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lunes, 5 de abril de 2021

EL PRIVILEGIO DE LA LUZ

A La Casa de las Ranas han llegado cinco pollitos de ganso y quince pollos de gallinas, escucho sus piídos mientras escribo. Dos cajas de cartón, lámpara de calor (hasta sus 15 primeros días de vida no se termoregulan, así que deben recibir entre 27 y 28 grados de calor extra), y vigilancia obsesiva cada hora, del termómetro, estado anímico, posibles irregularidades y cambios de agua. Fueron considerados sobrantes para quien los cría. Nacieron en una incubadora y fueron amontonados en una caja sin contacto con la madre. Nacer sin madre es sin duda lo peor que nos pasa a aquellos animales que estamos genética, evolutiva y emocionalmente vinculados a la madre durante los primeros meses o años de nuestra vida. Privar de la madre a un bebé siempre revierte en alguna carencia afectual, y la sensación de desprotección y fragilidad de estos pollitos llamando sin cesar a una madre que no acude, devasta. No hay soledad más devastadora que la de quien no quiere estar sola y la obligan.


Los pollitos comen una mezcla que amaso con la mano; luego de distribuir en los comederos pequeñas bolitas, meto lentamente la mano en el gurruñito de plumas y piquitos y dejo que comensen de mis dedos los pedacitos pegados a ella, siento en los dedos el diminuto impacto de su hambre y toda la ternura del mundo tiene sentido. Su veredicto estaba dictado, si no hubieran llegado aquí, serían engordados y finalmente matados para caldo, explotados para exprimirlas de sus huevos. Algunos de esos huevos eclosionarían, naciendo más pollos sin madre, en incubadoras, para perpeturar su servicio a la gula humana en una industria que produce 80 millones de toneladas anuales de huevos. Otros serían molidos para hacer con ellos paté, y otras sanguinolentas delicias de la gastronomía, inconsciente, aberrante, sin escrúpulos. Antiguamente se comían los huevos cocidos con el pollito hervido vivo dentro, y todavía hay quien lo hace por encontrarlo sabroso. No tenemos nada que reprochar a Asia…




La vida animal ocupa un gran espacio en una casa de rescate, lo llena todo de presente de futuro y de pasado. No importa su tamaño o condición, lo llena todo, como ciertos aromas o ciertos recuerdos. Ocupa los espacios que dispone, los que habitó, los que merodeará, y en los que deja sus huellas, sus pelos, sus plumas o marcas específicas. Creando entorno a esa vida una distancia presencial mucho más ancha que los propios contornos de su propio cuerpo físico, exigiendo atención sin exigirla, simplemente, tan poderosamente siendo, que nos invoca y se convierte en la propia casa y en nuestro propio cuerpo, modificando hábitos, desvelos y emociones. Una vez muerto, ese universo se reduce al envase que lo contuvo, y nos sorprende su poquísimo tamaño, parece una maqueta de lo que fue, una miniatura, que deja un dolor indescifrable y una amarga sensación de culpa y de traición por la soledad crecida. Son tan extraordinariamente pequeñas pero inmensas esas muertes, que no podemos asumir sin duelo el tamaño y el significado de la vida perdida, así que la estrategia de esa existencia esfumada es apropiarse de todo el lugar en la memoria, tanto espacio como sitio ocupara en el corazón vulnerado por el menoscabo de su ausencia.


Hay personas quienes no quieren ser culpables, siéndolo, y las hay quienes quieren serlo, no siéndolo. Explicar que no tenemos derecho a explotar animales, ni someter sus vidas a nuestros intereses, comienza a ser insoportablemente denigrante para nuestra inteligencia y el sentido común, la individual y la colectiva. Esa costumbre del hábito, lejos de ser un atenuante, agrava tal comportamiento, lo convierte en un balbuceo subdesarrollado, lejos de cualquier escenario argumental serio. Legitimar las tradiciones crueles son como afirmar que, dado que los hombres llevan miles de años violando a las mujeres, ello es correcto, por la antigüedad del asunto. No creo que exista una incapacidad intelectual o moral en la gente, para comprender que la tortura y la muerte NO deben formar parte de nuestra sociedad, o que consciente, política, económica y éticamente, deba ser asumido y normalizado. Me ofende cada vez más profundamente la estupidez de la gente que antepone y se jacta de mascar trozos de personas, reduciéndolo todo a una opción, una elección, una opinión. No, matar no es opcional, violar no es una preferencia asumible, cosificar a alguienes no tiene cabida en un mundo que quiera llamarse justo. Cuantas más personas entendamos la verdadera dimensión de asesinar -del modo que sea, dolorosa o indoloramente- y mascar las descuartizaciones de una persona, tan antes empezaremos a lograr construir una sociedad sin crimenes, violaciones, guerras y brutalidad. Hay personas humanas que brillan apenas y sólo son perceptibles debido a la profunda oscuridad de otras, son y existen únicamente en la carencia ajena. Y hay personas que brillan refulgentes, y que tienen por ello la obligación ética de hacer que quienes viven en la oscuridad, se prendan. La luz no debiera ser un privilegio.


