madre. A Maya la cubre una lana apelotonada, pero de capa corta, en cambio Sol es de raza merina, la peor para esquilar, de pelo grueso de quince centímetros, muy apelmazado fino y denso, que cuesta mucho rapar. En estado salvaje, las ovejas mudan su lana regularmente, desprendiéndola a jirones, frotándose contra ramas y árboles entre los cuales pastan, pero las ovejas encarceladas por el capricho humano no tienen esa posibilidad, y de hecho no interesa que la tengan, para que la gente pueda robar ese pelaje y abrigarse. La cálida y aterciopelada lana es un producto del terror.
En realidad no nos vestimos para abrigarnos o proteger nuestra piel, sino para cubrir la vergüenza del cuerpo desnudo, avergonzado tras milenios de tabú, burlas y repugnancias ajenas y propias. Nos aderezamos con el disfraz del personaje que pretendemos ser, e interpretamos ante las demás, visualmente, el papel preferido en este teatro de la sociedad, bien sea un rol espiritual, sexy, sencillo, lúdico, glamuroso, atípico, fastuoso… La ropa ya no es una herramienta de supervivencia, sino otra muestra de vanidad, similar al peinado, el maquillaje u otros accesorios del culto al aspecto. La lana es un abrigo perfectamente sustituíble por otros materiales vegetales o artificiales. Las expediciones a los polos o el alpinismo no se abriga con pieles de animales ni lana, sino con fibras artificiales mucho más eficaces y ligeras. La lana no nos es necesaria, pero 2 millones de toneladas anualmente se producen en el mundo, con un coste de miedo, dolor y muerte para 1200 millones de ovejas.
Tardo un tiempo en decidirme a esquilar a las ovejas, especialmente a Sol, porque es quien más trabajo da. Necesito prepararme emocionalmente para ello, para afrontar ese mal trago. Antes de que lleguen las altas temperaturas de verano, escoger un día más fresco, y trabajar a la sombra. Para ello debo sujetar una de sus patas, derribarlo suavemente por delante y tumbarlo de lado, para ponerme encima cuidadosa pero firmemente, mientras Aga acaricia su cabeza, tranquilizándolo, dándole quizás algún dulce. Luego, con unas tijeras muy afiladas, ir eliminando la lana de cuello y alrededor de la cabeza, lugares donde el ruido de la máquina esquiladora lo estresaría todavía más. Es un trabajo agotador sujetar a un animal de 80 kilos que asustado intenta incorporarse, resignado, con las pupilas dilatadas, y que gutura a veces un sonido desolador de miedo, llamando a su mamá, a las cabras, a su familia. Ellas miran de lejos muy preocupadas convocándolo también, nerviosas. Intento trabajar rápìdamente, para minimizar su tortura, la máquina se calienta mientras capa a capa, eliminamos de 10 a 15 kilos de lana apretada y dificil. Mi sudor cae por el cuerpo, el olor de nuestras animalidades se mezcla con los nervios. Todavía no he logrado esquilar a una oveja sin hacerlas uno o dos pequeños cortes, porque es dificil encontrar el punto exacto entre la gruesa lana y la delicadísima piel rosada y sensiblísima, habiendo de rapar la mayor cantidad de lana, así que tenemos alcohol desinfectante a mano, para cada sesión. Otro día hacemos lo mismo con Maya. Otra carretilla de lana sucia que irá al compost. Podríamos venderla para financiar el proyecto, pero sería normalizar que eso es un producto, que los animales son un producto. Y no lo son. Debe deshecharse.
