¨si yo entendiera el idioma de los cuervos
qué absolutamente prescindible sería
este cansado tormento de hablar con humanas¨
HOGARES SEGUROS
Desde el punto de vista artístico, uno de los hallazgos paleontológicos más sorprendentes de la zooantropología contemporánea, es el descubrimiento en 1994 de la Cueva de Chauvet, en Francia, datada entre 25.000 y 32.000 años atrás. Lo excepcional con otros encuentros es la maravillosa belleza de las representaciones animales que las artistas plasmaron en las irregulares paredes de la gruta, y que escenifican con inúsito realismo a caballos, mamuts, leonas, panteras, ciervos, toros, rinocerontes y osos cavernarios entre otra fauna autóctona entonces en Francia. La frescura de las pinturas delata un estado de conservación atípico, debido sin duda a la temperatura y la oscuridad en que se mantuvieron. Al parecer nadie vivió allí, sólo era una cueva de ceremonias. Las artistas experimentaron con el movimiento recreando bisontes con ocho patas y rinocerontes con repeticiones de cuerno que sugerían la carrera, así como enfrentamientos entre rinocerontes, juegos de contrastes y aprovechamiento de los relieves de la roca para dar aspecto tridimensional y dinámico a sus obras. La llamada “Capilla Sixtina del Arte Rupestre” emociona, porque representa un rasgo de genialidad en tiempos donde primaba la supervivencia y las condiciones vitales eran extremadamente duras. El arte rupestre es un antiguo vínculo con la necesidad de expresarse y proyectarse, pero antes que las reproducciónes gráficas, existía la música.
La música no se parece a nadie, es un cuerpo sin cuerpo, un ruido con silencios, una mención sin el verbo, la sintonía de lo inadmisible y la energía y la materia copulándose, batiéndose en duelo. La música es nadie dialogando con nadie y todas con todas, como una maqueta de galaxias o una diosa perfecta sin más litúrgia que un tronco golpeando a otro, enmedio de un ritmo de nadies gestionado por nadies. La música no precisa de vidas o muertes, en un viento entrando en un tronco de eucalipto devorado por las termitas (origen del didgeridoo), un tamtam, un oboé, una brisa constelar,... La triangulación imperfecta de la materia, la energía y el caos, algo así como el primer ser después del estar original, el antes posterior, el primer concepto del nombre audible, cuando lo único que existía era la duda y la incertidumbre. La música hizo las cosas, fue el biorritmo prematuro, el primer movimiento genero la música de los sucesos y cada movimiento tuvo una música propia e irrepetible. La música es una secuencia de acontecimientos, un baile de alientos que frotó la materia, la empujó, la astilló, la molió y la desplazó. La música se hizo a sí misma, nos regaló a Bach y a la pausa como canción, nos regaló el chasquido y el frufrú. Contra la música sólo cabe el desarme y la indefensión, los aceros hacia abajo, y la inevitable sensación de que estamos de más si carecemos de música. La música es la única coartada que valida nuestra permanencia en la biosfera como especie, la capacidad de reproducir en cualquier momento con artefactos de propia invención, el temblor de los materiales, los ritmos y arritmias del ludir de los elementos, del viento silbando en los orificios, de la tempestad aullando entre árboles y formas geológicas. Quien entiende el sentido de la música, entiende el sentido de la vida...
Pero así, sin música, a puñados, a piezas, a kilos, a montones, en fardos, en manojos, a remolques, a contenedores, a ejemplares, así se venden los animales. Encadenados, atados con bridas, en jaulas, en sacos, enteros o descuartizados, agónicos, vivos o muertos. Despellejados o sin pelar. Descabezados o con cabeza. Con patas o sin ellas. Así se venden sus tentáculos, sus muslos, sus lomos, sus tetas, sus sexos, sus uñas, sus tendones, sus cartílagos, sus muñones deshidratados, sus dientes, sus órganos calientes, sus lenguas pastosas, sus entrañas. Impúdicamente desmembrados, con el derecho que otorga la falta de escrúpulos, con el derecho universal del violador sobre la niña. Vivimos sociedades nauseabundas porque nuestra bipolaridad dice que los animales nos pertenecen, que la vida ajena nos pertenece. Y nos horrorizamos cuando nos toca ser la pieza de caza de algún cazador.
