Con el eco del canto de sirenas del movimiento hippie de los años 70, una cierta romántica pero petulante neoruralidad y la racional alergia al insufrible estrés de la ciudad, mucha gente decide ¨irse a vivir al campo¨. Suena en sus oídos como un reto, como un excitante cambio, que emula el espíritu de la paridad con la naturaleza, el alma de Simona Kossak o embriagadores perfumes de tribalidad. Y podría parecer una buena opción, lejos de las saturadas urbes, cada vez más humanas, más tumultuosas y menos concienciadas del exceso demográfico de nuestra tóxica especie. Al fín y al cabo, las ciudades centralizan los éxodos agrarios y aglomeran multitudes, en el espectro de una vida más cómoda y social, pero que al mismo tiempo puede dañarnos. Salir de la ciudad, entonces, suena a escapar de modo definitivo, como si ello fuera a solucionar nuestra vida o fuera más ecológico, buscando la paz del campo y el bosque, comprensible, habida cuenta de que provenimos del árbol base, de la seguridad, el alimento y el oxígeno que nos sigue dando,... Pero el campo no es para todo el mundo, y en la mayoría de las ocasiones, por lo que entiendo, es peor para el planeta.
Vivo en el campo, hace 7 años, veo cómo vive el campesinado actual -pero el de siempre-, con sus pensamientos de derechas, sus monocultivos, su adicción al petróleo barato y su trato a los animales no humanos, digno de inspirar un guión bastante más angustioso que el de La Matanza de Texas, -que por cierto era fictícia, no como lo que sucede cada día en el campo-, o un largo etcétera de despropósitos que no desarrollaré. Algunas de las costumbres campesinas son buenas, otras son abruptamente nefastas.
La gente se va a vivir al campo, sí, pero no sueltan la ciudad. Eso en parte está bien, la ética de la ciudad está más avanzada. Si preguntamos a una persona campesina de varias generaciones sobre ciertos temas como transexualidad, homosexualidad, feminismos, racializaciones, democracia participativa, veganismo o igualdad, suelen burlarse, cuando no despreciarlas o ponerse violentas. No encaja todo ello en su modelo de vida, donde el lema ¨se ha hecho toda la vida¨ prima en cualquiera de sus actitudes, conductas o posicionamientos, sin esforzarse a menudo en comprenderlo y asumirlo, más que cuando todo alrededor lo comprende y lo obligan a cambiar,... o mediante imperativo legal. Es desesperante ver con qué impunidad millones de animales están siendo en este momento torturados en infectas cuadras, atados a cortas cadenas o encerrados en minúsculos cheniles, fusilados por la caza, ahorcados cuando ya son viejos, las camadas ahogadas,... sólo para satisfacer el capricho de la proteína animal ¨de toda la vida¨, la soledad mal entendida, la seguridad ante posibles robos o cualquiera de los motivos por los que los animales son explotados en el campo.
Vivir en el campo está bien, si sabes vivir en el campo, si no se extiende sobre él el cáncer del capitalismo como una mina antipersona, que estalla destruyendo todo. Un ¨vivir en el campo¨ sin sedentarismo, que precise sistemáticos viajes a la ciudad, diarios a veces, es simplemente, otra estúpida manera de lanzar más y más gases de efecto invernadero y depender de la tecnocracia automovilística. La red de vías de tránsito rodado planetaria -y la deforestación que conlleva- y los previsibles atropellos derivados de la velocidad, son responsables de la muerte de miles de millones de animales, humanos (1,3 millones anuales en todo el mundo)*1, y no humanos (se calcula en miles de millones cada año, en cada país del mundo, más de 150 millones de mamíferos cada año en Usa, sin contar miles de millones de aves, reptiles, insectos, gasterópodos…)*2. Muchos, por fortuna dentro de su malísima suerte, mueren al instante, por el traumatismo del golpe, otros son mutilados, rotos por dentro, malheridos, y agonizan largamente o viven quebrados o dañados hasta morir prematuramente, con dolor constante y creciente hasta el colapso.
