Hoy vamos a explicar una historia de amor, que en realidad son dos y son millones al mismo tiempo.
La
primera
foto es de
Garfield,
uno de tantos cachorros
que pasaron por casa cuando acogíamos a docenas de
gatos provisionalmente,
y buscábamos casa definitiva, con contrato de
adopción,
visita y monitoreo. Era un gatito como otro cualquiera, con
ganas de vivir y jugar,
y al cabo de dos años nos lo devolvieron completamente aterrorizado.
Había estado con una persona con diversidad funcional la
cual
era más
o menos autosuficiente, pero que caminaba
con dificultad y
con
muletas. Esa
persona
lo devolvía porque
¨se
había vuelto
agresivo,
arañaba y atacaba¨. Bueno, callaré
lo
que pienso
de eso, porque
los animales no ¨se vuelven así¨ sino que ALGO-ALGUIEN-
los vuelve así. Detallo
esto de
la altervalía,
porque he tratado a
menudo de
explicarme por qué Garfield
acabó
reaccionando
así,
y sólo lo puedo
imaginar
debido
al
estrés que le
causaba
la movilidad de esa persona, quizás
algún
golpe de
muleta sin
querer, y sustos que, sin quererlos tampoco, le
hicieron
más desconfiado. O
quizás se tratara de maltrato directo. Fuera
lo que fuera, de
ninguna manera ibamos
a permitir que esa persona se quedara con el gato -ni con ningún
otro-, dado
que los
animales NO existen para ser
terapia de
nadie, no son medicamentos, ni drogas, ni apoyos emocionales. Los
animales y yo estamos en contra de cualquier uso que se nos
dé,
de cualquier entrenamiento, de cualquier servicio, uso y abuso.
Incluyendo aquellos ¨héroes¨ que ¨ayudan al ser humano¨,
cuando
el ser humano no quiere ayudar al ser humano y busca un esclavo en
otra especie para sustituírle.
Gardield
se escondió en casa apenas
llegó de vuelta, detrás de sofás y armarios hasta el punto de que
no lo ví durate un mes entero. Ese era su nivel de terror. Incluso
llegué a pensar que se había escapado, pese
a que el
pienso
que le dejaba en un comedero
desaparecía a diario y por otro lado vigilo mucho que no se escapen,
simplemente. Pero una tarde noche, mientras
miraba una pelicula, distinguí
en la oscuridad del
pasillo
su máscara facial, diferente a la de Filutka, otra gatita con
manchas en la cara.
Apareció
mirándome, porque
el gato es todo ojos, sin decir nada, me
acerqué a él y pude
ver
dónde
se escondía rápidamente:
detrás de un mueble de la cocina, en un rincón donde las cañerías
de agua, invisible a
cualquier mirada.
Los
animales ¨domesticados, siguen siendo salvajes, intuitivos e
instintivos. Poseen
un inmenso instinto de conservación y cautela, así
que
salía
por
las noches a
comer, y
pasaba el día escondido temeroso
o
durmiendo.
Poco a poco fue saliendo cada vez más, haciendo suyo más espacio y más tiempo. Yo intentaba contactarlo pero arañaba, incluso cuando pasaba casualmente a su lado solamente, sin tratar de tocarle. Era arisco y desconfiado, en definitiva, gato de bigote a cola. Las caricias puntuales, poco a poco, fueron más fluídas, se enfadaba menos, las toleraba. Observaba obsesivamente su lenguaje corporal, su mirada, la posición de sus patas, cuerpo, cola, cabeza, orejas, bigotes, rapidez de movimientos, voces… todo es crucial para entender a cualquier animal de cualquier especie. Observación, observación y observación. Ninguna respuesta conductista es fiable cuando se provoca un suceso, deben ser episodios naturales de interacción, juego, deseos personales de animal hasta abarcar todo el abanico de su animalidad, porque el animal entiende sus propios motivos, sus respuestas y sus emociones, pero no -o no siempre- las de quien lo observa o provoca situaciones con él. La ciencia etológica exige modernizarse y relegarse a una posición de observadora pasiva para entender la idiosincrasia animal. No sólo me refiero a la de una especie en concreto, sino a la de cada individua de cada especie, del mismo modo que la psicología humana no tiene un patrón canon para el ser humano, sino que admite la inmensa diversidad personal humana, única e irrepetible, como en el caso de cada individua animal, aceptando incluso la mezcla de comportamientos opuestos. Así que, observando, un día que estaba tumbada en el sofá, simplemente se acercó y se subió a mi pecho. Emocionada, intenté acariciar su cabeza y se fue corriendo, arañándome antes, claro. Pero al día siguiente, repetí el tumbarme y él repitió el subirse, entonces no lo toqué. Y cada vez que me tumbaba, él se subía, automáticamente, como el agua busca al agua y el fuego al fuego, fuímos repitiendo este ritual cada vez que podía. Y un día se dejó acariciar, la cabeza, los omoplatos, la espalda, y yo tocaba suave y cautamente, vigilando su cuerpo, llegando hasta donde él quería que llegara. La noción del ahora, de la inmediatez, es algo muy animal y hay que respetarlo, entenderlo e incluso anhelarlo.