Hay dos lecturas de la palabra derechos. Los animales poseemos derechos intrínsecos fundamentales, sin los cuales nuestras vidas plenas no podrían ser consideradas tales, esos derechos son innegociables, no tenemos derecho a darlos ni quitarlos. Luego están lo que conocemos como derechos jurídicos, politicos, civiles, etc, que se enmarcan en las diferencias que nos atañen por nuestras particularidades, y donde el derecho a una selva límpia -por ejemplo-, no atañe a un delfin, así como el derecho a no ser atropellada, no atañe a una inuit que viva en un iglú, aunque sí lo haría si viviera en un lugar donde hubiera automóviles. Los derechos jurídicos humanos en lo respectivo a todos los animales, existen para garantizar los fundamentales, independientemente de la especie, y adaptándolos a sus necesidades, diversificando su alcance.


Vuelvo a escuchar manifestarse a los polletes, lo hacen de modos diferentes, como los seres humanos, y pueden reconocerse individualmente por su conducta. Se mueven, interactúan, unos se suben al borde la caja, otros a las espaldas de los gansitos, otros se quedan en un rincón, se dan besos en las bocas, miran sorprendidos, entrecierran los ojitos, se bañan en salvado… Los gansitos tienen unas alas sorprendentemente diminutas, no proporcionales a su cuerpo, y que un día crecerán tanto que alzarán del suelo sus rechonchos cuerpecitos, como los de aquellos cientos de miles que cada año surcan el país en migraciones interiores y exteriores, exponiéndose a los disparos de esos semiseres sin escrúpulos ni decencia, espantapájaros armados de licencia y fusiles, espacio legal y cobertura política, que los ejecutan en el nombre de la caza y de su profundo subdesarrollo ético.


Los medios de comunicación son como el granjero que echa diariamente un pienso hipercalórico a los cerdos, volcando una información sesgada y plagada de mentiras, cuando no una completa desinformación. A diferencia de los cerdos, que son esclavos forzados, encerrados sin opciones y sabiendo que no tienen otra comida, el ser humano engulle satisfecho y consciente, esa mezcolanza, adora su esclavitud, y prefiere una buena tolva de códigos y frases hechas facilonas que ceben su miedo, a la comida sana del pensamiento crítico y el riesgo de la libertad. No, no nos creemos mejores que nadie por no usar a los animales, como nadie puede creerse mejor por no violar niñas, es algo sensato y lógico. El veganismo no nos hace mejores, sólo adultas funcionales, responsables de lo colectivo por encima de lo egocéntrico. Quien explota animales no puede creer realmente en el futuro, ni poseer una noción siquiera básica de respeto. El veganismo es algo razonable, muy fuera de la corrupta ilógica de la muerte prematura y premeditada, como un trago ancho de aire fresco en el pestilente viciado cuarto del crimen organizado. No, no nos creemos mejores, eso lo piensan quienes no quieren ser peores a cualquier precio, disfrazando de costumbre su egolatría, trapicheando con argucias manoseadas y vergonzantes, pese a que ignoren conscientemente la cultura de la vida, del cuidado y la igualdad. No, ser veganas no nos hace mejores, pero ser carnistas sí las hace peores.




Mostrar debilidad exige una fortaleza colosal, de hecho, ninguna fuerza existe sin noción de la fragilidad propia. Todas estas reflexiones surgen apenas con mirar a estos pollos tan desprotegidos y vacilantes, que fueron nacidos para cumplir un servicio y que afortunadamente no lo cumplirán, para poder vivir sus vidas a cambio, lejos de la instrumentalización que les diseñaron desde el capricho de la gula y la avaricia, protegida por la inercia de la tortura y bendecida por una ley superior que llaman dios por no llamarlo fascismo, preguntando sarcásticamente que si dios no hubiera querido que comiéramos animales por qué los hizo de carne.


Donde sólo cabe la sarcástica respuesta ¨si dios no hubiera querido que comiéramos a la gente ¿por qué las hizo de carne?¨.


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