En 1957, Ed Gein, una persona vecina de Plainfield (USA), fue detenida tras hallarse en su casa el cadáver decapitado de su última víctima colgando bocabajo de una viga de madera. El hallazgo coincidía en plena época de caza de osos en los bosques locales, donde docenas de hombres estaban acribillándolos, o en garajes desollando a sus víctimas. Legales, eso sí. El cuerpo de la víctima de Gein fue hallado en la posición en que se trocea y desuella a los animales llamados de caza. En su casa la policía encontró también, un cinturón hecho con pezones humanos alineados, tazas hechas con cráneos, objetos hechos con labios de mujer, una lámpara y un sillón de piel humana, máscaras de rostros humanos arrancados colgados de las paredes y una cabeza de otra mujer desaparecida hacía 3 años... Gein vestía a veces un chaleco con tirantes hecho con el torso despellejado de una mujer, así como unas polainas hechas con piel de piernas de mujer o cubría su rostro con rostros de mujeres muertas exhumadas del cementerio de Plainfield. La noticia conmocionó a todo el país y Ed Gein recibió el nombre de ¨El carnicero loco de Plainsfield¨. Su historia se traduciría a guiones de películas tan renombradas e inquietantes como psicosis de Alfred Hitchcock o ¨La matanza de Texas¨, así como la novela y conocido film ¨El silencio de los corderos¨. La sed de sangre de Gein, sin embargo, no era tan excepcional, si lo enfocamos según el prisma antiespecista. La sociedad humana está sustratada en que la vida y los cuerpos de las demás, nos pertenecen.
Nos
electriza la piel saber que existen personas aparentemente
inofensivas capaces de cometer actos semejantes, y nos apacigua
pensar que se trata sólo de alteraciones a un mundo ordenado y
armonioso, de nuestro mundo, donde hemos creído que somos capaces de
respetarnos. Nos conmociona esa brutalidad, indiferencia, frialdad y
falta de escrúpulos en traspasar ciertas líneas, pero no asociamos
que lo que hacía Ed Gein con cadáveres es lo que se hace
cotidianamente en restaurantes, curtidoras, casas particulares,
mataderos o granjas: matar por placer, es decir, necrofilia. Un
placer que llamamos psicopatía cuando el ser humano decide no
asesinar a cualquiera de las millones de especies animales
existentes, para hacerlo con una sóla, la sagrada, la exclusiva, la
intocable: la suya propia. O tal vez con aquellas que hemos decidido
que no se comen en nuestra cultura, como perros o gatos, y que por
ello decidimos que quien sí lo hace, hace mal. La hipocresía como
placebo.
Muy
pocas veces he visto jabalíes vivos, pero documentando
granjas peleteras, una tarde, pude ser testiga del jabali más
grande que ví
en mi vida. Estaba oculto en la maleza y de repente huyó con
nuestra presencia como
una exhalación, como una tormenta oscura y monstruosa.
Maravillosamente monstruosa. Durante unos segundos pude escuchar el
sonido denso de sus pezuñas
empujando su inmensa
animalidad
sobre la hojarasca, con la cresta erizada como un grito de vida,
mientras otras hembras corrían
en su misma dirección. Son imágenes
imposibles de olvidar, la memoria las retiene obsesivamente porque
pertenecen a una modalidad de belleza insoportablemente
bella.
Los
jabalies poseen algo mítico,
son extrañas
criaturas
de pelo duro y aspero, ojos vivamente inteligentes y dulces, hocico
húmedo
y pinceles en la punta de las orejas. Son inmóviles estatuas de
piedra cuando temen, en
ese
segundo ulterior son silencio, luego estampida y después,
ni
siquiera huellas. Desaparecen como sombras, como peces en el vasto
océano
del bosque polaco. Raramente
los veo, pero dejan sus huellas y los rastros de su presencia muy
cerca de mi casa, que es su casa.
Asociar
históricamente la relación del jabali con el ser humano mediante el
nexo de sus
ejecuciones,
es como justificar la existencia de las niñas
con
el
la de la pederastia,
como si los
jabalíes
o las niñas
no existieran para sus propios fines, sino para servir a los
degenerados placeres de personas enfermas. Me aburre soberanamente
ese pesado Pan Tadeusz con el que el sistema educativo polaco ha
torturado a las alumnas durante generaciones, un libro como tantos,
lleno de patriarcado, asesinatos, impiedad, paternalismo,
nacionalismo
y sangre, que espero
sea
algún
día
relegado a las zonas polvorientas de cada biblioteca. La
caza es la mayor expresión de la incapacidad de los machos humanos
-y de algunas hembras aleccionadas en asesinar- para vivir en paz en
tiempos de paz. Parece como que no estuvieran felices sin su
guerra, sin
su violencia.
Sin olvidar que la caza es el pendón de la industria militar,
tanto en armas como en municiones. Otro negocio de machos, como
el de la maldita pirotecnia.
Las luchas contra plagas provocadas por la cría intensiva de cerdos, pollos, vacas, etc, señalan sin embargo también al consumo masivo de proteína animal (carne, pescado, queso, leche, huevos...) de la gente, como causantes de enfermedades. Carne y enfermedades son sinónimo. Y las instituciones -necrófilas estructurales- recurren al fascismo de masacres y exteriminios poblacionales por cientos de miles, de jabalíes, corzos, alces, bisontes, liebres, faisanes, y todo lo que se mueva en el bosque, incluídos perros y gatos u otros seres humanos (que llaman ¨accidentes¨, todavía no entiendo por qué, siendo tan previsibles), además de criminalizar al movimiento animalista que quiere impedirlo.