El proceso duró dos años, una terapia de contacto. No es que hable a los animales, es que converso con ellos. Nuestro tema preferido es la filosofía. Noción de presencialidad y tanatología son nuestros debates preferidos. Les pregunto cosas y me responden con un dulce cabezazo en la mano, o me lamen la cara para que yo entienda todo. No siempre lo hago dado que mis límites son patentes, pero la mayoría de las veces, sólo hay que verles, no sólo mirarlos. Con esfuerzo, podemos llegar a entender a los animales, ser casi tan inteligentes como ellos. Sus respuestas siempre satisfacen, siempre aclaran dudas. Cuando cacarean hacen una invocación a la vida, una afirmación de deseo vital, como cuando comen. Balan explicándome cosas, relinchan cuando nuestra ceguera no ve lo que su lenguaje corporal díce claramente. El lenguaje verbal es la consecuencia directa del fracaso del corporal, más fidedigno y verosimil, más primitivo, pero menos sujeto al engaño y la tergiversación. Así que cuando juegan con zapatos o hierbas, me hablan de su proyección hacia el entorno, donde ellos mismos son una parte sine qua non del todo. Los animales hablan de amor, de odio, de paz, de conflictos, de delirio. Nada les es indiferente, nada es banal, como en la vida humana. Mean y dejan ahí su mensaje para las demás, no mean por mear, sino que disertan. Nada más empírico que el comportamiento animal, sus dudas y renuncias, sus miedos lógicos. Los animales filosofan viviendo y viven filosofando. Y así, filosofando, Garfield recuperó el vínculo con los seres humanos, su herida psíquica es profunda y tal vez no restañe jamás, pero ha aprendido la confianza sin perder su alta felinidad. Y cuando ahora me lame, o me empuja los dedos con el hocico, las dos sabemos que hay ahí un espacio de encuentro común. Con amor, con paciencia, se puede lograr mucho más de lo que creemos.
El segundo caso, menos drástico quizás, es el de Caleb, en la segunda foto, un perro de miles de años que adoptamos del albergue local. Pregunté a una conocida que hace voluntariado en dicho centro por cuál era el perro que más necesitaba ser adoptado, o que nadie quería, sin vacilar dijo: ¨Caleb, box 10¨, que vivía atemorizado sin comprender todos esos ladridos a su alrededor, ese frío emocional de las jaulas que tanto destruye a los animales. Así que nos lo trajimos a la semana siguiente.
Cuando se adopta a un animal no se compra un artículo en un centro comercial, no debe ser bonito a nuestros ojos, ni divertido, ni simpático, no adoptamos para nosotras solamente -aunque nos dan mucho más de lo que les damos-, sino que queremos hacer más digna la vida de un ser que no pidió nacer y que lo obligaron para una industria mascotista sin escrúpulos. Caleb fue echado de su casa y su reflejo inmediato fue el miedo. Después de 3 años en casa, de temor impregnado, mordidas de marcaje reactivas, desconfianza, poco a poco, apoya su cabeza en mi mejilla, me da la pata para que juegue, y va comprendiendo que ya está a salvo, que nadie lo dañará. De nuevo la paciencia, de nuevo el amor, haciendo su deslumbrante espectáculo. Cuidar a un animal no es simplemente echarle de comer y beber o que no pase frío, cualquier bebé humana criado de ese modo acabará suicidándose o matando a alguien, las personas animales necesitamos afecto, calor emocional, comprensión y complicidad, además de respeto.
