La
muchacha nació, claro, con todas las piezas. Un
tantito menuda acaso, pierna corta, brazo
sucinto, cuello
sutil y hombro
breve: cualidad muy práctica por cierto
para llegar pronto al suelo cuando se caía accidentalmente,
y hacerse así
menos daño, o para ponerse los zapatos sin
descender en exceso. En todo caso, venía con todas las prestaciones
de fábrica, su pelo, sus costillas, su arco supraciliar, su
pleura, su útero... e incluso algún lunar
extra en lugares estratégicos los
cuales
enriquecían su cuerpo. Por estar, estaba tan completa que incluso no
tenía marido ni hijas, pese a las presiones de
familia y convecinas. Una muchacha
completa, digo, con sus ideales de izquierda y su bondad. No
era excesivamente
celosa con su
aspecto, por
eso tardó algunos días en apercibirse de que la faltaba media luna
de la uña de un dedo.
Una
mañana, mientras se recortaba las uñas de los dedos del pie
derecho, se dió cuenta de que la punta de una de las uñas había
desaparecido, sin más. Sin traumas ni dolores ni sangre, se había
esfumado. La médica la miraba con sorna cuando fue a visitarla por
este descubrimiento, asegurando que seguro fue un mal golpe, un
accidente, porque una media uña no se va así como así. De modo que
ni siquiera la auscultó ni la recetó nada. Fue unas semanas más
adelante, en la visita regular a la ginecóloga, que ésta la informó
de que carecía completamente de matriz.
El
susto entonces fue inmenso. Esa matriz siempre había estado ahí, en
otras visitas. Creyó que enloquecía. Nada la dolía, ninguna
hemorragia ni mal corte o desgarramiento: simplemente su matriz NO
estaba, como no está algo que siempre estuvo, como se pierden unas
llaves, un nota en un papel o la autoestima... Las cosas fueron
poniéndose más trágicas y curiosas a medida que desaparecieron dos
dedos completos de la mano izquierda, parte de la oreja derecha,
mechones enteros de cabello y un pedazo de cadera. A partir de ese
suceso, toda su familia y amigas empezaron a esfumarse ante el
presagio, dejaron de hablarla, o la desaparecían teléfonos y
direcciones de su agenda, sin más, como si nunca hubieran estado, o
la amonestaban en imperativo, recomendándola a ciegas cientos de
consejos, ordenándola por su bien esto o lo otro.
Lo
único irrefutable
es que perdía
su cuerpo y alrededores,
día a día, pero no sólo su cuerpo, una
mañana se levantaba con su ánimo
y por la tarde ya no lo
tenía, o amanecía sin su valor o sin las ganas de las ganas. Sus
pérdidas carnales se alternaban con la disipación
de sus virtudes, la
ropa, tabiques y
habitaciones enteras
de su casa,
convirtiéndola a ojos
de quienes la
conocían -y con el tiempo, de quienes
no la conocían-, en una especie
de ser a evitar,
de casta
intocable, de apestada.
Nadie se pasea por la calle con tantas
ausencias sin ser reparada en ello.
La depresión
crecía en su
interior por semanas,
hasta el día en
que la propia depresión
la abandonó. De su
cuerpo solamente
quedaba una vocecita que se
difuminaba entre el rumor del tráfico y el gorjear de las
aves de la
ciudad.
Simplemente
desapareció, ni
mensajes
de voz en su
teléfono fugado,
ni cartas en su
buzón inexistente,
ni ficha laboral, ni documentos
de identidad, ni registro
ni fehaciencia. Nadie se
preocupó de ella. Nadie la desvaneció
pero entre todas
la desaparecieron.
Aunque
ella era consciente
de su
invisibilidad,
deambulaba sin
pasión ni
motivos,
atravesada por la gente que caminaba por la
calle y que inadvertían su transparencia.
Hasta
que un día, sentada
en el banco de
un parque, en una
esquinita, rezando para que nadie se
posara sobre
ella al no percatarse de ella,
se acomodó
a su lado una
mujer de mediana edad, con una chaqueta y
una bufanda violeta algo gruesa,
porque hacía algunos
días que
refrescaba, y la
dijo hola.
Hola,
la dijo. Simplemente, hola, pero la sorprendió tanto, que se
sobresaltó. Aún no había desaparecido su capacidad de
sorprenderse, pensó de inmediato. La mujer la sonrió al liberar su
bisílabo, con una sonrisa inteligente y cómplice, era una boca que
abrazaba y escuchaba, pensó. La mujer la preguntó sin invasiones,
la contó sin incomodidades, la habló de sí misma, de la vida, del
mundo, de las cosas sencillas, del camuflaje de los gorriones y de
los días de lluvia con libro, en pasajes sensatos y cercanos, fue
una conversación de apenas media hora, que animó mucho a la chica.
Cuando
llegó a su casa invisible empuñaba en su mano desaparecida un
papelito real, tangible, con el número de teléfono de la mujer.
Se
vieron más veces, incluso regularmente,
la gustaba estar con ella, como el extraño
reencuentro con algo que nunca conoció,
y siempre
tras cada cita
descubría, en la
misma calle o
trajinando por casa
o en una
coincidencia fugaz con el espejo,
que la había reaparecido una ceja, el empeine del pie, la clavícula,
los cordones
de las zapatillas
o -una tarde- una
pierna entera. A medida que se
desdesvanecía,
crecía su
capacidad de indignarse,
aprendía cosas,
recuperaba palabras y placeres, sus
conversaciones
con la mujer duraban horas, y
en cuestión de
semanas,
su cuerpo al
completo, su casa
al completo, su
trabajo y su vida
habían
reaparecido. Entonces
agrupó valor para conocer a otras
personas,
diferentes a
las que la habían
abandonado y desaparecido.
Gente diferente, la gran mayoría otras
mujeres, que
la enseñaban a
enseñarse,
que la abrían ventanas
con aires
frescos,
y la hicieron
leer libros,
otros
libros donde se
mostraban otros
asuntos
que no conocía.
Había
vuelto, rotundamente, tan rotundamente consciente de sí misma y de
su cuerpo que fue a partir del primer porito en su espalda, el primer
bultito que escupió la primera plumita, que ya supo que la estaban
creciendo unas alas y que en poco tiempo podría echar a volar. Esa
conciencia poderosa y emocionante que la haría después ponerse su
abrigo y su bufanda para ir a charlar con todas las desvanecidas que
encontrara por la vida, en un banco de un parque, aquejadas de una
desaparición cualquiera. De esas que hace la sociedad con tantas
mujeres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario