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miércoles, 15 de abril de 2020

LA DESVANECIDA




La muchacha nació, claro, con todas las piezas. Un tantito menuda acaso, pierna corta, brazo sucinto, cuello sutil y hombro breve: cualidad muy práctica por cierto para llegar pronto al suelo cuando se caía accidentalmente, y hacerse así menos daño, o para ponerse los zapatos sin descender en exceso. En todo caso, venía con todas las prestaciones de fábrica, su pelo, sus costillas, su arco supraciliar, su pleura, su útero... e incluso algún lunar extra en lugares estratégicos los cuales enriquecían su cuerpo. Por estar, estaba tan completa que incluso no tenía marido ni hijas, pese a las presiones de familia y convecinas. Una muchacha completa, digo, con sus ideales de izquierda y su bondad. No era excesivamente celosa con su aspecto, por eso tardó algunos días en apercibirse de que la faltaba media luna de la uña de un dedo.

Una mañana, mientras se recortaba las uñas de los dedos del pie derecho, se dió cuenta de que la punta de una de las uñas había desaparecido, sin más. Sin traumas ni dolores ni sangre, se había esfumado. La médica la miraba con sorna cuando fue a visitarla por este descubrimiento, asegurando que seguro fue un mal golpe, un accidente, porque una media uña no se va así como así. De modo que ni siquiera la auscultó ni la recetó nada. Fue unas semanas más adelante, en la visita regular a la ginecóloga, que ésta la informó de que carecía completamente de matriz.

El susto entonces fue inmenso. Esa matriz siempre había estado ahí, en otras visitas. Creyó que enloquecía. Nada la dolía, ninguna hemorragia ni mal corte o desgarramiento: simplemente su matriz NO estaba, como no está algo que siempre estuvo, como se pierden unas llaves, un nota en un papel o la autoestima... Las cosas fueron poniéndose más trágicas y curiosas a medida que desaparecieron dos dedos completos de la mano izquierda, parte de la oreja derecha, mechones enteros de cabello y un pedazo de cadera. A partir de ese suceso, toda su familia y amigas empezaron a esfumarse ante el presagio, dejaron de hablarla, o la desaparecían teléfonos y direcciones de su agenda, sin más, como si nunca hubieran estado, o la amonestaban en imperativo, recomendándola a ciegas cientos de consejos, ordenándola por su bien esto o lo otro.


Lo único irrefutable es que perdía su cuerpo y alrededores, día a día, pero no sólo su cuerpo, una mañana se levantaba con su ánimo y por la tarde ya no lo tenía, o amanecía sin su valor o sin las ganas de las ganas. Sus pérdidas carnales se alternaban con la disipación de sus virtudes, la ropa, tabiques y habitaciones enteras de su casa, convirtiéndola a ojos de quienes la conocían -y con el tiempo, de quienes no la conocían-, en una especie de ser a evitar, de casta intocable, de apestada. Nadie se pasea por la calle con tantas ausencias sin ser reparada en ello. La depresión crecía en su interior por semanas, hasta el día en que la propia depresión la abandonó. De su cuerpo solamente quedaba una vocecita que se difuminaba entre el rumor del tráfico y el gorjear de las aves de la ciudad.

Simplemente desapareció, ni mensajes de voz en su teléfono fugado, ni cartas en su buzón inexistente, ni ficha laboral, ni documentos de identidad, ni registro ni fehaciencia. Nadie se preocupó de ella. Nadie la desvaneció pero entre todas la desaparecieron.

Aunque ella era consciente de su invisibilidad, deambulaba sin pasión ni motivos, atravesada por la gente que caminaba por la calle y que inadvertían su transparencia. Hasta que un día, sentada en el banco de un parque, en una esquinita, rezando para que nadie se posara sobre ella al no percatarse de ella, se acomodó a su lado una mujer de mediana edad, con una chaqueta y una bufanda violeta algo gruesa, porque hacía algunos días que refrescaba, y la dijo hola.

Hola, la dijo. Simplemente, hola, pero la sorprendió tanto, que se sobresaltó. Aún no había desaparecido su capacidad de sorprenderse, pensó de inmediato. La mujer la sonrió al liberar su bisílabo, con una sonrisa inteligente y cómplice, era una boca que abrazaba y escuchaba, pensó. La mujer la preguntó sin invasiones, la contó sin incomodidades, la habló de sí misma, de la vida, del mundo, de las cosas sencillas, del camuflaje de los gorriones y de los días de lluvia con libro, en pasajes sensatos y cercanos, fue una conversación de apenas media hora, que animó mucho a la chica.

Cuando llegó a su casa invisible empuñaba en su mano desaparecida un papelito real, tangible, con el número de teléfono de la mujer.

Se vieron más veces, incluso regularmente, la gustaba estar con ella, como el extraño reencuentro con algo que nunca conoció, y siempre tras cada cita descubría, en la misma calle o trajinando por casa o en una coincidencia fugaz con el espejo, que la había reaparecido una ceja, el empeine del pie, la clavícula, los cordones de las zapatillas o -una tarde- una pierna entera. A medida que se desdesvanecía, crecía su capacidad de indignarse, aprendía cosas, recuperaba palabras y placeres, sus conversaciones con la mujer duraban horas, y en cuestión de semanas, su cuerpo al completo, su casa al completo, su trabajo y su vida habían reaparecido. Entonces agrupó valor para conocer a otras personas, diferentes a las que la habían abandonado y desaparecido. Gente diferente, la gran mayoría otras mujeres, que la enseñaban a enseñarse, que la abrían ventanas con aires frescos, y la hicieron leer libros, otros libros donde se mostraban otros asuntos que no conocía.

Había vuelto, rotundamente, tan rotundamente consciente de sí misma y de su cuerpo que fue a partir del primer porito en su espalda, el primer bultito que escupió la primera plumita, que ya supo que la estaban creciendo unas alas y que en poco tiempo podría echar a volar. Esa conciencia poderosa y emocionante que la haría después ponerse su abrigo y su bufanda para ir a charlar con todas las desvanecidas que encontrara por la vida, en un banco de un parque, aquejadas de una desaparición cualquiera. De esas que hace la sociedad con tantas mujeres.

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