Cuando
alguien revela su nacionalidad en un ambiente de
gente poco neuronada, no falta quien hecha mano del recurso del
estereotipo para poder hacerle
preguntas triviales y manidas,
o para suponer realidades. Así, una persona española fuera de su
país natal sería considerada una aficionada al flamenco o a los
toros, del mismo modo
sería ofensa grave molestar
a una inglesa a las cinco en punto, porque es obvio que está
bebiendo té, o el acto de invitar
a comer a una china implica hacer una buena olla de arroz, que es lo
que las gusta... En la misma dinámica
perezosa de pensamiento sabemos que las árabes son terroristas, que
las judías quieren conquistar el mundo, que las cazadoras entienden
de medio ambiente o que las veterinarias aman a los animales.
La
versión masculina del amor romántico tiende a valorar nuestros
actos positivos y a esconder bajo la alfombra nuestras supuestas
imperfecciones, aquello que no concuerde con un ideal preestablecido,
por mor de un ideal amoroso;
asociando en la mimsa línea, que
aquellas personas que hacen algo, lo realizan por vocación, por
tenacidad heróica o por simple y puro amor. Un
macho que asesine
a su esposa es de suponer que habrá sido sometido a una presión tan
increíble que lo ha sobrepasado y no ha tenido otra opción más que
estrangular a su pareja, presentándolo
como víctima de las circunstancias, y evitando
una realidad más simple, como la de que era una persona violenta,
adicta a la carne y mezquina hasta el punto de no valorar la vida. Un
peligro para la sociedad, como vemos. Esa suposición tóxicamente
ingenua se aplica al amor de la persona aficionada a las corridas de
toros por los animales a quien disfruta viendo ejecutar, o el amor de
la veterinaria a sus clientas no humanas.
En
el año 2006 un brote de gripe aviaria de cepa H5N1 obligó
a las siervas
especistas
del capitalismo a ejecutar sumariamente a
140 millones de aves, las cuales
amenazaban según versión oficial, con
contagiar a seres humanos, a poblaciones salvajes de
otros animales y sobretodo al
grueso de la mercancía: las
millones de las “cosas cárnicas provisionalmente
vivas” en que el mercado ha transformado
a los animales no humanos. Todos los controles, las inmensas dosis de
preventivos químicos, las miles de
toneladas de antibióticos, precedentes
en la rama,
métodos de tratamiento
garantizados,
aislamientos estrictos,
exigentes protocolos
de bioseguridad internacional
y actuación eficaz ante
pandemias... simplemente se esfumaron
en un instante para ir tirando de
la solución rápida del
exterminio. Era su modo de
demostrar lo habitual: el fracaso, la
impotencia, la
ineptitud y de paso tratar de detener lo imparable.
Lo hacen cada vez
que la naturaleza decide demostrar quién manda y señalar a la más
estúpida de la especies, capaz de considerar que la artificialidad
puede tener algún éxito en un mundo hecho por y para la biología.
En
Toruñ (Polonia), por ejemplo, aquella primavera del
2006, 39 cisnes fueron capturados,
analizados, “aislados”, declarados positivos en dicha enfermedad.
Unas semanas despúes, fueron
ajusticiados de
una inyección de veneno en el cerebro, pese
a nuestras quejas. Tuve oportunidad de
asistir al lamentable proceso, un exceso de provincianismo tan pésimo
como habitual, anclado en el temor que esas aves infectadas
contagiaran a otras aves, a seres humanos y demás animales. La
inspección veterinaria, las expertas en pandemias y etología, las
biólogas y las tecnócratas hicieron lo que mejor
saben hacer: firmar sentencias de muerte.
Tras ser
“saneados” los plumíferos obstáculos del afán carnista, el
ayuntamiento -en compensación-, erigió un modesto monumento en
memoria de las víctimas.
No, los cisnes no cantaron antes de morir, su
cerebro ardió y eso fue todo.
La
pandemia secuencial es
algo muy grave, pero es como recoger agua del océano, esperando
vaciarlo, porque los virus se hacen más fuertes, encuentra el modo
de reincidir, mutan, se reinventan, y surgen de nuevo aquí y allá,
demostrándonos que nuestros sistema de seguridad nacen
obsoletos, estando
dirigidos únicamente a apaciguar el terror de las consumidoras.
Únicamente a eso: a no perder dinero. Por
otro lado pude tomar algunas fotos del lugar donde tenían encerradas
a las aves, a escasos 400 metros del centro histórico
de la población, en un espacio abierto
aunque vallado en el cual los cisnes tenían contacto físico
directo con
algunos miembros libres de su família que habían dado negativo en
las pruebas y había sido de nuevo liberados. A través de las rejas,
las aves condenadas por el régimen especista, se olisqueaban y
frotaban sus picos con sus compañeras libres, mimándose,
acariciándose, preguntándose y demostrando
una vez más la negligencia que caracteriza los protocolos
veterinarios, meras payasadas pseudocientíficas destinadas a un
teatro de apariencias mercantil y despiadado.
Estética
sin ética es como ciencia sin conciencia. Creer
saberlo todo es el modo más elocuente de decir “no quiero saber
nada más”, y mi
experiencia con los cisnes es
apenas una gota en el persistente goteo de las enfermedades
contagiosas de la industria de explotación animal. Los
accidentes suceden cada día, y las veterinarias ( que
son, salvo muy raras excepciones, mera
servidumbre genuflexada a la industria cárnica) simplemente
no están capacitadas numérica ni fácticamente para controlar
pandemias de otro modo que no sea como se hace hoy día, habiendo
un número tan limitado de trabajadoras ante la desproporcionada
cifra de animales explotados para la gula de patriarcapitalismo.
Al
planeta le sentamos mal, somos
su cáncer, con millones de tumores y metástasis en cada país, en
cada región, en cada población. Resulta
paradójico que un mundo donde jamás antes hubo tantos medios para
comunicarnos, nos haga tan aisladas y tan prestas a no entendernos.
Una
sociedad más segura es aquella donde las
personas
violadoras
no salen de noche ni acechan a mujeres solas. Una sociedad más
segura es aquella donde las personas pederastas se encierran en su
caverna de miserias y no salen de allí. Una sociedad más segura es
la del fin del carnismo, como
agente emisor de pandemias, no
la de ir parcheando con
tiritas, la gangrena de
las inevitables fugas de esa sopa de virus llamada
granja industrial.
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