Al alféizar que enlaza con el tejado por la buhardilla, este invierno venían cientos de pájaros a comer pan y granos cuando las nieves ocultaban sus sustentos naturales. Mirlos, gorriones, estorninos, escribanos, carboneros, arrendajos, alguna paloma y, por supuesto la familia de ratones que viven en el sototejado; los cuales, generación tras generación, acuden a una fuente de comida fácil relativamente fiable. Sé que alimentar a los animales salvajes regularmente crea dependencia y pérdida de instinto de búsqueda, pero también sé que los territorios de los animales han sido encogidos durante las últimas décadas debido a la mafia de la empresa forestal estatal, la construcción de absurdas nuevas residencias privadas en terrenos ayer salvajes, infraestructuras viales, megacomercios y todo tipo de fagocitaciones invasivas, con las que robamos a la fauna y flora su espacio esencial, de modo que de algún modo hay que compensar la estupidez capitalista aliada al pseudoecologismo de manual. Y ayudar a los animales a medrar y sobrevivir a las condiciones duras del invierno y contra el pronóstico de la avaricia humana, es una obligatoriedad moral.
Veo a través del cristal en ese alféizar, a un ratoncito realmente chiquitito, del tamaño de la falange del pulgar, casi un insecto, junto a su madre y a su padre, reconocidos por el pelaje. No es un paisaje atípico, sucede cíclicamente que la familia se reúne a la mesa. Los primeros guiños de la preprimavera sacuden las ramas de las caducifolias de la turbera, donde los busardos ratoneros y los calzados, los gavilanes y los herrerillos, soportaron nevadas de profundos hielos, trayendo los perfumes de la abundancia y el calor, en indícios cada vez más elocuentes. La vida que durmió, la que sobrevivió al invierno con su particular sorprendente resistencia, late con un corazón unívoco, cada vez más efusivo y monocorde. A media altura, a gran altura, a ras de campo, en la tierra y el subsuelo, canta su canción maravillosa con los pulmones hinchados de ganas. Todas esas vidas se afirman especialmente en el fragor de las temperaturas ascendiendo, como la de cada cual que vive cercano a nuestro limbo térmico, con insistencia y perseverancia, con todos lo derechos plenos y la libertad que le son intrínsecos. Coexistimos con ellos en un planeta espectacular, irrepetible y desde luego único, aunque es lógico que haya otros cientos de miles habitables por el universo, demasiado inmenso para decir que no. En todo caso no conozco ni quiero conocer otro. Amo este.
Regreso a la ratona, y puedo imaginar sin mucho esfuerzo, que en su vientre ya de nuevo hierve la sopita de los aminoácidos y los carbonos, juntando células, efervesciéndolas, creando masas autónomas que en unas semanas serán bultos, protopatitas, orejillas tímidas, hocicos emergentes y riñones diminutos, todo ello alentado por sus pulmoncitos y animados por sus respectivos corazones. Las corzas en el bosque y las que ramonean los campos aledaños, ya llevan en sus pancitas redondeados corcinos, y la zorra que zigzaguea las secas varas de oro, también acarrea más vida incipiente en forma de zorreznillos, enroscados y húmedos, y asímismo a la jabalina, la liebre, la tejona, la rata, la marta o la castora. Las crecen dentro animalillos desnudos que vendrán a la vida entre fluídos y sangre, viscosos y enfadados por el frío repentino, para conocer esta circunstancial y perfecta magia de vivir.
Soy una hoolligan de la vida, lo reconozco, me importan nada el 99 % de las chucherías civilizatorias, la historia del ser humano, las primeras fotografías de Marte o la absurda tozudez de la estupidez humana por alejarse de la cultura de la vida y su cuidado. Cultura que pretenden decir que acatan, prohibiendo por ejemplo a las mujeres decidir si interrumpir o no el embarazo, porque al parecer también los cuerpos de las mujeres pertenecen a la gente, mientras todo en la gente gira entorno a un consumo depredador, antibiótico y banal, antivida, asociado a la destrucción de ecosistemas, la deforestación, la esclavitud de los animales humanos y no humanos, y un sistema colectivo y sobretodo individual basado en matar. La historia de las civilizaciones se podría sintetizar en esta conducta: machos matándose entre sí, con una mayoría de víctimas ajenas. El día que la sociedad comprenda que la ropa es abrigo, no moda, la comida alimento, no gastronomía, el techo cobijo, no status y la vida un fin, y no un medio, ese día acabará el capitalismo, que no es otra cosa que la rentabilización del miedo y las bajas pasiones. Miedo a crecer, miedo a ser reñidas, miedo a no aprender, miedo a no aprobar, miedo a no ser aceptada, miedo a pequeños miedos sistemáticos, miedo a no trabajar, a trabajar, miedo a no triunfar, a triunfar, a amar, a no amar, miedo a ser atropellada, miedo al cáncer, miedo a males existentes y a los imposibles, miedo a meteoritos, al covid, a ser, a no ser, a no vivir lo suficiente, a no ser bastante, a ser demasiado, a lo que diga la gente, a lo que no digan, miedo a la metástasis del miedo… La cautela lógica invadió la sangre hasta intoxicarla, para hacernos muñecas del papel a merced del terror ubicuo e irracional, mientras perdemos -en masas amorfas de miedos infundados y miedos cebados con dudas-, la valiosa vida, la nuestra, la de las demás.
