La
Oveja Maya llegó a casa la mañana
de la noche en que los ciervos cantaban
nanas a la luna. Quizás atraída por la
seductora berrea o quizás por alguna otra razón oculta, en
aquella madrugada
inquieta, vimos
por la ventana que ella estaba
a las puertas del cercado que perimetra la casa, mirando hacia
dentro. Salí a buscarla y tras dos horas
de correr medio desnuda por
los campos ofreciéndola zanahorias y hojas de apio, pude ponerle un
collar para traérmela, el cual por unos
minutos rechazó tirándose al suelo como un gato.
La instalamos en el gallinero, no es el lugar ideal pero es cálido y
a resguardo, donde duerme todavía, junto a los ocho
gallos. Sus lanas estaban sucias y como
no es fácil
manejar a un mamífero de 70 kilos, todo hay que hacerlo con su
consentimiento y confianza,
por eso aún lleva colgando las rastas sucias del lugar donde vivó
antes, encerrada y durmiendo sobre sus propios excrementos, como
millones de animales, sólo en Polonia.
Oler
a Maya es oler mi infancia en el pueblo
español donde las calles y las casas olían a corderos. He
visto matar muchos, por eso Maya decidió ser embajadora de la
cultura del cuidado y de la cauterización
de heridas por todo lo que ví. Sólo a cambio de verduras y
heno, nos regala la noción de redención, como un fueguito
en la noche. Es una oveja
con mucho carácter, salta de lado como una cabrita y cierra los ojos
cuando la rasco las orejas, la cabeza o los lugares del cuello donde
ella no llega. Vino al mundo a jugar y a ser feliz, como todas, a
comer comida rica y a ponerse gordita. Se
sabe que es feliz porque suspira (¿alguien escuchó a una oveja
suspirar?).
Tres
meses después de llegar, comprendímos
por qué Maya escapó: unos días antes de
Navidad, al ir a abrir la puerta del gallinero donde dormía,
amaneció con
dos corderitas. Maya llegó embarazada y quiso que sus hijas no
nacieran esclavas, quería que sus
hijas fueran
libres. Así llegaron a nuestras vidas también, Sol y Lluvia. Sol
era muy pequeño y flaquito, de lana rizada y compacta; y Lluvia era
sólida y de lana alargada, las dos con la
misma mirada frágil y líquida. Cuesta
mucho describir la belleza de los corderos recién
nacidos, sus titubeos, su profunda
inocencia. A Sol se le marcaban las costillas y Lluvia parecía más
sana y resistente. Maya no daba leche, rechazando todos
los intentos de mamar de las pequeñas, así que tuvimos que
conseguir leche fresca de cabra de explotaciones, algo muy triste,
pero necesario. Las pequeñas necesitaban anticuerpos de la madre, o
de otra madre, no pasteurizados. Era
simplemente indescriptible verlas juntas mamando por turnos,
subiéndose al regazo. El olor de un corderito es como el de un bebé
humano, huele a limpio, a leche, a ternura ( ¿a que huele la
ternura?, a corderito), y no se puede
entender que haya monstruas que coman corderos lechales, que puedan
acabar con sus vidas de suspiro de gorrión, diminutas y tan
vulnerables.
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Lluvia
enfermó de infección de pulmones, la veterinaria la trató también
de gases estomacales, al día siguiente estaba mejor, se agolpaba
para mamar del biberón, pero a los dos días, por la mañana,
empeoró drásticamente. Agonizaba y no dió tiempo de llevarla a
casa y a la veterinaria de urgencias. Lluvia, la pequeña Lluvia, fue
una hierba que se marchitó de repente. Todas las promesas, las
sonrisas, las alegrías, fueron postergadas y sepultadas.... Cuesta
gestionar la muerte de lo amado.
El
día que Lluvia murió
no me apetecía mucho vivir. Quería hacer un hoyo grande y
enterrarme junto a
ella, para que no
nos quedáramos tan solas, a cada lado de la línea de la vida y de
la muerte. Nuestro
perrito Fraggle lamía el cadáver de Lluvia, con
quien jugaba en el patio unos días antes, y lo trataba de
calentar en vano, mientras se iba endureciendo y tomando la
temperatura de las cosas. No es la primera vez que viene la muerte a
casa, pero tres semanas de vida es decididamente muy poco. El
veganismo no combate la muerte, sino la muerte prematura. Lluvia no
descansa en paz, ni yo. No hay cielo donde volar, ni arco iris, ni
nadie esperándola, todo son cuentos. La vida es la única
alternativa a la vida. No hay consuelo, sino más ganas de pelear la
vida que queda. Lluvia y la vida se merecían mutuamente. No pudo
ser. El recuerdo de Lluvia se irá diluyendo. Morderá cuando vea
sus fotografías, pero queda tanta vida por salvar.... Ahora
Sol
crece fuerte y vivaracho bajo la mirada vigilante y amorosa de su
madre, la cual se desespera solamente de que entre su hijo a comer a
casa y lo pueda ver solamente a través de los cristales. Posa su
mirada dulcísima sobre él, para lamerlo y abrazarlo con ella.
