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lunes, 15 de noviembre de 2021

OLÉ


¨Existe un ritual arcaico entre las habitantes de la tribu Kamkkira, reducto humano en una isla de la Polinesia Sur, durante el cual, con motivo de celebraciones paganas que vinculan la tierra y al ser humano, un grupo de indígenas mutilan y torturan a unos kirpanes, antilopes oriundos del lugar. Las hembras de dichos antilopes son criadas y utilizadas desde siglos atrás como alimento, su leche y sus carnes son muy apreciadas entre las nativas. Cada solsticio, escogidos por los consejeros, seis antilopes macho, silvestres -animales dóciles si no se les hostiga, y de vistosa cornamenta vertical en tirabuzón-, son atrapados en el bosque con redes, y encerrados en un corral de gruesos troncos durante los días previos a la celebracion, negándoseles en ese tiempo, agua y comida. El recinto donde se lleva a cabo la festividad se halla muy concurrido ese día, y la tradición exige untar los ojos del animal con una pócima hecha de gel de cactáceas endémicas, cuya alta densidad nubla su visión. El objetivo es reducir el excesivo vigor y el instinto de huida de los antilopes, desorientándolos, hiriéndoles también las patas y aplicar en las heridas zumo de chile. Los empujan al recinto -con paredes de 4 metros, para evitar que huyan-, son alanceados con toscas armas legadas de generación en generación por las famílias de los alanceadores. Durante unas horas, uno a uno, los antílopes son acuchillados, punzados, ensartados con lanzas hasta que se desangran, sufren colapsos cardíacos, vomitan sangre de sus pulmones anegados y la tráquea agujereada e incluso se rompen las patas enloquecidos por el dolor, hasta que se derrumban y, todavía con vida, sufren el serrado de uno de sus cuernos por la base, que es ofrendado a la participante que en más ocasiones haya alcanzado el cuerpo del kirpan. Se retira del recinto a la bestia todavía consciente y se la descuartiza viva, para alimentarse después con su carne. El Gobierno de la Isla promociona dicho evento coo atracción turística. Son ritos muy antiguos, datados de épocas neolíticas y forman parte indisoluble de la cultura kamkkira, hasta el punto de afirmar que sin dicho rito, la tribu desaparecería¨.


En realidad este primitivo y execrable ritual no existe, pero sí se practica en España, el sur de Francia, y algunos países de Abya Yala (nombre original de América), con los toros. En pleno siglo XXI todavía hay tradiciones salidas de las más abyectas leyendas de horror y martirio. Las corridas de toros.


El cuerpo se afloja mirando al cielo o mordiendo la arena del vivísimo dolor que se convierte en fín, y acaso una lágrima. La gente sonríe, tuvo una muerte adecuada. Unos minutos antes todo es dolor, esas personas una a una, gritan, le desean muerto, aprietan los dientes de excitación, al penetrarle hierros por lugares sagrados y sensibles, le tratan como una cosa que se mueve, un cacho de carne que les da satisfacción, como tratan los violadores a sus presas. Un toro es una muchacha y una corrida una violación colectiva. La tauromafia es pederastía donde los machos afilan sus armas en el repugnante sudor de la alevosía. Ritual viejo como la vejez sanguinaria del patriarcado, aglomeraciones hediondas de corazones putrefactos acorralando a una niña y creciéndose en su terror, lo más bajo y degradante que pueda caer un ser humano, el humanismo llora de vergüenza.


Una de los mitos construídos por el imaginario taurómaco, relativo al significado de la corrida, es el del animal como una mujer y el torero como un varón. Él se exhibe ante ella, la burla, la esquiva, juega con su ira y su dolor, para finalmente penetrarla con una espada-pene que la deja postrada de rodillas, sumisa de amor y muerte. No es una explicación baladí: el toreo es el resultado de la ignorancia, la cobardía, la estupidez y la brutalidad propias del macho, acomplejado o frustrado por el tamaño de sus atributos, dolido por la burla de la mujer que le despecha. Lejos de tener un significado intelectual, la tauromafia es un manojo de pánicos homosexuales no resueltos, traumas infantiles, humillaciones recibidas y el modo que tiene la gente aficionada a ella, de vengarse de algún modo de las mujeres que las avergonzaron. Tauromafia es patriarcado, mezcolanza hedionda de chulería y violencia. Violación donde unas participan mirando, otras financiando, legitimándola como cultura, o hiriendo con las penetraciones furibundas de las armas en el cuerpo en pura llaga. La tauromafia es una exhaltación de la violencia de género, un asesinato que provoca aplausos. Cualquier movimiento dirigido a respetar de algún modo la estétrica tauromafiosa es abofetear la decencia humana. Un pueblo que tolera violaciones colectivas es un pueblo retrasado.

 



El toro muge desesperado, se vuelve una niña aterrorizada, vulnerable, rompible, corre en círculos buscando una salida que ya no existe, porque de la plaza se sale muerta, como de Auschwitz se salía por la chimenea. La tauromafia, la ejecución pública, el espectáculo de asesinar a un herbívoro con tan enorme sufrimiento, desparramando su sangre por la arena, está apoyada por un reducido número de población, pero los crímenes de cría y asesinato de pollos, por ejemplo, son apoyados por la mayoría, una y otra situación son reprobables, porque la naturaleza de los actos es la misma, capricho y divertimento. El uso de vidas sensitivas y sensibles ya representa un abuso, sea legal o no. El toro muge de dolor y miedo en la plaza con la misma voz que la vaca en el matadero. Suena una música sangrienta, perpetrada con chirriantes flautas de huesos, percutiendo tambores hechos con despellejamientos, extrayendo sonidos a los despojos, mientras, empapado en su propia sangre, como un manantial que brota y se derrama sobre pelo y arena, con la vida en él huyendo, el niño-toro saca la lengua con toda la sed del mundo. Los ojos tan abiertos como sólo cuando se ve a la muerte pueden tenerse. Agujereado, cosido a puñaladas, se derrumba y patalea mientras la puntilla le parte en mil. Quienes tienen problemas para imaginarse un Estado Español sin tauromafia o sin monarquía son las mismas que lamentaron en su tiempo la abolición las ejecuciones a garrote vil o los autos de fe de Torquemada. Gente poco imaginativa, que gritan mucho sin decir nada, en la dinámica propia de la ínfula española, sanchopancista y lela, de gente misérrima que necesita llenar su vacío con una identidad nacional pomposa y unas tradiciones apolilladas. El toro recibe la espada en su espalda como la niña recibe en su boca el pene del cura: asfixiándose y a la fuerza. Las dos verdugas ejecutan su penetración bajo el visto bueno o la indiferencia de la sociedad, y ambas exhiben en sus rostros miradas viciadas por el desconocimiento y la banalidad del mal. Independientemente de los motivos, las naturalezas o los argumentos de ambos actos, contra cualquiera de los dos hay que actuar. No comprenderlas, sinó detenerlas inmediatamente y mediante cualquier metodo, por todos los medios, para no traicionar el avance necesario de la etica, para que evolución moral no sea sólo una frase hecha, para que el ser humano se aleje del antropocentrismo y pueda completar su camino hasta alcanzar a las demas especies.


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