No, un vivir en el campo que exija movimiento constante y gran despilfarro de combustible, no es una buena idea. En general, desplazarse, siempre y cuando no sea a pie o con bicicleta, no es una buena idea.
Otro tema, el de la alimentación, es que paradójicamente, la gente no vegana que vive en el campo y cría-consume animales de ganadería extensiva, por considerarla más ética y ecológica, no atiende al hecho de que los animales en concentración industrial, precisan menos recursos y energía -a costa de su sufrimiento-, que los que pastan en campos abiertos. Son campos a defender y vallar del miedo del ganadero al lobo, mucho más peligroso que el lobo mismo. De hecho y hablando del lobo, no existe en el mundo ningún registro documental de lobos atacando a seres humanos, es una rareza que ataquen, nos evitan -adecuadamente, como yo suelo evitar a mi especie-, y sólo son el fantasma malvado que atemoriza a la gente cobarde, la más abundante de nuestra especie. Cierto es que han habido ataques, muy muy raros, y muertes, a niñas, por ser más vulnerables (¿qué hacían las niñas fuera de la custodia de las adultas?), pero en general, la posibilidad porcentual de muerte por ataque de lobos es inferior a la de que nos mate un rayo en un día despejado. Irrisorio y ridículo siquiera de mencionarlo como peligro real.
Paradójicamente también, la ciudad es más ecológica que el campo. La condensación humana facilita la optimización de la energía necesaria para calentar, refrigerar o iluminar, por ejemplos, y simplifica las relaciones humanas. Sólo habría que repensar la ciudad para hacerla más natural, con cultivos internos, uso racional del transporte privado y usando el público como algo habitual, haciendo más zonas verdes, arbolado frutícola produciendo energía descentralizadamente y muchas otras alternativas al modelo actual, parásito y excesivo, hecho para convertir a la ciudadanía en consumidora activas. Ay, sí: el capitalismo.
A la gente que se va a vivir al campo sin vivir el campo, es fácil encontrarla quemando plásticos en la chimenea, segando su césped, en lugar de tener jardines salvajes, con gran riqueza de insectos y flores autóctonas, desbrozando especies botánicas escasas, talando los árboles que las molestan o ¨cultivando su comida¨ mediante abonos industriales y pesticidas, en lugar de la sana permacultura. Es fácil encontrarla soltando gatos ¨para que estén en su elemento¨, y de paso exterminen a todo lo que se mueva (literalmente, porque el gato sólo ataca a lo que se mueve). De nuevo las cifras nos hablan de miles de millones de aves, mamíferos, reptiles, insectos… matados por los gatos que viven o frecuentan exteriores en el campo (2.000 millones anuales, sólo en Usa), y que contribuyen también a extinguir especies, (64 especies, sólo en Usa), aunque no se halla concretado ningún caso específico *3. La cifra de gatos en el mundo es muy superior a la de la carga depredativa soportable de una determinada zona, y a la sostenible en su medio original, por miles, en lugar de los 600 millones de ellos que se estiman que existen (4). Además de que cada gato desplaza por competición a otras especies carnívoras. Y no hablemos de la esterilización, tema tabú en el campo antiguo y en el nuevo. La gente arma mucho revuelo con el hecho de esterilizar gatos, resultándolas decente sin embargo, la existencia de una subespecie morfológicamente inestable como es el perro, al cual no dejamos regresar al lobo. Gritan contra lo antinatural de esterilizar para controlar las poblaciones, pero no ven nada malo en aumentar esas poblaciones antinaturalmente miles de veces, para el consumo de carne. La gente no ve natural castrar animales, pero sí ve asumible segregar genéticamente a las vacas para exprimirlas más leche, seleccionar y forzar a las gallinas para agotarlas en puestas de huevos veinte veces superiores a las naturales... o cualesquiera del 100 % de las conductas de la cría animal, que sólo es una mera gestion de mercancía.
