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martes, 29 de enero de 2019

BALIDOS A LA LUNA




La Oveja Maya llegó a casa la mañana de la noche en que los ciervos cantaban nanas a la luna. Quizás atraída por la seductora berrea o quizás por alguna otra razón oculta, en aquella madrugada inquieta, vimos por la ventana que ella estaba a las puertas del cercado que perimetra la casa, mirando hacia dentro. Salí a buscarla y tras dos horas de correr medio desnuda por los campos ofreciéndola zanahorias y hojas de apio, pude ponerle un collar para traérmela, el cual por unos minutos rechazó tirándose al suelo como un gato. La instalamos en el gallinero, no es el lugar ideal pero es cálido y a resguardo, donde duerme todavía, junto a los ocho gallos. Sus lanas estaban sucias y como no es fácil manejar a un mamífero de 70 kilos, todo hay que hacerlo con su consentimiento y confianza, por eso aún lleva colgando las rastas sucias del lugar donde vivó antes, encerrada y durmiendo sobre sus propios excrementos, como millones de animales, sólo en Polonia.


Oler a Maya es oler mi infancia en el pueblo español donde las calles y las casas olían a corderos. He visto matar muchos, por eso Maya decidió ser embajadora de la cultura del cuidado y de la cauterización de heridas por todo lo que ví. Sólo a cambio de verduras y heno, nos regala la noción de redención, como un fueguito en la noche. Es una oveja con mucho carácter, salta de lado como una cabrita y cierra los ojos cuando la rasco las orejas, la cabeza o los lugares del cuello donde ella no llega. Vino al mundo a jugar y a ser feliz, como todas, a comer comida rica y a ponerse gordita. Se sabe que es feliz porque suspira (¿alguien escuchó a una oveja suspirar?).

Tres meses después de llegar, comprendímos por qué Maya escapó: unos días antes de Navidad, al ir a abrir la puerta del gallinero donde dormía, amaneció con dos corderitas. Maya llegó embarazada y quiso que sus hijas no nacieran esclavas, quería que sus hijas fueran libres. Así llegaron a nuestras vidas también, Sol y Lluvia. Sol era muy pequeño y flaquito, de lana rizada y compacta; y Lluvia era sólida y de lana alargada, las dos con la misma mirada frágil y líquida. Cuesta mucho describir la belleza de los corderos recién nacidos, sus titubeos, su profunda inocencia. A Sol se le marcaban las costillas y Lluvia parecía más sana y resistente. Maya no daba leche, rechazando todos los intentos de mamar de las pequeñas, así que tuvimos que conseguir leche fresca de cabra de explotaciones, algo muy triste, pero necesario. Las pequeñas necesitaban anticuerpos de la madre, o de otra madre, no pasteurizados. Era simplemente indescriptible verlas juntas mamando por turnos, subiéndose al regazo. El olor de un corderito es como el de un bebé humano, huele a limpio, a leche, a ternura ( ¿a que huele la ternura?, a corderito), y no se puede entender que haya monstruas que coman corderos lechales, que puedan acabar con sus vidas de suspiro de gorrión, diminutas y tan vulnerables.


Lluvia enfermó de infección de pulmones, la veterinaria la trató también de gases estomacales, al día siguiente estaba mejor, se agolpaba para mamar del biberón, pero a los dos días, por la mañana, empeoró drásticamente. Agonizaba y no dió tiempo de llevarla a casa y a la veterinaria de urgencias. Lluvia, la pequeña Lluvia, fue una hierba que se marchitó de repente. Todas las promesas, las sonrisas, las alegrías, fueron postergadas y sepultadas.... Cuesta gestionar la muerte de lo amado.

El día que Lluvia murió no me apetecía mucho vivir. Quería hacer un hoyo grande y enterrarme junto a ella, para que no nos quedáramos tan solas, a cada lado de la línea de la vida y de la muerte. Nuestro perrito Fraggle lamía el cadáver de Lluvia, con quien jugaba en el patio unos días antes, y lo trataba de calentar en vano, mientras se iba endureciendo y tomando la temperatura de las cosas. No es la primera vez que viene la muerte a casa, pero tres semanas de vida es decididamente muy poco. El veganismo no combate la muerte, sino la muerte prematura. Lluvia no descansa en paz, ni yo. No hay cielo donde volar, ni arco iris, ni nadie esperándola, todo son cuentos. La vida es la única alternativa a la vida. No hay consuelo, sino más ganas de pelear la vida que queda. Lluvia y la vida se merecían mutuamente. No pudo ser. El recuerdo de Lluvia se irá diluyendo. Morderá cuando vea sus fotografías, pero queda tanta vida por salvar.... Ahora Sol crece fuerte y vivaracho bajo la mirada vigilante y amorosa de su madre, la cual se desespera solamente de que entre su hijo a comer a casa y lo pueda ver solamente a través de los cristales. Posa su mirada dulcísima sobre él, para lamerlo y abrazarlo con ella.


