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jueves, 25 de agosto de 2022

TODOS ESOS VIEJOS ÁRBOLES

 





Hay que caminar un poco tras la parada del autobús, el camino es agradable, árboles, una pequeña aldea que mezcla arquitecturas tradicionales con elementos más modernos, incluso hay una capilla de madera de 1650 para cuya construcción no se usaron ni sierras ni clavos de metal, pero no es lo más impresionante del lugar. Nos vamos acercando y de lejos ya se empieza a ver. Carraspeamos, la emoción congela el trago: ahí está.


No tiene nombre, sólo la aldea lo tiene, Stelmužė, y fuí allí hace mucho tiempo para verlo. No, no era turismo, era casi un viaje desde dentro hacia dentro, como deben ser los viajes, interiores. No tiene nombre, pero se calcula su longevidad es de entre 1500 a 2000 años de edad. Mide casi 4 metros de diámetro. Es un roble, un ser vivo antiguo, cuyas ramas han sido apuntaladas por gruesas vigas, porque el anciano no puede soportar sus toneladas de peso. El roble de Stelmužė, el más viejo de Lituania, en la frontera con Letonia, y uno de los más viejos de Europa, junto a ¨Lo Parot¨, un olivo en la frontera entre Catalunya y España, cuyas raíces crecen desde los tiempos del imperio romano, hace dos milenios y que es el único ejemplar vivo de una variedad que ya no se cultiva.


Son unos cientos en el mundo, gigantes o más pequeños, retorcidos, arrugados por el tiempo, testigos de miles de lluvias y de horas, contados ejemplares, supervivientes al viento y a la avaricia humana, creciendo hacia arriba, hacia abajo y hacia afuera, tejiendo su fibra milímetro a milímetro, exhalando oxígeno y aspirando dióxido de carbono, y a la inversa, según la luz. Son unos cientos, se los ha dejado en paz, como a otros que siguen su camino hacia los siglos si la mala suerte de conocernos no lo interrumpe. Son monstruos mitológicos, la vida en todo su esplendor, paisajes en sí mismos. Éxitos evolutivos.


Una de nuestras principales lacras es la filosofía barata de preguntarse cuál es el significado de la vida. Nada más idiota que esa pregunta, fruto de la abulia más que de la búsqueda de respuestas, argumento con el cual se defienden quienes se preguntan por qué viven o vivimos, o para qué sirve la vida. La vida es un accidente transicional entre materias y energías, una de las formas que toma, como podrían ser las piedras o las ondas de sonido. Algo circunstancial y provisorio, sólo sucede una vez, que las religiones no nos vendan su humo. Así, tratar de traducir los maravillosos accidentes del universo en planes divinos o acaso naturales es lúdico y basto como el pensamiento humano, e incluso perjudicial en los casos en que la gente decide que la vida tiene tal o cual sentido, porque someten su propia vida y la ajena, a su patética lectura. Un violador mira de ese modo a su víctima, reduciéndola a un objeto con el que satisfacer su instinto primario, su capricho.


Un árbol, por ejemplo, vive para sí mismo, y ya. Un poco de mecánica y un poco de voluntad de estar vivo son sus únicas aspiraciones, sin transcendencias, sin misiones más allá, objetivos ni grandes hazañas: sólo la vida. Así que si, con una mitad de ética y otra mitad de empatía, sentimos que algo no está bien en cosificar un árbol, dándole su sentido en madera, triturar la grandeza de un ratón para resumirlo a un estorbo, decidir como descartable la vida de una persona humana, o considerar que la existencia -imprescindible para sí mismo- de un pollo, se deriva en que nos resulte sabroso, debemos hacer caso a ese sentimiento, porque no hacerlo es golpear las nociones más elementales de filosofía aplicada. Todo para someter el pensamiento a una cosmovisión primitiva, lejos de las posibilidades reales de nuestro intelecto. Pensar en la muerte como algo trágico para una misma, pero futil para las demás es una trampa que ponemos a la comunidad de la vida, un monstruo de fuerza bruta sometiendo a alguien más débil, ya no bajo el peso de los argumentos, sino bajo la bota de la más falta absoluta de escrúpulos, y sin pensar que podría suceder al revés, que fuéramos nosotras las víctimas.