La tierra es un vergel cuando no la miramos, es al mirarla que la hacemos yermo. Y, como me duele el árbol talado que amé, también pienso que la unidad de medida de la felicidad son los momentos perfectos que contiene el día. Somos primates desnudas, expuestas, sin un equilibrio proporcional a nuestra verticalidad, torpes, lentas, indefensas, poco elásticas a los cambios bruscos… es casi un milagro que hayamos sobrevivido y medrado. Pero ello no ha sido posible gracias a nuestra inteligencia. No, proporcionalmente no somos más inteligentes que la mayoría de animales, cuyas otras -diferentes e incluso mejores- inteligencias adaptativas son más eficaces que la nuestra. No hemos medrado por nuestra capacidad cerebral, como sugieren las megalómanas antropocéntricas, y la prueba de ello es que vamos camino de la extinción, al degradar las condiciones bióticas que nos hacen posibles, cosa que no sucede con las medusas, que llevan 600 millones de años en el océano sin siquiera poseer un cerebro formal, y desbancando así la ingenua idea de que la inteligencia humana es un modelo. Hemos sobrevivido única y exclusivamente por nuestra falta de escrúpulos y nuestra devoción al rebaño. Sobrevivimos porque juntas linchamos sin rigor ni conocimiento a quien consideramos contrincante u obstáculo, por ello el fascismo es la religión más mayoritaria en las sociedades humanas, sometiéndonos o practicándolo, con todos sus ismos consecuentes, desde el especismo hasta el racismo o el clasismo. La jerarquía, la sumisión, la abnegación y el sacrificio en aras de supuestas bondades y bienestares comunes son la clave de nuestro ¨éxito¨. Somos ídolas con pies de barro, arquitectas de monolitos de papel, un fraude evolutivo. Sin importanos cuán abyectas fueran nuestras acciones, cuán mezquinas nuestras conductas o cuán sangrientas nuestras leyes, la amalgama de todas ellas, ha propiciado que nos situemos en la punta afiladísima de la pirámide trófica, para revertir invariablemente en nuestro fin. Toda esa necedad y brutalidad, que tantas billones de muertes causa e incita, está cavando nuestra tumba también. La inercia de la cultura de la violación y la muerte, que tan inmensas y poderosas nos hace, olvidó que caminamos sobre finos alambres y que nos derrumbamos con facilidad una y otra vez, con incontables víctimas que mueren, murieron y morirán, aplastadas por nuestro estrafalario peso.
Sabiendo que, desde el punto de vista ecológico, la mejor ayuda que podemos ofrecer a la naturaleza es morirnos, no es dificil concluír que la inacción es siempre positiva para los ecosistemas. Menos moverse, menos consumo, menos parasitar recursos, más floreciente el medio ambiente. Cuanto más cerca estemos de morirnos, más ecologistas seremos. La realidad es brutal. Pero como queremos vivir, minimizar realmente nuestras supuestas necesidades evitaría que recemos por la extinción como idiotas. Desear la extinción es un placebo no muy disímil de rezar a deidades o esperar a no sé qué absurdo kharma, que venga a arreglar las cosas que la estupidez colectiva, el ego y la negación a deconstruirse en lo referente a necesidades vitales, están destruyendo. Decididamente estamos mejor muertas, pero podemos seguir un camino de decrecimiento radical, sólo eso detendrá el proceso de deforestación, el cambio climático y de extinción de especies que no estar muertas provoca. Por primera vez en la historia humana las generaciones posteriores no recibiran de las anteriores herencias naturales, sino deudas.
El plan de la vida no es homogéneo, sino que atiende a su propio objetivo: perpetuarse en la medida que la sea posible. Y ahí andan toda esa ebullición de conejitos y arañas, desperdigándose por herbazales y pantano, arenales y estepas, cordilleras y barrancos, multiplicándose y existiendo con todo su derecho. Si entendemos la diferencia entre vivir libre, y vivir esclava, antes de una muerte prematura, ya entenderemos la diferencia entre el veganismo y el vegetarianismo.
Y
Noé preguntó a las palomas: ¨Vosotras,
¿para
qué servís?¨, y ellas contestaron ¨Para nada, sólo volamos y
vivimos¨. Pues subid al barco, sentenció, y ellas con gusto
subieron. Y luego preguntó a los cerdos para qué servían, y ellos
respondieron que para vivir. Y a los zorros, y a las cucarachas y a
los elefantes
y a los ratones y a las gallinas, y obtuvo la misma respuesta de
todas ellas. Y todas ellas fueron invitadas a salvarse, por sus vidas
y para la vida. Y
he aquí el motivo por el cual todos los animales nos salvamos, y
cuál es nuestra única misión en la vida: vivirla.
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