Que
alguien pueda
ser considerado
“carne”
legitima todos los crímenes que cometamos posteriormente.
Aceptar
que el destino del toro es la plaza o
el del pollo ser carne, es aceptar que el fusilamiento es el destino
de las disidentes a los regímenes dictatoriales o
la violación la consecuencia de que una chica vista
¨provocativamente¨.
El concepto de “carne” es el exponente radicular del fascismo.
Templos,
parlamentos, batidas
de caza...
son los lugares preferidos de los hombres para medirse la fe y la
avarícia, y ver quién la tiene más grande. Todo
poder es corrupto, todo mandamiento es degenerado, desde la
aparente inocencia
de mandar
sentarse a un
perro, el entrenamiento de animales o la propia educación de las
niñas según un patrón jerárquico, hasta el hecho de tener
empleadas a sueldo -la base de la esclavitud-, gestionar una empresa
o dirigir un país. Cuando
llamamos
¨mascota¨
a un perro, legitimamos
llamar ¨comida¨
a un cerdo. Todo poder es fascismo y
abuso de poder, todo ordenamiento es
perverso, toda sumisión es vomitiva. Y en esas bases está hecho el
mundo, en el poder y en la obediencia, por la fuerza bruta o la del
chantaje, por la de un proyecto de bien común o a punta de pistola.
Somos animales enfermos de poder sádico. Toda la civilización está
mal construída. Y
el bosque nos echa de menos.
El
nazismo se fue,
pero dejó
su
más preclara escuela:
la caza.
No
obstante, la realidad del equilibrio nos revela que el
lobo debe volver como
antaño a
los bosques polacos, el es el gran controlador de los ecosistemas,
las cazadoras humanas son tristes asesinas legales, cobardes
francotiradoras al servicio de sus complejos, su envidia de pene y su
megalomania infantil. Quienes
alertan de la maldad del lobo son la misma gente que violan a vacas
para robar su leche durante toda su vida, y luego ejecutarlas,
mientras
ejecutan a sus hijas. Las profesionales del odio, mediocres en todo
menos en la mezquindad, que, aterradas por la sublime altitud del
lobo, por su infinita ternura y pureza, difaman y eliminan al enemigo
con quienes no pueden compararse en belleza. Debemos
recuperar los códigos de cooperación con la naturaleza, permitirla
regenerarse y regularse según
sus necesidades, y no según
nuestra
avaricia.
El parque de Białowieza
debe ser ampliado considerablemente, debemos salvar el bosque
original para que sus
trillones de habitantes dispongan
de
materia
vegetal en descomposición en abundancia, y
que el ser humano deje de manosear y dibujar el mapa de la tierra
como quien
ordena
un
armario.
Un gobierno que destruye los tesoros naturales y trata al 55 % de su
población humana -las
mujeres y la sistemática negación de sus intereses- como
ciudadanas de segunda categoria, es un gobierno totalitario.
Y
en ese escenario, nada tan horrendamente
patriarcal como la caza, la cual contiene
predación, invasión, acoso, derribo y destrucción. Si los
objetivos de la civilización fueran velar por la libertad, la vida,
el respeto y el cuidado, la caza sería su antítesis,
así que debe ser
prohibida total y urgentemente. A menos que aceptemos que el
asesinato pueda formar parte de la
civilización, la caza debe ser erradicada.
Mientrastanto,
en demasiados lugares del bosque, una de
las bravuconadas
más celebradas
de la gente que caza, es la de ejecutar a una hembra preñada, o a
una que esté amamantando y haya dejado sus crías en la madriguera.
Además de la madre matada, la camada agoniza durante días de hambre
y sed, lentamente, una a una, esperando a una mamá que jamás
llegará. Esto no importa a la protohumana cazadora, está muy
ocupada digiriendo cadáveres y usando todo su cociente intelectual
en defender su derecho a asesinar. Nada más
corrupto que la
expresión “muerte humanitaria”, aunque
ciertamente la humanidad está íntimamente asociada a la
muerte prematura.
Actuar
sin pensar es tan inútil como pensar sin actuar. Todo
lo que compramos,
hacemos
o decimos
son decisiones políticas. Solo el pensamiento es libre y neutro.
Matar
animales nos
hace miserables,
justificar esas muertes, repugnantes.
Que adoremos
o que despreciemos
al animal que condenamos
a muerte, como
a menudo se usa como argumento en defensa de los asesinatos y
concretamente en lo referente a la cinegética, al
animal
no le importa lo
más mínimo. Porque
el animal quiere
vivir, y nuestro
acto lo mata, no la
palabra. El deseo de la vida es más poderoso que todos nuestros
balbuceos sobre tradición, necesidad, gastronomía o deporte. Sólo
quien entiende por qué defender a la infancia, entiende por qué
defender a los animales. Matar
es lo
más fácil
del
mundo,
mantener la
vida,
lo más dificil. Pero
también lo más noble, necesario y urgente.
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