La vida no sirve a nadie salvo a cada vida, la decisión de vivir es personal e intransferible, igual que la de morir. No hay nada antes y después, el sentido de la vida es que no tiene sentido, y ahí está su maravillosa majestad.


La absoluta felicidad que siento entre los árboles, sólo es comparable a la absoluta insatisfacción de estar entre los humanos, entre ellos, a menudo se llama inteligencia a la simple falta de noción de comunida, o bondad e incluso heroicidad, al sentido común más básico. Si estamos o no listas para morir, no importa, lo que realmente importa es si estamos preparadas a vivir y a dejar vivir, y la mayoría de la gente se comporta con la megalomanía de los faraonas y señoras egipicias de la antigüedad, que mandaban matar a sus animales más queridos, e incluso sirvientas y esponsales, para momificarlas y que las enterraran con ellas. La tradición se ha perpetuado, la mayoría de la gente tiene una absoluta indiferencia a lo que suceda en la tierra tras su muerte, las da igual todo lo que no sea su amor narcisista, son petulantes onanistas sin empatía por lo que sucederá en el futuro, viven el ahora con toda su saña. Ni siquiera la gente que tiene descendencia -con MÁS motivo- cuida para que la salud del planeta sea igual o mejor para esa descendencia, no aman a sus hijas, las dejan un poco de dinero y un planeta más degradado, las enseñan a explotar animales, a consumir, a talar árboles, a odiar, a luchar por y para ellas mismas. Son monstruas regurgitando monstruas. El principio del fin de la civilización humana podrá datarse en el momento en que un padre enseñó a cazar a su hijo, o a talar un árbol.


Entre el ¨tengo la culpa de todo¨ católico y el ¨no tengo la culpa de nada¨ neoliberal, existe apenas media generación de finísimo trabajo de exculpación. Nadie tiene la culpa del capitalismo, ni de su consumo individual, nadie tiene la culpa del especismo, piensan, mientras mascan su cacho de carne. La culpa se ha diluído en otra dimensión, o acaso se satisfacen diciendo que la culpa es siempre de otras, de ¨las de arriba¨ acaso, como si fuera un comodín, como si las dueñas del mundo se votaran solas….¨Yo no pedí nacer¨ dicen, incluso, las más cínicas, como si no pudieran solucionarlo en un momento…, y delegando su responsabilidad, una vez más. Un infantilizado vertedero de culpas extiende su metástasis por las sociedades. Y lo cierto es que, individual y colectivamente, tenemos la culpa de casi todo, pero no urge comprender esto para fustigarnos y hacernos pequeñas sólamente, sino para asumir que sólo de nosotras depende el cambio del mundo.


Una persona culta es una persona cultivada, como una tierra labrada, a la cual ha pisoteado un tractor, aplastado, rota su estructura, desmenuzada su esencia e inseminada con datos de versiones oficiales. Una persona culta no obligatoriamente es una persona con pensamiento crítico, sino que apenas es un recipiente, alguien que acumuló información de valor aleatorio e incluso dudoso, y que la disemina con la arrogante seguridad de quien dice la verdad. Pero no conviene construir la inteligencia a la medida del miedo ni de los intereses o privilegios personales, porque compartimos planeta con decenas de millones de especies, con tanto derecho a existir como la nuestra. O más, por su antigüedad.


Yo antes era atea, pero ahora tengo una religión, los árboles. Por eso me dedico a plantar árboles. Plantar un árbol está bien, pero no es suficiente si nos preguntamos cuántos árboles consume un ser humano durante su longeva existencia. ¿50?, ¿100?. ¿Hemos contado los muebles que usamos en nuestra vida?, puertas, papeles, empaquetados… podríamos estimar que, como mínimo 50 árboles adultos sostienen nuestra vida. La oscuridad de estos tiempos es aquella, en la cual la gente compra o no, dependiendo del valor monetario, y no del coste ecológico o ético. Hay que plantar árboles, hay que votar políticas de reforestación global.


