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viernes, 29 de marzo de 2019

PARA SER MEJORES





Existe una enfermedad neurológica denominada Insensibilidad congénita al dolor con anhidrosis o CIPA, y que consiste en que las personas no sudan ni sienten dolor. Puede parecer practico no sufrir, pero el no hacerlo deriva en no sentir molestia a malas posturas corporales, lo cual a su vez provoca deformaciones, inflamaciones, infecciones, etc. La mayoria de bebés nacidas con ella, no sobreviven a los dos años de edad por esos motivos. El dolor es nuestro amigo, nuestro escudo, nos previene de las agresiones y nos defiende de nuestros errores. El dolor físico o psíoquico son aliados, pero bajo la condición de que nos mantengamos alejadas de ellos, porque supone un deterioro de nuestro bienestar. Por esa misma razón sabemos que las demas sufren y por lógica no deberíamos provocarlo.

A diferencia de los campos nazis, el sistema alimentario no puede ocultar los resultados de su comportamiento. Pueden velarse las crías intensivas tras altas alambradas en naves anodinas, pueden ocultarse los transportes con nocturnidad o con ventanas pequeñas, pueden esconderse los asesinatos, las torturas, el maltrato de la esclavitud y los campos de trabajo, justificando la cosificación con muros de palabras, pero el resultado final, el sentido de todo ello, el llamado producto -un trozo de carroña, un despelleje curtido, unos flujos, excretaciones y menstruaciones, eso que la gente compra como comida-, no puede ocultarse, sólo maquillarse. El proceso de mentira de los productos de origen no humano debe ocultarse para no desalentar a las buenas personas que pudieran renunciar a boicotearlo. Con respecto a las malas personas, simplemente no hay cura, existen desde hace milenios y harían locuras para conseguir dichos productos. La concienciación no es todo, hay que prohibir, del mismo modo que se prohiben las violaciones a mujeres o la pederastia.

En su libro "Memorias de un marchante", Ambroise Vollard afirmaba con sarcasmo que un cuadro es lo que más tonterías escucha del mundo, sin rebatir dicha reflexión quisiera enfatizar que no el cuadro, sino la activista por la liberación animal es quien más absurdos oye durante su vida. Terneras asesinas, pepinos despellejados vivos, ensaladas decapitadas, zanahorias mutiladas, espinacas degolladas, chimpances sacaojos,.... el rosario de despropósitos es demencial. Mientras se preguntan ¨¿qué hace MI carne pegada al cuerpo de ese cerdo?, ¿qué hacen MIS huevos dentro de la gallina?, ¿qué hace MI petróleo bajo tierras de otras?, ¿qué hace MI leche en la boca de la ternera?, ¿qué hace MI ropa en las manos esclavas?, ¿qué hace lo que ME pertenece antes de llegar a mí?.... Demostrando que la unión sentimental más tóxica de todos los tiempos es la pareja de hecho entre la Falta de Escrúpulos capitalista y la Avarícia de la gente de países enriquecidos.

Difundir los derechos animales mediante la idea de que los animales son adorables y simpáticos, es como basar el feminismo en que las mujeres son nuestras madres y hermanas. La fuerza sirve igual para plantar cien árboles que para pegar a alguien, no es sinó el sentir pensando, el sentido de nuestros actos. Somos animales sociales, por eso el ostracismo o la popularidad son dos extremos de un mismo patrón de conducta. El rechazo o la aceptación a un comportamiento lesivo a las demás determina los códigos, aceptándolos o rechazándolos, pues forman parte de una pedagogía en la multitud o una normalización de esa lesión. La amabilidad, la permisibilidad, la indiferencia o la comprensión -que pueden ser provisionalmente estratégicas en el proselitismo, siempre y cuando veamos posibilidades de cambio- son un grado de aceptación. No se trata de creerse superiores, sino de mantenernos en el lado de la justícia, la igualdad, el veganismo y el respeto. No es santurronería, sino decencia y justícia. Si aceptamos la corrupción, corrompemos a quien la comete, porque genera víctimas. Si aceptamos el carnismo, igual, si toleramos el racismo en muchos modos lo mimamos. Es fácil relajarse cuando no es nuestro el sufrimiento, es fácil banalizar el mal porque en definitiva de él está hecha la civilización, su material de construcción preferido. El bien y el mal sólo son relativos cuando no lo sufrimos en la propia piel.

