El
ser humano es una especie bipolar en permanente estado de
subdesarrollo moral. Aparecida en el planeta como
presa natural si advertimos nuestra torpeza física,
combatimos nuestras carencias naturales
mediante un celo constante y megalomanía,
fruto de ella los dioses existen. Dios
es un
superlativo
antropocentrista,
y capitalismo el hijo más amado del patriarcado.
Durante
la época de abundancia, las ardillas entierran
mucho
más
fruto
del
que necesitan para el invierno. Es un comportamiento que podríamos
llamar capitalista, basado en acumulación excesiva. Durante el frío,
el roedor recupera la mayoría de su
despensa,
para alimentarse, aunque su falta de memoria extravíe
parte
del
alimento
disperso
por el bosque. A
esos olvidos la primavera los llama
germinaciones, y
cientos de árboles nacen gracias a ese capitalismo de las ardillas.
Es un capitalismo bueno, no destruye, sino que fructifica. El otro
capitalismo, el patriarcal humano, es todo lo contrario. En esta
sociedad de usar y tirar que creamos y aprobamos sin rechistar con
estulta connivencia, llena de objetos de satisfacción efímera,
utensílios de un sólo uso envasados al vacío, o
consumiendo
vidas de usar y tirar en días monótonos de usar y tirar, no
nos
debería
extrañar
que seamos para el sistema solamente
eso,
individuas
de usar y tirar.
Por
definición, el poder se ejerce desde la verticalidad. Para que
exista un poder, debe existir un no poder; para que exista quien
controla, debe existir quien sea controlada; para que exista mandar,
debe existir obedecer. Siendo el humano
animal emocional y tendente a la mezquindad, capaz de dar lo más
valioso que posee
(vida y libertad), por una bandera o
un billete, la estrategia lógica del
poder fue doblegar
la disidencia a
sus intereses mediante la fuerza bruta.
Es el mismo método patriarcal usado contra las mujeres para
controlarlas y seguir usándolas en la producción de seres humanos,
el cual va derivando poco a poco a
estrategias cosméticas como el
chantaje de la
inclusión o exclusión de individuas en la normalidad establecida.
Durante la Edad
Media el castigo a la ciudadana delincuente
era la expulsión de la ciudad, fuera de
ella, las leyes y el orden perdían vigor y el riesgo a morir crecía
¿Pero, qué mejor
para el patriarcapitalismo,
que lograr que la
gente, voluntariamente,
elija su muerte y
sus cadenas?.
Hablaré de
democracia.
La
democracia, la
elección en sufragio
universal, la
“voluntad popular”, fué
un invento de los
patriarcas
de la Grecia Antigua, donde mujeres y
esclavas -consideradas ciudadanas
de segunda
como
ahora-,
no tenían derecho a manifestarse ni
a tomar partido.
La democracia tuvo
cuna
fascista y es un rasgo que merece
la pena señalar, porque
se
ha
mantenido durante los milenios manteniendo
la exclusión.
A
pesar de las
ideas
de eruditas y demócratas,
que
supieron
aportar algunos
conceptos
al pensamiento crítico
y
a las estructuras sociales, estas
sin
embargo no
se
alteraron
mediante la herramienta
democrática, sino
por la conveniencia del mercado.
La
esclavitud negra se abolió porque las máquinas trabajaban más.
Ciertos
trágicos estados de degradación
de las
poblaciones
de
uno u otro país se
solventaron puntualmente mediante la violencia masculina, pero un
poder masculino sabe bien como absorver dicha violencia porque
vive de ella y
es su modus operandi,
de modo que poco a poco todo vuelve al orden incial.
El
esqueleto de la infamia que sostiene la civilización occidental sólo
fue cuestionado o cambiado temporalmente mediante
sangrientas revoluciones de características patriarcales, es decir,
explosiones súbitas y a costa de millones de muertas, en
lugar de procesos revolucionarios de
resistencia sustratados
en objetivos comunes. Una
transición modélica en
dichos procesos propició
el
hecho de que
las esclavas aceptaran
otro modelo de la misma esclavitud bajo las mismas carceleras y en la
misma prisión, decidiendo solamente quién las explotaría a partir
de ese momento. Pero
cualquier
fuerza que ejerza poder sobre la voluntad ciudadana es, por
definición, fascista, independientemente de si se trata de cumplir
la voluntad civil o la de una oligarquía económica, política,
religiosa o cultural.
