Existen
divisiones inverosimiles en nuestra visión de la animalidad
terrestre, una de ellas es la que segrega a ciertos animales para
comida y otros para acariciar, otra división es simplemente entre
“los animales” y la especie humana, pretendendiendo quizás que
somos alguna especie de hongo o vegetal y no -lo que somos- animales
todos. Una tercera división pretende que hay animales “salvajes”
y animales “domésticos”.
La
pretensión del antropocentrismo de crear una naturaleza dócil y
sumisa a sus caprichos, fantasea con el delirio de la
“domésticación” como un gran éxito de la superioridad humana.
Los animales así “domesticados” se ordenan en la categoría de
indisolubles a la voluntad del ser humano, al espacio que les
queramos otorgar, a nuestra benevolencia y buen hacer, así como a la
instrumentalización que hacemos de ellos, olvidando la genética,
que se desarrolló durante millones de años, a fuego lento, en los
crisoles del acierto-error, en las optimizaciones y las mejoras del
tesoro de las células, los aminoácidos y las cadenas genéticas.
Animales
como el caballo por ejemplo, proceden de antepasados que datan de 55
millones de años, pero cuya “domesticación” por el ser humano
apenas se remonta a los 3600 años. Sucede lo mismo con el lobo, que
ha sido encontrado en fósiles de 38 millones de años y de cuya rama
ha surgido esa subespecie que llamamos perro, con apenas 14000 años
de convivencia entre humanas, un poco más que el cerdo o la oveja,
con sus 13000 y 9000 años bajo nuestra tiranía. El gato “doméstico”
procede -como todos los felinos- de un antepasado común, un
depredador similar a la pantera habitante del sudeste asiático y
datado en 10,8 millones de años, pero sólo convive entre nosotras
desde hace 9500 años. Todas estas y muchas otras diferencias
temporales entre la realidad genética de los animales y su
supeditación a los intereses humanos, delatan errores de
interpretación antropocéntricos, claramente unilaterales, los
cuales explican las vidas de dichos animales según nuestro filtro y
nuestra conveniencia.
La
literatura al respecto de los animales que explotamos para comida,
vestimenta, trabajo, etc, parte de la base de la “domesticación”
como punto de partida, invisibilizando los millones de años
pretéritos de la existencia de tal o cual especie vinculada a
nosotras. De hecho todos los animales “domesticos” reciben su
nombre a raíz del uso que de ellos hacemos, reduciendo su historia a
la genuflexión a la nuestra. Hemos eliminado el pasado de los
animales “de uso” (es decir, de abuso), hemos extinguido sus
culturas, sus formas de vida ancestrales, sus instintos... para
doblegarlos a nuestra voluntad. Sin embargo, la naturaleza es mucho
más poderosa, y la genética sigue enviando al perro al bosque,
haciendo indomable al gato y haciendo huir a las aves enjauladas.
La
“domesticación” en la mayoría de los casos no es más que el
miedo del animal a ser pegado. La confianza basada en la búsqueda de
interacción, alimento o ayuda por parte de algunas individuas de
“animales salvajes” (esta expresión es una redundancia) hacia
los animales humanos, y sustratada probablemente en una cierta
ingenuidad, condena a los animales a la posesión inmediata que
ejercimos sobre ellos por el hecho de acercarse. Nuestra especie es
perversa y posesiva. Incluso en los casos en que una humana ama a
“su” animal “de companía” o “mascota”, existe una cierta
dependencia con visos de sometimiento, donde la humana interpreta un
papel jerárquico, dado que sujeta la vida de esos animales a sus
intereses. Una cría de animal “domesticado”, educada fuera de un
ambiente de esclavitud y dependencia del ser humano, tendrá un
comportamiento salvaje inmediato, porque lo lleva en los genes, cuya
inercia y eficacia se remonta a varios millones de años, y no a los
miserables miles que hace que los poseemos.
El
animal no humano jamás reconoce la superioridad del humano, ni se
pliega a su inteligencia -resulta espeluznantemente megalómana esa
teoría-, sino que se doblega y somete por terror, incapaz de
comprender la maldad y falta de escrúpulos, ingredientes jamás
encontrados en ninguna otra especie con tanta saña y enfermiza
obsesión como en el homo sapiens. Nuestra especie alimenta y cuida a
los animales llamados “de consumo”, y de un día para otro los
degüella, estableciendo una “relación” de mentira, traición,
engaño y crimen. No hay cooperación entre el caballo obligado a
arrastrar un carro y la mano que lo alimenta (únicamente para que no
se muera y poder seguir explotándolo), no hay pacto entre las
gallinas y quienes roban sus huevos y sus vidas, no hay simbiosis
entre la vaca y la gente que la viola y exprime, no hay armonía ni
amistad y mucho menos amor. Todos esos argumentos son subterfugios y
falsías, detrás de ellos queda, desnudo, el crimen.
En
los ambientes rurales hay quienes cuidan más su coche que los
animales no humanos que tienen bajo custodia. La brutalidad es el
método de relación más habitual entre seres humanos explotadores y
animales no humanos. El discurso perverso de la armonía rural entre
granjeras y vacas o gallinas felices y cerdos agradecidos termina su
romance... bajo el cuchillo. Nadie mata lo que ama. Nadie... que no
esté enferma.
La
fábula de la domesticación se difumina definitivamente cuando el
perro nos muerde, el caballo nos cocea, el gato nos araña o la cabra
nos embiste. La domesticación es algo fictício y antropocéntrico,
que pretende solamente someter a los animales interponiendo en sus
voluntades, las nuestras, extendiendo para ello una alfombra de
argumentos absurdos, bien gruesa e insonorizada para que no
escuchemos sus gemidos de agonía y sufrimiento. Sobre esa alfombra
se pretende que la persona explotadora sabe más de los intereses de
la esclava que cualquier otra persona, siendo ello como si las
guardianas de los campos nazis fueran por ello expertas en
comportamiendo de las presas que tienen secuestradas. Los animales
así esclavizados no ejercen una conducta libre, sino sometida al
miedo a las consecuencias de su rebeldía. Los animales insumisos, de
especies consideradas “domésticas”, son ejecutadas por
rebelarse, castigando la libertad natural, quizás porque somos una
especie condenada a funcionar en manada y no soportamos la idea de la
libertad...
Todos
los animales somos salvajes, los instintos son la base de nuestra
supervivencia. Nadie nace para nadie, y todas las relaciones se basan
en pactos y contratos tácitos. Si una de las personas no desea
participar en una relación, mantenerla a la fuerza es secuestro, si
esa otra persona -humana o no humana- desea esa relación, no la
convierte en domesticada.
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