Cuando decidimos abrazar el veganismo damos un paso al frente hacia la ética. Un paso pionero, dado que tarde o temprano -por imperativo moral o ecológico-, el ser humano deberá avanzarlo, pues nos va la permanencia en ello. Pero también, junto con el paso adelante, damos uno lateral, alejándonos de la gente no vegana. Queramos o no, nos separamos emocionalmente de ellas. No por soberbia ni altivez ética, sino porque casi siempre, nuestra veganización supone un punto de inflexión irreparable con el pensamiento fascista especista en el que han quedado la mayoría de familia, amigas y amores; algo irreversible que afecta a la cotidianeidad. No son tan alegres las comidas familiares cuando vemos a la gente que amábamos, trinchar un cerdito o atracarse de productos de los cuales sabemos bien su horrible origen. Entonces nos damos cuenta de que es momento de cuestionar nuestra vida y decidimos si podemos adaptarnos a esa nueva dualidad real, o preferimos cortar los lazos con nuestro pasado. Veganizarse no es un acto individual, privado y personal, sino una toma de decisiones global, un compromiso con la evolución, rebelde al modelo social, y que exige (con o sin nuestra aprobación), sacrificios, cambios y la aplicación de tranquilidad, filosofía y pensamiento critico. Hasta tal punto ese paso altera nuestra vida, que algunas no podemos retomar viejas amistades y no podemos relacionarnos con cierto nivel de intimidad y complicidad, con nueva gente no vegana. A veces es triste, pero queremos ser coherentes. Es radical, sí, porque va a la raíz, y si queremos cambiar el mundo, no puede permanecer todo igual, ocupándonos de la hojarasca, debemos ir al fondo. No podemos interpretar el papel de Celestina en el escenario de Hamlet y con las actrices de Un tranvía llamado Deseo, es otra época, otro guión y otra emoción.
Sin la conciencia del cuerpo, el ser humano ha construido un infierno moral para el ser humano. Buscando leyes éticas que universalicen los comportamientos con objeto de prevenir males mayores, hemos acotado nuestras libertades individuales y colectivas. El conflicto de la eutanasia, o el de la interrupción del embarazo son ejemplos de cómo la libertad individual queda coercida por el pensamiento colectivo o de algunas elegidas para representarlo, y donde los plenos derechos a disponer del propio cuerpo se ven restringidos en el momento en que la hembra se halla fecundada o que la persona desea, simplemente, morir. En ambos casos parece que la sociedad es altruista, benigna y generosa apostando por la vida como condición sagrada, pero no tiene problema en condenar a muerte a miles de millones de personas para ser convertidas en carne. Hay algo perverso en ello, ni siquiera de doble moral o disonancia cognitiva, hay algo enfermo. La decisión de prolongación artificial de la vida que sufre y desea no hacerlo, es tan individual como la generación de vida por los mismos métodos.
Sin embargo, en el discurso animalista para sostener el veganismo se suelen citar a figuras como el legendario Jurek Scott y otras numerosas superatletas que desafian con sus dietas veganas todas las fronteras y pulverizan el mito de la proteina animal como ingrediente mágico, tambien usamos la mención de celebridades como la actriz Natalie Portman o Joaquin Phoenix, guapas y talentosas profesionales, asi como multiples personalidades que destacan o destacaron en los campos de la ciencia, las artes, la lógica, la cultura... Pero no debieramos no ser tan exigentes con nuestros ejemplos, y recurrir tal vez a gente comun, ciudadanas normales con las cuales no epatar sino empatizar por la cercania de la vulgaridad. Las gordas, las viejas, las feas... ¿dónde quedamos? ¿Nos hallamos obligadas a seguir una dieta vegana para lograr récords deportivos, portadas en revistas o nombres en las enciclopedias?. Bueno, siempre nos quedara la ética, el refugio de la razón. Ahí está siempre ella, la que no sufre las modas, la que sobrepasa las expectativas y los logros, la que siempre sirve de referencia contra las tradiciones crueles, las inercias en las brutalidades, los comportamientos codificados, la indiferencia, la empatia destructiva y todos los muchos motivos del holocausto animal. Por eso el proselitismo vegano, por la soledad y la tristeza, porque los demás animales están siendo encerrados en pequeñas cajas, revolcándonse en su propio hedor, porque se mueren de desolación antes de que los maten de muerte forzada, empuñando sus gulas y avaricias como razones. Porque no sé llamarme ser humano sin luchar, porque no puedo disfrutar gratuitamente de lo que anteriores luchadoras consiguieron para mí, porque no puedo aceptar el asesinato y la esclavitud.. Por eso, porque es mi deber y mi derecho, por no parasitar, porque me rebelo aprendiendo la responsabilidad de llorar
Para que una persona crezca debe, en algún momento, sentirse traicionada por sus progenitoras, quien no cambia está condenada a repetir los errores heredados, no sólo las virtudes. Sólo mediante ese mecanismo de incumplimiento de las expectativas creadas puede definitivamente romperse el cordón umbilical que une a ellas. Y de ese modo poder arriesgar, equivocarse, acertar y ser independiente. Es el único modo de mejorar. Si alguien sigue con puntualidad las huellas de sus progenitoras esta condenada a no avanzar, a cometer los mismo errores y a defraudarse a sí misma y a la sociedad, subdesarrollándose. Pretender aceptar que una persona ame a las no humanas o llegue a entablar discusos de respeto sobre personas no humanas, mientras su nevera parece un tanatorio y su estómago una fosa comun, es hipócrita. Si no aceptarías como pareja sentimental a alguien que diera palizas a los animales ¿por qué se la acepta comiéndose sus cadáveres?.
