Yo
ya sabía, quiénes eran los animales antes de ser una de ellos. Ya
sabía que estaba con ellos antes de ser una de ellos. Me medio crié
en un pueblo pequeño, ví sus vidas y sus muertes, y acarreaba 10 o
15 kilos de material fotográfico por las montañas, ni llevando
botella de agua para ahorrar peso, y bebiendo en las charcas donde
bebían los jabalíes, apartando larvas de mosquitos, comiendo lo que
encontrara, frutos, hojas y raíces, lo que ellos comían y lo que
sabía que era comestible, siendo indescriptívamente feliz.
Yo
ya sabía quiénes eran los animales antes de ser una de ellos. Luego
llegaba a una casa y comía animales. Había visto y fotografiado
muchos durante el día, pero en casa los comía, sin pensar, hasta
que pensé sintiendo y dejé de hacerlo, porque realmente, si
fotografiaba con igual pasión una oveja que un quebrantahuesos, no
tenía pies ni cabeza que asesinara a uno y me admirara con el otro.
Yo
ya sabía quiénes eran los animales antes de ser una de ellos. Me
causaba una catarata de endorfinas verlos, desde un perro hasta un
gorgojo, todos me siguen pareciendo bellísimas criaturas con quien
compartir la estancia transitoria de la vida, respetar, aprender,
recuperar lo que la sociedad nos hace olvidar, de ellos, con ellos, y
para ellos también. Y cuando escribo sobre lo que me emociona de los
animales, lloro, cada vez más, como si las lágrimas se
retroalimentaran, como si la edad no pudiera hacernos más ásperas e
insensibles, lloro de pura emoción y a veces de pura razón, viendo
lo que somos capaces de hacerles. Lloro viendo a la orangutana
recomponiendo su propio cuerpo para hacerse nido del pequeño cuerpo
de su cría, como si no fueran dos, y lloro viendo al otro orangután
aquel del video donde atacaba la excavadora que destruye su casa,
desesperado porque aunque no lo maten los cazadores, lo va a matar el
exilio a ningún lugar. Los animales no se desplazan, ni deambulan
erráticos cuando les arrebatamos sus territorios milenarios,
simplemente mueren de hambre y de tristeza. Eso es la extinción.
Yo
ya sabía quiénes eran los animales antes de ser una de ellos, por
eso su historia es y debe ser obligatoriamente la mía, la nuestra.
Siglos de biología y etología macho nos han convencido de
que la naturaleza es competición, depredación y sufrimiento. No hay
lugar para la debilidad ni la felicidad, todo es terrible y
deleznable según la lectura carnista. Los
estudios científicos contemporáneos por el contrario, cuestionan
ese axioma y descubren que existe eso, pero sobretodo existe -y pesa
más en la dinámica natural- las conductas de asociación,
simbiosis, sinergias, comensalismos, dependencia mutua, colaboración,
interactuación y otras muchas relaciones basadas en la atracción y
no en el rechazo. En el mundo animal y
vegetal son incontables los muchos otros ejemplos en positivo, de
evoluciones paralelas y simpáticas. He aprendido
que los animales somos uno, en nuestra gana de vivir libres y tan
felices como podamos.
Yo
ya sabía quiénes eran los animales antes de ser una de ellos. Pero
solemos confundir ¨Sociedad¨ con ¨Mundo, y son dos conceptos
opuestos, porque el mundo es la realidad, y la sociedad apenas una
deformada visión, un producto hecho por nuestras lentes estropeadas.
El sol, como un milagro despreciado a fuerza de cotidiano, asiste a
su cita puntual cada madrugada, los árboles cada minuto y segundo
nos regalan la posibilidad de respirar y la lluvia nos trae un agua
apta para ser bebida. Gracias al sol, a las plantas y al agua, en el
margen sólido donde se manifiestan, es que vivimos. ESO es el mundo.