La alegría posterior de ver a los animales frescos vale la pena. Imaginemos cómo sería vestir un abrigo de 12 kilos de lana encima a 35º de calor, insoportable. Este método, todo lo respetuoso que sabemos hacerlo, es una excepción en comparación al ejercido sobre las ovejas de granjas, cuyo trato es brutal, violento, con gran derramamiento de sangre por el corte de cola (la de Maya fue amputada, pero la de Sol, que nació aquí, no), el descarnado mulesing y los cortes debidos a la velocidad capitalista. El uso indiscriminado de fuerza bruta y los golpes, el terror de la esquilación, que atañe tanto a grandes factorías como a explotaciones familiares, desmienten la sumisión atribuida al cordero, instalada en el imaginario colectivo. El animal se revuelve, pelea, quiere escapar, no es como el ser humano que planea su vida en la esclavitud. Las ovejas, animales extraordinariamente sensibles y pacíficos, son pateados en la cara y las patas, derribados, arrojados a rampas, siendo cosidos de sus heridas sin uso de analgésicos ni desinfectantes, en vivo y sobre el suelo inmundo de la sala de esquilado, pisando sus cuellos y cabezas, siendo tratados como cosas. El esquilado industrial del cual procede la mayoría de la lana en el mercado es algo dantesco y patológico, como la obtención de cueros, sedas, pieles, plumón de aves y cualquier otra cosa robada a los animales y que no puede ser tolerado en una sociedad avanzada. La violencia sobre las ovejas es una de las más elocuentes metáforas del trato del ser humano sobre la naturaleza y la inocencia, uno de los más toscos ejemplos de un privilegio dominante.
Hans Magnus Enzensberger, poeta ensayista alemán, reflexionó sobre la sociología de los flujos migratorios y el impacto en las sociedades receptoras, con la parábola del compartimiento del tren en marcha. Explicaba que en una cabina de pasajeras de un tren en marcha -la cual escenifica un país-, viajan una serie de personas que se subieron en una estación cualquiera. Acomodadas con holgura en los asientos, se molestan cuando sube alguna pasajera más en otra estación, y deben, a regañadientes, ceder un poco de su excesivo espacio, para que la recién llegada pueda viajar dignamente. Hay suficiente espacio para todas, pero ya no pueden tumbarse en el asiento colectivo, ni despatarrarse, y ese hecho se sucede en cada estación donde se incorporan más pasajeras de las que se apean. Aunque sus privilegios eran excesivos, no los ceden de buena gana. El privilegio es algo que no construímos nosotras, sino el cual nos viene dado y disfrutamos,de modo que debemos garantizárselo a otras, así que, por respeto a quienes vendrán, el privilegio debe ser colectivo e inocuo, para no degradar a parasitismo. Nadie en concreto construye los países, la gente que los vive, quizás, provisionalmente, así que es absurdo suponer que esa contrucción no está obligatoriamente sujeta a cambios.
La
hegemonía dominante de la masculinidad, sufre las exigencias
feministas de un espacio en el colectivo común, espacio que al fín
y al cabo no es masculino por definición, sino por imperativo de
fuerza bruta y de su inercia milenaria. También los grupos
minoritarios raciales de un territorio siempre sufren a las
acomodadas ¨nativas¨ que no quieren ceder el espacio de sobra que
tienen, por motivos de discriminación. Tanto hombres como mujeres
blancas europeas, poseen una situación de privilegio frente a
migrantes e incluso a nativas de segunda ciudadanía, como podría
ser el pueblo romaní,
europeo
de derecho desde el siglo XV. Y lo mismo sucede con las orientaciones
sexuales, marginadas hasta el dolor por la heteronorma imperante.
En esta línea de pensamiento, los colectivos más antiquísimos de cualquier territorio han sido y siguen siendo masacrados desde hace miles de años por el supremacismo de un privilegio autootorgado de unos sobre otros. Por ejemplo las especies animales, compañeras de este tren en marcha que es la vida, el aquí y el ahora, son tratadas con privilegio excluyente, con jerarquía. El privilegio de explotar animales no tiene ningún sentido, e incluso el propio Enzensberger no quiso ceder espacio en el tren, haciéndose vegano, olvidó que en ese tren viajan millones de especies. Así como tampoco Hannah Arendt aplicó su pensamiento crítico cuando mascaba los cuerpos de los animales contra los cuales ejercía esa su famosa banalidad del mal, que decía rechazar. El privilegio entonces es claramente un don el cual, si no podemos disfrutar todas en igualdad de condiciones, si es excluyente y requiere víctimas, sólo es fascismo.
