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domingo, 27 de diciembre de 2020

SOLEDAD EN LA GRANJA

Hace muchos años acordé una cita con una granjera que conocía del pueblo, la pedí que me enseñara su granja de cerdos el día que quisiera. Eran solo dos naves, así que la visita no duraría mucho. Antes de entrar, me ofreció ponerme un mono protector y yo, primeriza en entrar en un lugar así, denegué. Fue un error, porque el olor acre y fuerte del lugar -que disponía de todos los standares de ventilación normativa- se prendió a mi ropa durante varios días más. Tal es su intensidad, y con ella viven su vida los animales, que sólo no desarrollan enfermedades pulmonares debido al corto tiempo que allí están.


Había limpiado la granja el día anterior, supongo que para que no me llevara una mala impresión del lugar, así que el recinto estaba en sus mejores condiciones higiénicas, aun así ví cerdos con grandes tumores colgando de sus dorsos, animales acostados en estado apático, errabundos, arrinconados y aislados por propia voluntad, intentos de mordiscos de unos a otros debidos al strés, heridas sangrantes y otras tratadas con spray de clortetraciclina, boxes con más cerdos de los permitidos, y repentinos estallidos de chillidos colectivos en cadena, que resonaban por toda la nave, como un terror contagiado, a nada en concreto, pero a todo. Era una granja pequeña pero se podía ir al contenedor del exterior y ver cerdos muertos prematuramente, los cuales son retirados una vez a la semana. Quizás murieron de lenta agonía, o quizás tuvieron suerte de ser matados de un golpe. Dije a la granjera que si tenía que hacer algún trabajo en concreto, que hiciera, que sólo quería grabar en video la normalidad del día a día, me contestó que había vacunado el día anterior, pero que podía mostrarme cómo se vacuna, y sin mediar palabra preparó una dosis de antibiótico, agarró por una pata un lechoncito de unos 5 o 6 kilos, lo alzó boca abajo y le clavó la inyección en el cuello...


Era una granja de pocos cientos de cerdos, durante una visita pactada, con permiso de grabación y la conciencia de que yo era activista, no era como esas imágenes grabadas ocultamente en las megagranjas de donde procede la mayoría de la carne, donde la normalidad real existe, y no la cosmética. Nada de eso que ví debería suceder, según la publicidad de la industria cárnica; y sin embargo sucedía. La granjera era una persona con formación universitaria y nada violenta (nunca en el pueblo se supo que peleara con nadie o que fuera agresiva, e incluso se consideraba ecologista y de izquierdas). Digo todo esto porque la fantasía de la gente para creerse las estrategias de lavado de cara del mercado, topa de bruces con cualquier noción -incluso la más básica- de sentido común. Un sentido común que nos dice que nadie, morfológica, psicológica y evolutivamente formado para ser libre, puede permanecer sumisa y adaptarse al mundo de cemento y oscuridad, hormigón y desesperación, que hemos construído para todos los animales, nuestra especie incluída. La explotación de los animales no humanos es un espejo de la nuestra.



En la normalidad real de las granjas, hay lechoncitos agonizando entre patadas al aire, derrumbados sobre orina y excrementos, con la respiración terminal, aguardando un último expiro que no llega, las miradas más tristes del mundo, animales hinchados, en descomposición, a punto de reventar, mientras otros los devoran, enloquecidos de desidia. Esqueletos de algunos ya devorados. Pustulas, fístulas, hernias, abcesos, tumefacciones, prolapsos, evisceraciones, llagas, hematomas, animales muriéndose durante días, sin atención veterinaria o con una atención que más parece la de la medicina en zonas bélicas, tosca, insultante, profundamente paleta e insensible. Lo cual nos concluye que no existe una justificación racional -acorde con estos tiempos en que pretendemos ser mejores-, para tolerar la explotación animal, cualquier alegato en su favor no pasa de ser un balbuceo mercantilista o hedonista


En su feliz ignorancia conveniente, la gente carnista deja en manos de la utopía, el ingrato deber de lograr el antojo de que los animales no sufran y mueran placenteramente, sin estar obligadas a renunciar a nada, sin perder su privilegio de carne barata, como si ello no fuera con ellas. La fantasiosamente infantil sociedad, que confía en que ¨alguien se hace cargo de esas cosas incómodas¨, delega en la confianza u otras coartadas, la responsabilidad de hacerse cargo de sus propios crímenes encubiertos. Esos crímenes perfectos que consisten en gozar de la rapiña derivada de un trabajo sucio, pretendiendo tener las manos límpias, o arguyendo manidas esterotipias argumentales, falacias fácilmente derribables, con patética satisfacción incluso, con cierto derecho intelectual. La filosofía, y muy especialmente la existencialista, es el lujo venial de la gente ociosa y el principio de la exculpación de todo crimen. La vida, la muerte y las reflexiones que surgen entorno a ellas, derivan casi siempre en un relativismo nihilista, usado históricamente para defender privilegios, desde el derecho esclavista de la filosofía egípcia, romana o griega, hasta el delirio nacionalista nazi, pasando por la legitimidad para explotar animales durante todas las épocas. Quizás antes de buscar vida inteligente fuera de este planeta, deberíamos buscarla dentro, dado que chantaje e hipocresía, ya abundan.