Luego inventamos la avaricia, la vanidad, los complejos, la
vergüenza, la falta de vergüenza, la ausencia de escrúpulos, la
inquina, la mentira, y un conjunto enorme de mezquindades a lo que
llamamos con orgullo civilización. En lugar de recibir el sol como
el milagro que es, aceptamos la sumisión de la jornada laboral
absurda que nos indica. En lugar de recibir los árboles como fuentes
de oxígeno, sombra y ganas de vivir, los vemos como madera, y a
menudo nos quejamos de que la lluvia nos estropea un domingo de
excursión... Somo un despilfarro de sueños rotos, una mala obra de
un mal guión en un teatro espectacular cuya altura es muy superior
a nuestras mayores expectativas. Por eso debemos volver a ver el
mundo como los demás animales.
La
primera vez que entré en Auschtwitz lo hice temblando. Era un rito
de madurez, donde las peliculas o los libros habían llegado a un
impass. Era hora de TOCAR aquellos muros de
ladrillo rojo contra los que
golpearon y
mataron a la
gente, ver la textura de la entrada
al bloque 10, hablar con las muertas, delinear con los dedos la boca
del crematorio que seguía en pie.... Era hora de llorar. Si no
lloras en Auschwitz, simplemente eres un estorbo al humanismo. Luego
debí volver a Auschwitz, en invierno, para saber qué era estar con
poca ropa en aquellos años donde en Polonia se llegaba con facilidad
a los -20 grados, imaginarse estar cubierta
con harapos, trabajando duro con 1700 calorías de
dieta hasta 14 horas al día. Debía una saber cómo era
morirse en Auschwitz de frío, para las que sobrevivían al desprecio
y la brutalidad, porque la imaginación no sabe ni es conveniente que
sepa cómo es eso. Estuve en Majdanek y en Treblinka, pero Auschwitz
era el nombre que resonaba como un martírio, visitar ese lugar era
una obligación moral para poder hablar del dolor o de la muerte. El
destino de las humanas no puede serte indiferente después de haber
estado allí. Es fácil hablarle de tú a la muerte cuando no te roza
el hombro. Es fácil despreciar el genocidio
animal cuando no has
estado en un matadero.
Yo
ya sabía quiénes eran los animales antes de ser una de ellos.
Aprendí a amarlos porque sí, sin reciprocidad. Amar por quienes
son, no por quienes son para mí. Aprendí a dolerme de las orcas y
delfines en los circos acuáticos, como espectáculo aberrante. Con
música esquizofrénica, gentuza subdesarrollada aplaudiendo las
piruetas de los cetáceos. La esclavitud a ritmo tecno, mientras la
entrenadora ofrece una limosna de peces muertos a la boca gigante que
implora una compensación por tantas humillaciones. Es pura
perversión contra el triunfo absoluto de la infancia, que es la
rebeldía a la autoridad de las adultas. La activista consigue
mantener viva a la niña en todas y cada una de las veces que díce
no, y protesta, y se explica, y miente si hace falta, y patalea y
lucha y desobedece porque sabe que la realidad es mala consejera. La
niña -el animal original- florece cada vez que cuestiona la
mediocridad de crecer y la obligatoriedad de retorcer cuerpo y mente
para adaptarse a una sociedad enferma. La niña, como la activista,
se resisten a aceptar lo inaceptable, a convertirse en monstruas. La
niña es el triunfo incandescente de la libertad. Nuestra niña
interior es el animal primitivo.
Nacimos
para hacer tres cosas: vivir, amar y morir. Que en ninguna de ellas
tengamos experiencia no justifica el estrepitoso fracaso de la
mayoría. Vivir y dejar vivir. El
bienestarismo no es dejar vivir, pertenece
a los derechos animales no humanos, sino a los humanos, pues pretende
adormilar conciencia y responsabilidades, regalando a las víctimas
nuestra esclavitud natural, regular su muerte en vida y su muerte
final. Ningún animal firmaría la más mínima cláusula respecto a
ese tema. La libertad es la responsabilidad más alta del ser humano,
la más compleja, porque implica fluctuar entre las obligaciones
sociales comunes y el deseo de volar sin regla alguna. Hallar ese
término medio donde expresarse plenamente y ser feliz, consiguiendo
no provocar víctimas, es un ejercicio de voluntad que dura toda la
vida. La
capacidad de tener una vida propia, sin necesidad de mendigar
consejos al pensamiento único o la moda.
Yo ya sabía quiénes eran los animales
antes de ser una de ellos. Ahora sigo sus
lecciones, recupero el tiempo que perdí. Trato de hablar de ellos
cuando hablo de mí.
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