El consumo de carne crece exponencialmente al nivel de frustración de la sociedad, que halla en los placeres rápidos, intensos e irreflexivos, un marco de exhaltación de la juventud. Los placeres rápidos (sin importar si alguien los sufre), hacen olvidar a esas víctimas y olvidar al tiempo los propios problemas y nuestra responsabilidad de luchar contra ellos. El capitalismo es la fiesta del anonimato criminalizado y la santificación de la egolatría como modo de ahuyentar el miedo a la muerte o la exclusión social. La sociedad capitalista nos hace arrojarnos por barrancos, siempre y cuando todas nos arrojemos. El capitalismo es el virus que se come el cuerpo donde se aloja sabiendo bien que morirá con él, es Nerón engolando la voz al pulsar su lira cuando Roma y su propia casa ardían, es millones de personas endulzando su extinción, como bobas que se acarician los comportamientos en las calles y en las redes sociales. El consumo de carne ya no es el lujo de hace 100 años, sino la determinación de la falta de escrúpulos, el altar de la indiferencia y el despilfarro. ¨Comer carne es un derecho humano¨, nos chillan mercaderes y hedonistas, cuando en realidad asienta el orígen de todas las desigualdades: la de pensar que alguien es inferior a alguien.

Pero el carnismo es una patología que se cura sintiendo. El idioma castellano la contempla bien en la disimilitud de los verbos “ser” y “estar” (en su equivalente polaco “być” i “przybywać), los cuales acertadamente nominan dos situaciones diferentes, como son “ser una borracha”, o “estar borracha”, o por ejemplo, lo que coloquialmente llamamos “estar negra” (harta) o “ser negra” (raza). No es lo mismo. El idioma inglés no hace distinciones, es “to be”, y hay que matizarlo con expliciones posteriores, lamentablemente. En esta dinámica lingüística, el carnismo no se concibe como una condición sine qua non, donde la persona que lo sufre no puede vivir sin carne o productos animales, sino que se trata de un condicionamiento cultural sólidamente apoyado en el placer de comer. No se ES carnista, sino que se ESTÁ carnista, del mismo modo que se ES zurda o se ESTÁ sufriendo de cataratas. Es muy importante diferenciarlo para poder tratarlo, y un buena parte del activismo animalista se dirige a corregir esta patología, pero no debemos olvidar que hay mucha gente profundamente enferma de carnismo y de falta de empatía. Para ellas la sociedad algún día usará las leyes, porque en definitiva a veces parece que la coerción es el único argumento eficaz.

El espíritu de la renuncia es incómodo en tanto cuestiona la legitimidad de ciertos comportamientos injustos que hemos llamado derechos -o ¨daños inevitables¨, en el más pomposo de los casos-, y que deben desaparecer para la construcción de una sociedad sin víctimas. Antes de comprender incluso por qué renunciamos (reflexión sometida a la capacidad de juicio y pensamiento crítico de cada cual, las cuales no siempre alcanzan el nivel de comprensión necesario), hay que ponerse en la piel de las víctimas. Nuestra hambre no justifica el sacrificio o la esclavitud de una vida que sintió, tuvo miedo y quiso seguir viviendo como cada cual. El deseo sexual o la urgencia del afecto no legitiman la invasión contra otra persona que no late a nuestro ritmo o sencillamente, no vibra con nosotras. Las ganas de algo no son nada más que las ganas de algo, meras pulsiones fisiológicas que a menudo entran en conflicto con un comportamiento decente y correcto -es decir armónico-, para maximizar nuestro impacto emocional durante la vida y minimizar el desastre material de nuestra existencia. Culpar a la sociedad para acreditar el derecho a hacer a nuestro antojo es el triunfo de la banalidad del mal, y aducir los pretendidos benefícios de una acción -mientras persiste el victimario producido por esta-, es un insulto a quien sufre, a quien castiga, a la sociedad y a todo el proceso civilizatorio. ¨No querer es poder¨, dijo Pessoa, y ahí está la verdadera fuerza personal, contra la inercia de una masa adicta que se precipita a un acantilado sin poder dejar de correr hacia él, o silbándose músicas ligeras para fingir que no sabe lo que está sucediendo.

Un posible decálogo sobre nuestras relaciones con los animales (humanos y no humanos), podría ser:

1- Todos los animales sufrimos al ser explotados
2- No existimos animales felices de su esclatitud
3- El mito de esa “felicidad” surge del privilegio de quienes esclavizan
4- Ninguna raza animal existe naturalmente
5- Todos los animales sufrimos la muerte, independientemente del modo
6- Toda explotación y ejecución humana de otros animales surge del capricho
7- Toda explotación animal tiene un alto coste ecológico
8- La explotación de recursos mata muchos más animales que la propia dieta
9- Toda explotación animal frustra sus intereses vitales
10- El veganismo es moralmente superior porque trata de evitar todo lo anterior

Debemos actuar, legislar y pensar teniendo en cuenta esas situaciones y realidades. Con los animales y no contra ellos, con la naturaleza y no contra ella.







































































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