Salvo
contadas excepciones, si lo miramos bien, sin pactos ni
claudicaciones, el mundo humano es horroroso. No por ello podemos
decir que el mundo es un lugar hostil y repugnante: sólo lo humano
en su casi totalidad, lo es. Por ello necesitamos regresar a la
naturaleza y a los animales no humanos, para apaciguar nuestro
corazón herido por la mezquindad propia y la ajena. El contacto de
un pelaje de gato en la piel desnuda, el empujoncito del hocico de un
perro que reclama nuestra atención, la mayestática migración de
las aves, la
paz sobrecogedora de la oveja, el
solemne deslizarse de los peces o la delicadeza tímida de los
pollos, son piedras de toque referenciales que necesitamos para
sobrevivir ante tanta mediocridad. Por eso no podemos seleccionar a
los animales que decidimos
que nos tienden evidentes puentes con el bosque, de aquellos que
nuestra necedad quiere explotar, degollar, desollar, descuartizar y
comerse. Debemos ser mejores en ese aspecto y en muchos otros. Las
leyes no pueden abarcar nuestros impulsos. Derruir las granjas y los
mataderos es un imperativo que cohabita lo individual y lo colectivo.
Quien no comprende el temblor aterrorizado ni las lágrimas
de un animal en el corredor de la muerte no comprenderá un discurso
ni un poema en detracción de ese miedo injusto y genocida.
La
defensa animal debe pasar invariablemente por la emocionalidad. El
número de personas que se hicieron veganas pensando en sistema
nervioso central o derechos fundamentales humanistas es irrisorio, ni
siquiera simbólico. El camino de la empatía y la proximidad
emocional es más directo y sensato, abarca a más gente porque
procede de sentidos universales y comunes. No hay que sentir
vergüenza del amor, de hacer pedorretas en la panza a los animales
no humanos, de pensarlos mejores que los humanos incluso, de
emocionarse con ellos, de reir con ellos, de llorar por ellos, de
romperse en mil pedazos por su ausencia y brillar a la luz de su
sencilla y magnífica existencia. Un mundo de excesivo cuidado es
mejor que el mundo de excesiva violencia que sufrimos.
Porque
nos
embelesa la mirada de niña pillada haciendo trastadas que tiene el
cerdo, por los ojos sin fondo abarcable de la vaca, por la gracia de
las manos colgando del canguro, por la orfebrería de la cucaracha,
por la cautela de la gallina, por sus voces dulces, por las manitas
del ratón cogiendo un grano de trigo, por la lengua relamiéndose de
la oveja, por la ternura del corzo, por el amor. No por la igualdad,
la justícia, la empatía, la conciencia de su dolor. Por el amor.
Por lo atónito de la excepcionalidad de la vida dentro
de
la norma de la muerte. Por el amor circunstancial y provisional que
representa su vivir. Quisiera dar todos los argumentos por igual de
válidos, pero me
mueve el amor, que no quiero ni puedo relegar, subordinar o solapar
con otros valores. Porque amo
amarlos
incondicionalmente al ser algo que no puedo hacer con mi especie por
razones obvias y comprensibles,
por ser tan excepcional y dificil llegar a amar.
La emocionalidad es
un excelente trampolín para un mundo mejor, para ser mejores. Y sólo
el veganismo garantiza esa igualdad y ese equlibrio emocional. Los
animales no humanos pueden salvarnos, ayudarnos a volver. Nos están
tendiendo sus patas y sus garras y sus aletas y sus plumas, la vieja
lección olvidada. Cuando
todo alrededor se desmorona
hay que agarrarse
fuerte al pelo de un gato, al hocico de cualquier perro, a la pluma
de una paloma que cruce tu balcón, en ellos se
puede confiar
ciegamente, son la tabla que reflota
de todo naufrágio. En la mirada
azucarada de Maya, en la inocencia
animal, está la respuesta a todos nuestros dilemas, el camino de
regreso a
casa.
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