Vivir en el campo debe ser vivir el campo, renunciar a muchas cosas que ya eran perfectamente prescindibles viviendo en la ciudad. Reducir las necesidades materiales, para cultivar las espirituales (no en un sentido religioso, claro, a menos que los árboles puedan considerarse una deidad, idea con la cual coqueteo), integrarse a las estaciones, a los cambios metereológicos, al pulso de la vida real, lejos de ese espejismo sintético de la perpetua disposición de bienes y del insaciable monstruo del consumo, que no es sino el modo de canalizar una vida vacía y sin perspectiva. El campo nos enseña la pasión de lo aparentemente aburrido, pero que funciona cronométrica y cíclicamente con una exactitud de millones de años. Nos enseña la posología de las plantas medicinales, el uso, reuso, zurcido y reparación de cosas, deshechando la cultura lineal del Basuroceno humano. Nos enseña el aislamiento de las casas, más importante que el uso de energía para climatizarlas, la temporalidad de la comida, la localidad de lo que comemos, el gusto de regar con agua de lluvia, de vivir de día y dormir de noche, el lenguaje corporal de los animales, los indicios de la luna y el viento, los mensajes de las flores, la volubilidad de la lluvia...y tantísimas cosas más, esenciales, porque van a la esencia, a lo innegociable de nuestra condición biótica.
No nos morimos, nos muere la vida. Delegar la construcción de un mundo mejor a las nuevas generaciones sólo evidencia no ya sólo nuestro fracaso en esa causa, muestra mucho más: nuestra culpa. Al mundo lo degrada el abuso de privilegios, porque los privilegios no son sostenibles, si alguien posee de más es porque alguien posee de menos. La premisa básica del capitalismo (Crece o Muere), no ha resultado muy alentadora para la gente sin opciones, condenada al segundo verbo. Y aún así, aunque fuera una doctrina asequible a todas las personas, y aunque no hubiera exclusión en las posibilidades de crecer, no es factible hacerlo en un planeta de recursos limitados, de modo que tarde o temprano siempre alguien quedará excluída de ese crecimiento. Sean personas humanas, sean personas no humanas, o bien ecosistemas enteros. El decrecimiento llegará, asociado o no a un colapso económico, pero sólo de cada una de nosotras va a depender minimizar el shock y detener esta cultura de destrucción que hemos bautizado como estado de bienestar. Aunque no será fácil, será obligatorio.
La maravillosa reflexión de Petra Kelly ¨quieren volver a la naturaleza, pero no a pie¨, expone que el problema existe sólo en la voluntad personal y colectiva. Tanto en el campo bien entendido y bien vivido, como en la ciudad, es posible deconstruir este mundo apocalíptico que nuestra especie mima, como quien da de comer azúcar a una metástasis. El estado de bienestar es un sistema que podría resumirse en comprar lo que no se necesita, a costa de miseria y muerte ajena, para lograr finalmente no ser feliz. La revolución contra ello, es la suma exponencial de todas las revoluciones habidas y por haber. Nunca empiezan, nunca acaban, todo es movimiento. El cuerpo es un envase vital de usar y tirar, no es nada, pero es lo único que tenemos. Y detrás de nosotras vendrán otras vidas, con el mismo deseo y pasión por la vida, y vendrán miles de generaciones de plantas y animales y hongos y organismos que llevan existiendo desde hace miles de millones de años, con el mismo derecho y ganas de existir que nosotras.
No es nada, pero es la vida. Es decir, todo. Y, además, vale la pena.
Fuentes:
1-Organización Mundial de la Salud.
2-Roadkill
3-Cat Wars: The Devastating Consequences of a Cuddly Killer (2016) de Peter Marra
4-Ecology Global Network
No hay comentarios:
Publicar un comentario