Hemos normalizado que la transición al veganismo (incluso en su versión mas básica de la dieta), sea un proceso que dure toda la vida de las personas. Somos así de generosas. Seríamos menos generosas si nos importaran las no humanas. Seríamos menos generosas si el recipiente dolido -si la víctima-, fuera por ejemplo una persona humana. Y definitivamente seriamos radicales (es decir, que nos importarían verdaderamente las no humanas), si esas víctimas fueran nuestras amantes, amigas o miembras de nuestra familia. Ahí sí nos alzaríamos de indignación y rabia, incluso seríamos respetadas por la sociedad y perdonadas en juicios. Las defensoras del bienestarismo hacia las nohumanas exigen un máximo de 15 fracciones de segundo para la muerte de la vaca que se quieren comer, gracias a la pistola de aturdimiento, mientras las defensoras de la tauromafia exigen 15 minutos para la duración de la muerte del toro con el cual disfrutan viendo morir, desde su salida a la arena hasta el estilete que le secciona la médula espinal. Ninguna de esas dos exigencias habla de derechos para las nohumanas, porque que te maten no es un derecho, sino un crimen. Y las animalistas no somos criminales. Pero estamos demasiado ocupadas jugando a ser salvadoras. Estamos demasiado ocupadas asumiendo el chantaje emocional que supone tolerar a nuestras familias zamparse trozos de personas mientras nos miran con benevolencia exigiendo nuestro afecto, convencidas de que les vamos a perdonar sus "pecadillos", o que incluso vamos a comprender y respetar cuando esgriman su heredado "derecho a comer carne", para persuadirnos de una inventada legitimidad a hacerlo. Estamos demasiado ocupadas salvando perros y gatos, buscando casa de adopción, en lugar de atacar inmisericordemente el grifo de donde sale esa superpoblación de perros y gatos, obligando a las instituciones a hacerse cargo de ese SU problema. Estamos ocupadas en guerras intestinas de desgaste, donde no se trata de anular mediante la reacción, sino mediante la distración. Las animalistas suelen tener bajo su cuidado diversas no humanas rescatadas de la explotación, o de malos tratos, cuyo cuidado merma las energias y el tiempo de las activistas que pudieran dedicar a la abolición de los problemas, concentrando sus esfuerzos en las consecuencias del especismo. La estrategia pasa por buscar modos de cerrar las fuentes de la explotación, y esa debiera ser una prioridad, porque si sólo cuidamos víctimas jugamos al juego de las mercaderes, nutriendo con enormes cantidades de dinero la industria del mascotismo y del chantaje emocional. Las guerras entre humanas ya no consisten en matar personas, sino en herirlas, de mayor o menor gravedad, para que un porcentaje de las potenciales luchadoras del bando enemigo se dediquen a eso, a cuidar, no a ganar la guerra, y perdón por el lenguaje militar que estoy empleando. Estamos demasiado ocupadas desocupándonos de las no humanas, dejándolas morir para tener paz en nuestros hogares.
Pero los hogares deben arder, forma parte del código evolutivo, las hijas deben obligatoriamente desobedecer a las madres, para que la sociedad avance. Malo si te pareces a tu madre, peor si te pareces a tu abuela. Hay que matar a las viejas costumbres, las viejas jaulas, los vetustos grilletes, las ancianas cadenas -templadas con nuevos aceros-, y el precio no será muy alto, porque tras el primer conflicto, habrá un silencio culpable y luego una comprensión (en la mayoria de los casos). Todo cambia, todo cicla, todo pudre para generar nueva vida. A pesar de que existen evidentes conatos de avance en materia de derechos para las no humanas, como aboliciones de tradiciones criminales, prohibiciones de circos con animales, parques zooilógicos clausurados, restricciones cinegéticas severas, ... el grueso de la matanza, es decir la casi totalidad de los asesinatos, se llevan a cabo para llenar las panzas frustradas de una población, cuyo infantilismo irresponsable y su miedo autocomplaciente, les impide comprender que matar siempre está mal, lo permita la ley o no.
Como en la Cueva De Chauvet, la dinámica de la vida exige movimiento, creatividad y nuevos enfoques. La felicidad no es un estado, ni siquiera una circunstancia, ni tan siquiera un cúmulo de circunstancias asociadas a las buenaventuras o veleidades de la suerte. La felicidad es una cifra de endorfinas circulando por un cerebro, y no responde a agentes exteriores. Por ello puede ser más feliz una niña dibujando en la arena con un palo que la persona con más dinero del mundo dando la vuelta a éste. La muchacha más sola del mundo puede ser inmensamente más feliz que la más adorada por la gente.
Hoy, en tiempos de egoísmo y desarraigo humano, es muy importante crear hogares seguros, lugares donde la lógica y la empatía celebren encuentros. El poder y sus promesas y sus privilegios siempre dividieron a las personas. Hoy, más que nunca, es importante conciliar sin usar la falta de escrúpulos como argumento. Escucha los motivos por los cuales tu hija se hace vegana, comprende las emociones y el deseo de la vida cuando alguien cercano decide abrazarlas más allá de la inercia social, para renunciar a explotar a seres inocentes. No es una moda, no es un pasatiempo, no es una jerarquía ni una arrogancia, es un imponderable, uno más de ellos sin los cuales no podremos, como sociedad, llamarnos evolucionadas y decentes. Crea un hogar seguro allá donde vayas, sé el hogar en el cual quisieras vivir.
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