El órgano de las emociones no es el corazón, sino el epigastrio, donde vibran el terror, la dicha, el amor y la congoja. No es la misma oscuridad la del túnel que la del pozo, porque de la del túnel se sale avanzando, de la del pozo, retrocediendo. Los animales conocen el miedo y también la dicha absoluta, por eso no quiero que los animales que cuidamos aprendan trucos. No quiero enseñárselos. No quiero que me obedezcan, ni que se siente o bailen a mi orden, o a mi consigna alcen su pata. Hay una profunda necedad fascista en querer que hagan eso. No quiero mirarlos con los tristes ojos de quien los estudia. No quiero engañarles con premios, ni someterlos a mi absurda visión de lo divertido. No quiero disfrazarlos, ni educarles (más bien al revés). No quiero que nada humano interfiera en su pureza superior. No quiero que alegren a visitas que no invitaré, ni que tenga contacto con horripilantes niñas que no sepan acariciarlo con su admiración sólamente. Quiero que sean ellos. Que el perro sea perro, que sea él. Que no tema más, que se exprese y se acerque si quiere, que me ame si quiere, aunque querrá hacerlo porque lo hacen por encima de toda expectativa humana. Quiero que viva todo lo libre que su seguridad nos permita. Quiero atender a su lenguaje, que intercambiemos calor, silencio y discretas risas que nadie más que nosotras entienda. Quiero tirarme de cabeza y desde muy alto a sus pupilas de agua y bosque. Quiero que me aletée con las orejas y me exfolie las mejillas con su lengua dulcísima. Quiero felicitarle por sus espléndidos excrementos. Quiero que me mire pidiéndome que le mire las acrobacias. que sea él por encima de conveniencias y desapegos, que su alegría carezca de márgenes y cartografías. Quiero vagar el laberinto de su minotauriedad, quiero escribir los versos más perros esta noche, de frío y proximidad y hondo respeto. La ¨educación canina¨ es cuando los perros nos enseñan a ser mejor personas. Nunca al revés, nun-ca.
No quiero a los animales para nada, no los rescatamos para nada nuestro, se quieren como se quiere el amor, bocanada de aire que tiende a ocupar todo el espacio disponible, sin planes ni proyectos ni urgencias ni desatinos. Como se quiere al amor, por cómo es. Como se ama lo que no es nuestro, como se debe amar. Así quiero amar a los animales. Y porque, simplemente, nos amamos, y ya es tanto, y ya es todo. Alguien que daña a un animal debería ser criminalizada, discriminada, expulsada del proyecto social y sus beneficios, apartada de la sociedad. Alguien capaz de dañar tal pureza, no merece vivir, ni haber nacido. Llegará ese día un día, en que la cita que Cicerón atribuía a Blas de Priene ¨Omnia mea mecum porto¨ (Todo cuanto poseo lo llevo conmigo) sea un principio de animalidad que nos ataña de nuevo, y con el cual podamos construir un mundo menos materialista, faunístico, como el paraíso que perdimos y quisimos olvidar para escuchar nuestras mezquindades.
Vivir cuesta la vida, y aunque el miedo sea la más regular y precisa de las ciencias exactas, hoy toda mi ternura -lo opuesto al miedo- la doy a los animales. Lo que me queda, brusquedad y odio, es para quien los daña. La gente que no quiere ver el mal es más abundante que aquella que simplemente no lo ve por ignorancia. Maderar bosques, carnificar animales o hacer jabón con humanas, forma parte de la misma linea de pensamiento capitalista y avaricioso. El amor es la más absoluta desnudez con alguien, y la especie es lo de menos. Que no se queda en la piel, sino que llega hasta dentro del momento de amar. El amor es un estado de gratitud extasiada, donde las habitaciones más vulnerables de quienes somos, abren sus puertas casi de par en par para otro ser diferente. Y aunque esa celebración es un riesgo, y aunque el amor es arriesgado, siempre vale la pena amar.
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