En ese orden de asuntos, es significativo que, desde la flagrante herramienta de odio que supuso la propaganda nazi, no exista un órgano regulador de las prácticas informativas de los medios del mundo. La parcialidad, el linchamiento verbal, la mentira, las infamias, con consecuencias mortales en muchísimos casos para la gente, de los medios informativos e incluso de los regimenes totalitarios que gobiernan el mundo (todos), basados en un visión falsa o falsificada de los actos, sólo puede comprenderse bajo el hecho de que somos una especie mentirosa y rastrera, fingidora y petulante, que halla en la mentira su más cómodo mensaje, adecuado a sus intenciones. La verdad, o al menos un discurso lo más cercano a la verdad, existe, y es consciente y sistemáticamente omitido, llegando hasta el punto de ofendernos cuando somos mentidas, pero sin poder dejar de mentir, porque llevamos el fingimiento en nuestra naturaleza social, porque hemos pervertido, por egoísmo, nuestras relaciones con el exterior. La propaganda publicitaria del régimen carnista no hace nada más que lo que hace cualquier otro negocio sucio: mentir.


Desconozco cuáles son las cualidades imperiosas de la bondad, qué conjunto de peculiaridades hacen que alguien pueda ser considerada una buena persona. Lo único que sé es que esa persona debe ser vegana. Ningún fundamento de bondad puede aceptar explotar a inocentes. La bondad no se mide en el trato que dispensamos a la gente que amamos, sino en cómo tratamos a las desconocidas, a aquellas personas cuyas vidas y destino demasiado a menudo dependen de nuestras acciones y omisiones. Obsesionadas por ser más guapas, más jóvenes, más inteligentes o poseer más bienes materiales o fama, hemos relegado la búsqueda de ser, sencillamente, más buenas personas, con más ética. No obstante, sólo de ese modo podemos aspirar a mejoras sociales. Seguro que ser más justas sería suficiente, pero hay que ir más allá, hay que ir a la bondad, al buen hacer, al buen pensar y al buen actuar a la hora de que esos tres verbos no conlleven víctimas.


Parece que no sepamos vivir nuestras vidas sin dominar a las demás. Nos quejamos de que nos explotan gobiernos fascistas, sociedades de control o trabajos alienantes, mientras explotamos a otras personas con nuestro consumo, e incluso nos las comemos, como si se tratara de un primitivo ritual religioso de sangre y muerte. No sabemos vivir y dejar vivir, exigimos todo sin dar a otras lo que exigimos para nosotras. Si cada persona recibiera el mal que provoca, no quedaría prácticamente nadie en la tierra. Así que antes de exigir derechos, recordemos nuestras obligaciones para con la vida, y antes de señalar las deudas de las demás, revisemos las propias. El discurso paternalista y plagado de supercherías de quien explota animales es idéntico al del supremacismo blanco explotando a la raza negra, o el del hombre tiranizando a la mujer, sólo cambia el recipiente, permaneciendo esa convicción de superioridad que somete a las víctimas a los actos emanados por su lectura miope de la realidad que las atribuyen, subyugándolas a ella. Una realidad falaz, condescendiente y criminal, prepotente, burlona y arrogante. Todo esto y metafóricamente nos lleva a la síntesis distópica de que el carnismo (la ideología de que la vida es carnificable), es la probabilidad de que algún día pudiéramos alimentar a media humanidad con la otra media, y que a un gran porcentaje de las alimentadas, no importara lo más mínimo.


No, no podemos pedir siquiera el perdón de los animales por lo que les hacemos. Es ridículo pensar que van a hacerlo, a perdonarnos de algún modo, es perverso atribuírles esa facultad. No pidamos perdón, luchemos por el fin de la explotación animal, en todas sus ramas, ese será el modo de algo parecido a redimirnos. No hay karma, ni justicia divina que vaya a revertir este proceso genocida contra los animales no humanos. Dios existe allá donde el pensamiento no; dios no resiste un proceso mental simple, dios es la locura en estado puro. En cambio, la cordura es el deseo de justicia y de bondad, de igualdad y de paz, es un procedimiento individual que se proyecta después al colectivo. Por eso es importante el veganismo y todo lo que conlleva, porque es un acto individual, que no exige connivencia con el resto de la sociedad, que puede llevarse a cabo del mismo modo que vivimos nuestras propias vidas y que sólo cada una puede comenzar a practicarlo con acciones y con omisiones. Todo es cambio, todas cambiamos, es el método que tiene la vida para continuar. Hagamos con el dolor algo útil y revolucionario.

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