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viernes, 16 de agosto de 2019

SABER Y HACER



Yo ya sabía, quiénes eran los animales antes de ser una de ellos. Ya sabía que estaba con ellos antes de ser una de ellos. Me medio crié en un pueblo pequeño, ví sus vidas y sus muertes, y acarreaba 10 o 15 kilos de material fotográfico por las montañas, ni llevando botella de agua para ahorrar peso, y bebiendo en las charcas donde bebían los jabalíes, apartando larvas de mosquitos, comiendo lo que encontrara, frutos, hojas y raíces, lo que ellos comían y lo que sabía que era comestible, siendo indescriptívamente feliz.

Yo ya sabía quiénes eran los animales antes de ser una de ellos. Luego llegaba a una casa y comía animales. Había visto y fotografiado muchos durante el día, pero en casa los comía, sin pensar, hasta que pensé sintiendo y dejé de hacerlo, porque realmente, si fotografiaba con igual pasión una oveja que un quebrantahuesos, no tenía pies ni cabeza que asesinara a uno y me admirara con el otro.

Yo ya sabía quiénes eran los animales antes de ser una de ellos. Me causaba una catarata de endorfinas verlos, desde un perro hasta un gorgojo, todos me siguen pareciendo bellísimas criaturas con quien compartir la estancia transitoria de la vida, respetar, aprender, recuperar lo que la sociedad nos hace olvidar, de ellos, con ellos, y para ellos también. Y cuando escribo sobre lo que me emociona de los animales, lloro, cada vez más, como si las lágrimas se retroalimentaran, como si la edad no pudiera hacernos más ásperas e insensibles, lloro de pura emoción y a veces de pura razón, viendo lo que somos capaces de hacerles. Lloro viendo a la orangutana recomponiendo su propio cuerpo para hacerse nido del pequeño cuerpo de su cría, como si no fueran dos, y lloro viendo al otro orangután aquel del video donde atacaba la excavadora que destruye su casa, desesperado porque aunque no lo maten los cazadores, lo va a matar el exilio a ningún lugar. Los animales no se desplazan, ni deambulan erráticos cuando les arrebatamos sus territorios milenarios, simplemente mueren de hambre y de tristeza. Eso es la extinción.

Yo ya sabía quiénes eran los animales antes de ser una de ellos, por eso su historia es y debe ser obligatoriamente la mía, la nuestra. Siglos de biología y etología macho nos han convencido de que la naturaleza es competición, depredación y sufrimiento. No hay lugar para la debilidad ni la felicidad, todo es terrible y deleznable según la lectura carnista. Los estudios científicos contemporáneos por el contrario, cuestionan ese axioma y descubren que existe eso, pero sobretodo existe -y pesa más en la dinámica natural- las conductas de asociación, simbiosis, sinergias, comensalismos, dependencia mutua, colaboración, interactuación y otras muchas relaciones basadas en la atracción y no en el rechazo. En el mundo animal y vegetal son incontables los muchos otros ejemplos en positivo, de evoluciones paralelas y simpáticas. He aprendido que los animales somos uno, en nuestra gana de vivir libres y tan felices como podamos.

Yo ya sabía quiénes eran los animales antes de ser una de ellos. Pero solemos confundir ¨Sociedad¨ con ¨Mundo, y son dos conceptos opuestos, porque el mundo es la realidad, y la sociedad apenas una deformada visión, un producto hecho por nuestras lentes estropeadas. El sol, como un milagro despreciado a fuerza de cotidiano, asiste a su cita puntual cada madrugada, los árboles cada minuto y segundo nos regalan la posibilidad de respirar y la lluvia nos trae un agua apta para ser bebida. Gracias al sol, a las plantas y al agua, en el margen sólido donde se manifiestan, es que vivimos. ESO es el mundo. Luego inventamos la avaricia, la vanidad, los complejos, la vergüenza, la falta de vergüenza, la ausencia de escrúpulos, la inquina, la mentira, y un conjunto enorme de mezquindades a lo que llamamos con orgullo civilización. En lugar de recibir el sol como el milagro que es, aceptamos la sumisión de la jornada laboral absurda que nos indica. En lugar de recibir los árboles como fuentes de oxígeno, sombra y ganas de vivir, los vemos como madera, y a menudo nos quejamos de que la lluvia nos estropea un domingo de excursión... Somo un despilfarro de sueños rotos, una mala obra de un mal guión en un teatro espectacular cuya altura es muy superior a nuestras mayores expectativas. Por eso debemos volver a ver el mundo como los demás animales.