Una
de las asignaturas pendientes de la lucha de clases, ha sido siempre
convencer al pueblo de que lo es, de que lo acepte y renuncie a los
delirios de grandeza y las infulas megalómanas -prestadas por
intereses de dominación y división de las resistencias-, para ser
pueblo como todas somos y para ser, naturalmente ante ese hecho de
conciencia, de izquierdas. La gente que se cree de derechas, no son
más que gente con un supuesto derecho autoimpuesto sobre las demás,
la soberbia de mirar desde la altura para fingir no verse donde
están: precisamente debajo, donde no hay dignidad, bajo la bota de
su propio miedo y su propia cobardia.
El
hecho de que actualmente cada ciudadana en estado de legalidad pueda
votar, sólo garantiza que los métodos de presión por
parte de la clase dominante, (con
objeto de la población ejerza el voto
benigno al
sistema), deben
ser variados, creativos, populistas y a veces vergonzosamente
verbeneros, hasta tal grado de chabacanería
que los procesos de elecciones políticas
-mera partitocracia-, no disimilan de un
estúpido partido
de fútbol entre dos equipos,
o tres como máximo, condenando
a mantener una parte de la población satisfecha, otra descontenta y
una minoría mayoritaria,
simplemente, desatendida. La
democracia ha sido nominada garante de la justicia, sin embargo la
estructura social
es injusta, en
beneficio siempre de
las personas con menos empatía y
escrúpulos, manipuladoras
y con más
tendencias fascistoides. La cúspide de la
pirámide. Los
valores éticos y la cultura de la vida adolecen de expectativas
reales en la toma de decisiones, pues
si los procesos democráticos llegaran de
algún modo a poner en peligro el regular avance del sistema
capitalista, la población, simplemente, sería diezmada.
Para
que la población no sea diezmada -y no
perder la mano de obra y
consumo que
legitima con
su participación los órganos gestores del
sistema-, se
utiliza la
codificación del
sistema capitalista dentro de
cada individua, como una policía interior,
de tal modo
que no necesite estímulos exteriores para
genuflexarse al sistema,
porque actúa en el subsconsciente y en la
necesidad social de aceptación propia del
rebaño. A
consecuencia de ello, castas de intocables
etiquetadas como losers
vagan la sociedad occidental mendigando
trabajo o meramente
sobreviviendo y sobremuriendo.
Este
es un método
psicológico de
codificación de los parámetros que
funciona igual
para fines más positivos como el rechazo a la pederastia o
considerar los parques públicos como algo bueno.
Dentro de cada
pastel ofrecido por el fascismo a la ciudadanía, hay sabrosas
chocolatinas pero también
trozos de excrementos. El
éxito democrático ha
consistido
en lograr que la gente saborée
ambos productos, convencida de que son manjares.
Habiendo
sobrevivido al fascismo de las fiestas navideñas, entramos en el
paroxismo pirotécnico de Año Nuevo para de inmediato caer de bruces
en las rebajas de enero, que preceden al Carnaval de febrero y el Día
de las Enamoradas. Paulatinamente, el calendario de la estupidez
consumista delinea la biografía social en la agenda, en un goteo
semanal de compras mientras se acepta el sistema esclavista que las
permite. Año tras año, a la esclavitud voluntaria se suman las
propuestas, Halloween, Black Friday, o cualquier otra nueva chucheria
que -lejos de sustituir a las viejas imbecilidades-, sume lobotomía
a la submente colectiva. El pan nuestro de cada día devino un
recurso lingüístico desclasado, desintegrado del asunto de la
alimentacion. La ingesta de alimentos en el mundo expoliador es una
farsa, un espectáculo deprimente de carnes ajenas especiadas hasta
la caricatura, verduras y frutas infladas por químicos y envasadas
en plastico, vendidos como productos de tercera necesidad, bajo el
mismo criterio que la estética corporal o la moda.