Salvo contadas excepciones, si lo miramos bien, sin pactos ni claudicaciones, el mundo humano es horroroso. No por ello podemos decir que el mundo es un lugar hostil y repugnante: sólo lo humano en su casi totalidad, lo es. Por ello necesitamos regresar a la naturaleza y a los animales no humanos, para apaciguar nuestro corazón herido por la mezquindad propia y la ajena. El contacto de un pelaje de gato en la piel desnuda, el empujoncito del hocico de un perro que reclama nuestra atención, la mayestática migración de las aves, la paz sobrecogedora de la oveja, el solemne deslizarse de los peces o la delicadeza tímida de los pollos, son piedras de toque referenciales que necesitamos para sobrevivir ante tanta mediocridad. Por eso no podemos seleccionar a los animales que decidimos que nos tienden evidentes puentes con el bosque, de aquellos que nuestra necedad quiere explotar, degollar, desollar, descuartizar y comerse. Debemos ser mejores en ese aspecto y en muchos otros. Las leyes no pueden abarcar nuestros impulsos. Derruir las granjas y los mataderos es un imperativo que cohabita lo individual y lo colectivo. Quien no comprende el temblor aterrorizado ni las lágrimas de un animal en el corredor de la muerte no comprenderá un discurso ni un poema en detracción de ese miedo injusto y genocida.

La defensa animal debe pasar invariablemente por la emocionalidad. El número de personas que se hicieron veganas pensando en sistema nervioso central o derechos fundamentales humanistas es irrisorio, ni siquiera simbólico. El camino de la empatía y la proximidad emocional es más directo y sensato, abarca a más gente porque procede de sentidos universales y comunes. No hay que sentir vergüenza del amor, de hacer pedorretas en la panza a los animales no humanos, de pensarlos mejores que los humanos incluso, de emocionarse con ellos, de reir con ellos, de llorar por ellos, de romperse en mil pedazos por su ausencia y brillar a la luz de su sencilla y magnífica existencia. Un mundo de excesivo cuidado es mejor que el mundo de excesiva violencia que sufrimos.

Porque nos embelesa la mirada de niña pillada haciendo trastadas que tiene el cerdo, por los ojos sin fondo abarcable de la vaca, por la gracia de las manos colgando del canguro, por la orfebrería de la cucaracha, por la cautela de la gallina, por sus voces dulces, por las manitas del ratón cogiendo un grano de trigo, por la lengua relamiéndose de la oveja, por la ternura del corzo, por el amor. No por la igualdad, la justícia, la empatía, la conciencia de su dolor. Por el amor. Por lo atónito de la excepcionalidad de la vida dentro de la norma de la muerte. Por el amor circunstancial y provisional que representa su vivir. Quisiera dar todos los argumentos por igual de válidos, pero me mueve el amor, que no quiero ni puedo relegar, subordinar o solapar con otros valores. Porque amo amarlos incondicionalmente al ser algo que no puedo hacer con mi especie por razones obvias y comprensibles, por ser tan excepcional y dificil llegar a amar. La emocionalidad es un excelente trampolín para un mundo mejor, para ser mejores. Y sólo el veganismo garantiza esa igualdad y ese equlibrio emocional. Los animales no humanos pueden salvarnos, ayudarnos a volver. Nos están tendiendo sus patas y sus garras y sus aletas y sus plumas, la vieja lección olvidada. Cuando todo alrededor se desmorona hay que agarrarse fuerte al pelo de un gato, al hocico de cualquier perro, a la pluma de una paloma que cruce tu balcón, en ellos se puede confiar ciegamente, son la tabla que reflota de todo naufrágio. En la mirada azucarada de Maya, en la inocencia animal, está la respuesta a todos nuestros dilemas, el camino de regreso a casa.





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