La primera vez que entré en Auschtwitz lo hice temblando. Era un rito de madurez, donde las peliculas o los libros habían llegado a un impass. Era hora de TOCAR aquellos muros de ladrillo rojo contra los que golpearon y mataron a la gente, ver la textura de la entrada al bloque 10, hablar con las muertas, delinear con los dedos la boca del crematorio que seguía en pie.... Era hora de llorar. Si no lloras en Auschwitz, simplemente eres un estorbo al humanismo. Luego debí volver a Auschwitz, en invierno, para saber qué era estar con poca ropa en aquellos años donde en Polonia se llegaba con facilidad a los -20 grados, imaginarse estar cubierta con harapos, trabajando duro con 1700 calorías de dieta hasta 14 horas al día. Debía una saber cómo era morirse en Auschwitz de frío, para las que sobrevivían al desprecio y la brutalidad, porque la imaginación no sabe ni es conveniente que sepa cómo es eso. Estuve en Majdanek y en Treblinka, pero Auschwitz era el nombre que resonaba como un martírio, visitar ese lugar era una obligación moral para poder hablar del dolor o de la muerte. El destino de las humanas no puede serte indiferente después de haber estado allí. Es fácil hablarle de tú a la muerte cuando no te roza el hombro. Es fácil despreciar el genocidio animal cuando no has estado en un matadero.

Yo ya sabía quiénes eran los animales antes de ser una de ellos. Aprendí a amarlos porque sí, sin reciprocidad. Amar por quienes son, no por quienes son para mí. Aprendí a dolerme de las orcas y delfines en los circos acuáticos, como espectáculo aberrante. Con música esquizofrénica, gentuza subdesarrollada aplaudiendo las piruetas de los cetáceos. La esclavitud a ritmo tecno, mientras la entrenadora ofrece una limosna de peces muertos a la boca gigante que implora una compensación por tantas humillaciones. Es pura perversión contra el triunfo absoluto de la infancia, que es la rebeldía a la autoridad de las adultas. La activista consigue mantener viva a la niña en todas y cada una de las veces que díce no, y protesta, y se explica, y miente si hace falta, y patalea y lucha y desobedece porque sabe que la realidad es mala consejera. La niña -el animal original- florece cada vez que cuestiona la mediocridad de crecer y la obligatoriedad de retorcer cuerpo y mente para adaptarse a una sociedad enferma. La niña, como la activista, se resisten a aceptar lo inaceptable, a convertirse en monstruas. La niña es el triunfo incandescente de la libertad. Nuestra niña interior es el animal primitivo.

Nacimos para hacer tres cosas: vivir, amar y morir. Que en ninguna de ellas tengamos experiencia no justifica el estrepitoso fracaso de la mayoría. Vivir y dejar vivir. El bienestarismo no es dejar vivir, pertenece a los derechos animales no humanos, sino a los humanos, pues pretende adormilar conciencia y responsabilidades, regalando a las víctimas nuestra esclavitud natural, regular su muerte en vida y su muerte final. Ningún animal firmaría la más mínima cláusula respecto a ese tema. La libertad es la responsabilidad más alta del ser humano, la más compleja, porque implica fluctuar entre las obligaciones sociales comunes y el deseo de volar sin regla alguna. Hallar ese término medio donde expresarse plenamente y ser feliz, consiguiendo no provocar víctimas, es un ejercicio de voluntad que dura toda la vida. La capacidad de tener una vida propia, sin necesidad de mendigar consejos al pensamiento único o la moda. Yo ya sabía quiénes eran los animales antes de ser una de ellos. Ahora sigo sus lecciones, recupero el tiempo que perdí. Trato de hablar de ellos cuando hablo de mí.

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