Hordas de saborizantes, espesantes y conservantes, de los emulgentes
y los estabilizadores y de los residuos de otras industrias como la
lactosa, son
deglutidos
por una masa adicta a la doctrina del shock culinario, dondo cada
bocado se mide en explosiones de sabor y textura, y no en valores
nutricionales. Una alimentación show que cobra su entrada en
cánceres y enfermedades digestivas, en arritmias y en vidas ajenas,
en tensiones cardiacas desequilibradas y otras muchas degeneraciones
propias del exceso y la dinámica del sorprender, como si la dieta
fuera la vida. Mientras,
seres sintientes inflados con preparados alimenticios hipercalóricos
de la misma calidad que aquellos que las humanas ingurgen, son
torturados para su asesinato posterior. La demencia en la nevera, la
soledad enlatada, la muerte al vacío. A
la personas consumidora y a la persona ladrona las une un vínculo
común en el desprecio; la
una desprecia el propio tiempo de vida que invirtió ganando dinero y
dilapidándolo
compulsivamente, y la ladrona desprecia el tiempo ajeno hurtándolo
bajo el lema "¿qué hace mi dinero en tu bolsillo?".
La
estrategia democrática es la misma que la patriarcapitalista,
consiste en manipular los deseos y esperanzas de la gente, deformar
sus miedos y sus
mezquindades, dirigiéndolos
hacia la enemiga elegida mediante un voto o hacia
el
objeto material de deseo mediante una compra. La
incapacidad de renunciar a placeres efímeros y superfluos -sobretodo
si estos causan víctimas-, delata la pobreza de vida interior. La
competitividad patriarcapitalista y
el concepto ganadora/perdedora -adoctrinada
en Darwin y confirmada en el Mein Kampf-,
remarca
la
santidad de
la individualidad de la ciudadanía como
método de construcción social,
hasta tal punto que en los programas electorales de cada uno de los
equipos politicofutbolísticos
de esta partitocracia, se observan propuestas contrarias. Disimiles
hasta extremos tales
que llegan
a vulnerar
los derechos humanos.
Por
ejemplo, ciertos
partidos proponen
expulsar a las personas migrantes, cerrar
las puertas a refugiadas y otras castas de intocables,
o discriminar a las diversas opciones sexuales, mientras
otro partido aboga diametrálmente
por
lo opuesto. Cada
una de las
ciudadanas
vota a lo que se ajusta a su individualidad, con
criterios banales
a
la altura de las opiniones en las redes virtuales sociales, y
sin
tener en cuenta un bien común. Votan
tratando
de satisfacer su egocentrismo. Democracia es fascismo
porque democracia es egocentrismo,
y
quien posee el pene más grande y el mayor quorum de apoyo, posee la
razón, permitiendo
que personas como Trump lleguen
a un
poder
gestor
por
la misma vía con la cual llegó Hitler. Democracia
es fascismo.
Pero
¿cómo salir de esta espiral de odio, enfrentamientos, avaricia y
egolatría en el término político?. ¿Cómo
desbancar la doctrina del Yo mezquino y del necio Más de los asuntos
comunes?. ¿Cómo -en suma- empezar a crear una cultura de la vida
contra la cultura de la violación, en dirección a una sociedad sin
víctimas?.
Las buenas intenciones no hacen nada y
el
voto es universal. La
solución no es la
democracia. No,
esta democracia no. Las
violadoras no condenadas votan, las extremistas
votan, las odiadoras votan, las neonazis
votan, las machistas votan, las asesinas votan, gente
con capacidades mentales mermadas votan, las
especistas votan, las clasistas, las racistas, las homofobas votan...
Millones
de personas que
no
pretenden
o
no pueden alcanzar
en
su estulta imaginación un
ideal de sociedad inclusiva,
plural
y común, o
que desprecian la cultura de la vida, votan
en desperfecto de esta,
para
satisfacer su propia
credulidad
ante el discurso de tal o cual personaje político,
sin
pensar las consecuencias de su voto. El voto se ha banalizado en la
medida proporcional en que las candidaturas a ostentar un poder
jerárquico y dominante se han banalizado. Los
votos son mercancía, un producto de consumo, un fetiche sexual.