La tristeza y la desazón por el mundo sólo existen porque lo entendemos según el prisma humano. Nos sentimos tan involucradas en él, que no vemos la totalidad. Vemos el árbol sin ver el bosque. Pero fuera, en la naturaleza, en los animales, en los ciclos de la vida, las estaciones, la metereología, los ciclos solares y lunares, en las leyes de materia, energía o termodinámica, los valores son otros, menos corruptos, no defraudan. Debemos mirar el silencio de la vida sin que nos despiste el ruido molesto de la sociedad.


El árbol, como el ser humano, tiene dos respiraciones aerobias. La de las hojas que son sus pulmones, y las de la pìel, por transpiración bidireccional. Por la corteza respira, y justo bajo esa ¨piel¨ se hace la circulación de savia, como el de la sangre humana y la humedad, hacia arriba y hacia abajo, hacia dentro y hacia afuera. La corteza del árbol es tan importante como la piel lo es para el ser humano. Sin piel, el ser humano no podría vivir, como el árbol sin su corteza. Por eso muchos árboles mueren sólo por incendios que han devastado su corteza. En estos tiempos de veranos incendiarios, donde cientos de miles de hectáreas arden intencionadamente cada año, para especular sobre el terreno, instalar mafiosos parques eólicos bajo la excusa de energía verde, esparcer monocultivos para pienso de cría de animales o recalificar terrenos con objetivos de urbanizar, el incendiarismo exige ser tratado como ecoterrorismo, por ser directamente responsable de la muerte de millones de animales, plantas y vínculos biológicos irreemplazables. Pero al márgen de esa intencionalidad de hacer arder, debemos entender que hemos creado un planeta inflamable. La acidificación de la tierra, la consciente interrupción de la creación natural de suelos húmedos y más ignífugos, el cultivo masivo de árboles acidificantes, la tala constante y el encogimiento de ecosistemas, aislándolos entre sí y convirtiéndolos en islas verdes condenadas a la endogamia, la pobreza genética y su consecuente propio suicidio, nos debe hacer replantear la ecología y la actuación al respecto. Plantar árboles está muy bien, tantos como podamos, comprar tierra y dejarla asalvajar, invertir en nada, en vida, en bienes no monetarios, reponer floresta, conservar los viejos árboles y agrandar los bosques y parques naturales, no sólo mantener los que existen. Sólo ese camino, en esa dirección.


Hay gente a la cual llegar a ciertos lugares las cuesta la vida. No lo tuvieron fácil, trabajaron mucho, áspero e incómodo, pero perseveraron y lograron... bueno, quizás no objetivos espectaculares, quizás sólo supervivencia, un espacio que poder llamar suyo para poner cuatro nogales, una técnica de soplar vidrio o un método de hacer zapatos más fuertes... pero era SU logro, tan importante como construir un puente inmenso o crear la canción perfecta. Hay gente que dedica toda su existencia a ser buenas personas, justas y honestas, a ser pequeñas e invisibles. Tal vez parezcan un poco tristes, tal vez regalan una sonrisa aislada, que cuesta arrancar porque es todo lo que su cansancio las permite. Jamás las conoceremos, labraron con sus manos el más exquisito anonimato, celaron con cariño su rinconcito donde existir, huyendo de famas e incluso de cronopios. Son como salmones a desove, y hay que juzgarlas como tales, que remontan imposibles ríos, despedazándose en el ascenso, cincelando en su piel las hermosísimas cicatrices del vivir, muriéndose en vida de a poquito, a paso lento, a paso bueno. A falta de la posibilidad de ser un árbol, yo quisiera ser una de ellas.


De la vida, por la vida, desde la vida y hacia la vida, todos esos viejos árboles como el lituano o el catalán, como las sequoyas del norte de Abya Yala, o los babobabs africanos, o el Matusalén californiano de 5000 años, han permanecido gracias a la inacción humana. Debemos aprender el sencillo arte de vivir y dejar vivir. Año a año, generación a generación, milenio a milenio.


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