El olor de los corderos siempre me recuerda a cuando en mi infancia los veía ser asesinados en el pueblo, y recogía su sangre del cuello perforado, y esa misma mirada que tienen Sol o Maya cuando los esquilo, tumbados sin poder hacer nada, me asfixia, libera todos los fantasmas de la educación de mierda que tuve, por eso me cuesta esquilarlas. La humana es una especie tan racional, que quiere que se viole a una vaca, se robe a su bebé para exprimirla su leche, lo encierren, degüellen y descuarticen para comérselo, pero todo ello sin maltrato. A día de hoy, en plena era de la información y sobreinformación, es literalmente imposible que una persona común no haya visto imágenes en la calle, en las pantallas, en redes o en folletos, de ejecución y explotación animal, o las haya vivido directamente. Hoy día nadie puede balbucear desconocimiento o esgrimir como argucia exculpatoria ignorancia sobre el tema. La población alemana lo intentó tras la II Guerra, y no las creímos, claro. Nadie es inocente, sólo la normalización de esa conducta la justifica, la orquestación de este genocidio masivo, la premeditación, la minuciosidad de la perversión, la irracionalidad y el negacionismo brutal de la gente corriente, de nuestra propia familia, muestra la verdadera naturaleza humana, una especie definitivamente menor y nauseabunda, se mire por donde se mire. En este escenario donde sólo las profundamente imbéciles y criminales pueden sentirse a gusto, no nos debe extrañar que muchas personas elijamos el camino del aislamiento, la falta de apego a la aventura humana, a su autoproclamada gloria y a sus hazañas de papel mojado.
El mismo freno moral que inhibe la pulsión de la gente por violar sexualmente a alguien que las atraiga, es el que se emplea para no explotar ni comer animales, por mucho que nos pueda atraer hacerlo. La gente come carne porque la gente come carne, y aunque parezca una obviedad redundante, se trata en el fondo de un principio primario de comunidad, donde los hábitos se practican por imitación. Si la gente, entonces, violara niñas, la gente violaría niñas, como algo normal, que incluso sería aceptado por las niñas, por normalización, sin un deseo de ser violadas, bajo penas de exclusión social, como hacen y han hecho las mujeres en la historia del patriarcado. El uso de la fuerza bruta para satisfacer un deseo que involucre a otra persona, es igual de deleznable si se trata de alguien de nuestra especie o de un cerdo, un pollo o un pez. La argumentación con que tratamos de explicar y justificar todas nuestras acciones, desde las más inocentes hasta las más repugnantes, deja de tener valor cuando usamos la violencia para hacerlo, y no la lógica. Por eso no ha que confiar demasiado en la capacidad de raciocinio de la gente, ni en su mayoría de edad cuando votan o exigen sus derechos a violar y violentar a otras.
Provenimos del deseo de la vida, de la pulsión por ser y estar. Los mamíferos, las aves, los reptiles..., todos provenimos del mar. Nuestros ancestros evolutivos son los peces, los crustáceos... a ellos les debemos nuestro sistema nervioso central, nuestra emocionalidad, nuestra memoria y capacidad resolutiva-adaptativa. Ellos disfrutan de esos bienes desde hace miles de millones de años antes que nosotras, son nuestros venerables antiquísimos parientes y deberían ser nuestras referencias. Sienten, gritan, ríen, sufren, quieren vivir. Todo lo humano en perspectiva se ve mediocre y previsibe, banal, la grandeza humana es discutible y relativa. Sólo la naturaleza no defrauda, asombra y sosiega. Tal y como sosegadas y pacíficas son las ovejas, humildes y discretas, sabias y antiguas. Ojalá sepamos dejarlas en paz algún día.
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