Dependiendo
del territorio y de su historia, la
ciudadanía suele entender dos caminos para
solventar esta disyuntiva: la dictadura o
el anarquismo. La primera se debe rechazar de plano (la
oficial, dado que la
extraoficial existe con la democracia), y la segunda es muy
recomendable... pero sólo
para una sociedad
que sepa el precio y el significado de la palabra libertad, lo
no sucede en la
nuestra a juzgar por el nivel de
dependencia de la ciudadanía a las chucherías del
patriarcapitalismo. La esclavitud
contemporánea, la servidumbre de la
submente colectiva señorea
la sociedad occidental, la adoración
a los objetos, el evangelio de
los viajes, el dogma a
los bienes materiales, al dinero, el terror
pánico al diablo
del desempleo y los altares al trabajo
alienante,... han conquistado mentes y corazones hasta el punto que
morirían por defender su modelo de
esclavitud. Y de
hecho mueren, trabajando hasta que el cuerpo se colapsa sin haber
recibido el descanso, la libertad y el disfrute de la vida que el
patriarcapitalismo prometió a cada una de las esclavas.
Existen
modos paulatinos de construir sociedades más justas al
margen de la democracia, incluso teniendo
en cuenta que la humana es una protoespecie sin el camino evolutivo
básico, en lo
alto de su cadena trófica
a fuerza de falta de escrúpulos y no de intelecto, como sugiere el
antropocentrismo. Los seres humanos tenemos
unos requerimientos
vitales que jamás y bajo ninguna circunstancia pueden
vulnerarse, y que abarcan a todo el abanico
fisiológico, cultural,
social y fenotípico.
Techo y vivienda digna, sanidad universal,
alimentos sanos,
calidad de agua y aire, educación objetiva
no discriminatoria, igualdad intergenérica,
interseccionalidad de los asuntos
colectivos, premisas
mínimas para construir futuros y garantía
de calidad de vida, entre otros.
Todos esos requisitos se están flagrantemente incumpliendo en un
escenario de
crisis ecológica global sin precedentes, donde todos los gobiernos
y partidos del
mundo apuestan por modelos de economía y política insostenibles
desde lo material y desde lo ético, en la
dinámica de la Sexta Extinción
en la que ya estamos inmersas,
al borde del colapso ecológico. Una
extinción que afortunadamente se
dirige a la nuestra.
Por
todo esto, no
debe tolerarse que existan partidos disputando tronos de poder con
distintos discursos, sino que las
prioridades humanas, y no los intereses personales o sectoriales
debieran trabajar para reunir esas
exigencias vitales, porque son lo único para lo que construimos
sociedades, no para crecer cada vez más en un proceso
ególatra e
imbécil que ignora la finitud de los
recursos. La política necesita de un
programa común dirigido a garantizar igualdad social, no grotescas
disputas entre equipos rivales. Por
ejemplo el
hecho de que un 80 % de población votara o pensara que las mujeres
son meras herramientas de sexo y trabajo doméstico no significa que
las leyes deban adaptarse a ese grueso de población y considerar de
ese modo a las mujeres, regulando su esclavitud y sometiendo sus
voluntades a las de la mayoría. Incluso
aunque dicha mayoría fuera compuesta también por mujeres
desempoderadas.
Cuando leyes discriminatorias o totalitarias cumplen los requisitos
de una minoría oligarca, lo llamamos fascismo, cuando esas mismas
leyes son la voluntad de una mayoría, lo llamamos democracia. Ambos
nombres son el mismo fascismo, pero satisface a más o a menos
personas, incapaces
del ejercício de imaginación que les supondría trabajar el cambio
de paradigma.
La
Mayoría
es
una ridícula
cuestión
numérica en el mundo abrasador de cifras al cual hemos sido
sometidas sin pedirlo ni saberlo.
Las
propuestas alternativas a la democracia son varias, la democracia
participativa, la democracia por objetivos (donde los partidos que no
cumplan a rajatabla su programa electoral sean inhabilitados), la
libertad individual que no coarte los derechos básicos ajenos, y por
supuesto detener el crecimiento económico e industrial, eliminando
para la cultura de la vida, las absurdas bisuterías que como
cristales de colores atontan a nuestra protosespecie, sólo grande
ante sí misma, alejada cada minuto más del modelo humanista al cual
debíeramos dirigirnos.
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