Bailan
a los vaivenes del fondo la coreografía
de las olas, el idioma de la vida, el movimiento
planetario donde se deslizan los continentes, las masas inmensas de
hielo, los tornados, los vuelos de las criaturas submarinas.
Al compás
de la pradera, bajo cientos de metros de agua,
una música
inaudible, oscura, llena de cromatóforos
y escamas rugosas alza sus dedos verdes hacia invisibles cuerdas. Y
tañe.
Vibran los acordes entre el allegro ma non troppo y el
scherzo, la arena rueda como una pulsión
de piano y las caracolas traen el sonido de las tierras, aquellas
que fueron ayer lo que hoy es fondo marino.
Diminutos cefalópodos nictálopes mecen su orfebreria blanda engarzada en bultos asimétricos, desparraman sus piernimanos tocándolo todo, como la buena amante que osa y diside, como la boca que explora, dentada y veraz. De arriba llega una luz casi inútil que estalla en los lomos de la morralla, delatando el plancton a la mirada golosa del hipocampo preñado. Lento y solemne, un nudibranquio de vientos entra en tablas con un abanico translúcido de tules y cenefas, bordado en la más graciosa de las indecencias, pornográficamente delicioso.
Que los coros son anémonas, que los chelos los delfines. Panzas de tiburón ballena ensombran pecios, concurridos por la sabrosa escoria de un millón de vidas recién llegadas a la danza. El concierto dura cientos de milenios, un movimiento es una edad geológica, una tecla es una falla y una cuerda, una montaña hecha sima abisal. La pradera vaiviene con los flecos de la bailarina arrebatada por el delirio de lo primitivo, enamorada al tiempo de las melodías y de las arritmias, húmeda hermafrodita de corazón colosal.
No
puedes cerrar los ojos, sólo
fluir, es el concierto del prado submarino,
feraz y multiforme. La vieja Thalassa madre
erosionando a Pangaea madre,
inundando sus resquicios...
Descontentas
con intoxicar la tierra, nuestra especie ha
decidido ir a por los océanos, plagarlos de nuestras basuras,
hacerlos nuestro vertedero, asfixiarla de
petróleo y mareas negras, plastificarla y esquilmar a sus habitantes
(en cifras, más numerosos que aquellos terrestres que mata la gula
humana). Ha decidido romper su música
primigenia, de donde procedimos.
Durante
algunos años de mi vida pesqué a caña, desde la costa. Mi yo-buena
lo justificaba ante mi yo-especista mediante tres argumentos: 1)
pescaba para comer lo capturado, 2) mataba enseguida a los peces, y
3) la pesca de caña no es un acoso al animal libre, dado que se
deposita una trampa y él puede o no caer
en ella, y aún cayendo, puede huir. Este último pretexto pierde
vigor cuando vemos cómo las humanas caen en las trampas del
patriarcapitalismo, donde billones de seres muerden el anzuelo de las
hipotecas, las hijas, las chucherías
de los escaparates, los salarios de miseria o las normas absurdas.
Con una trampa de red en el suelo y en el centro un billete de 500
euros podríamos atrapar a la mayoría de la gente del mundo...
Ante
la primera excusa decir que los vegetales nos bastan y nos sientan
mejor, y que a la víctima le da lo mismo el
motivo por el cual la matamos, si por
deporte o por “necesidad”. Y la segunda, simplemente se
defiende con cinco palabras: la muerte siempre es muerte.
La
verdad hace esclava del miedo a conocerla. La verdad es un proceso
doloroso de humildad y deglución
de orgullo, algo demasiado alto como para pretender alcanzarlo
sin renuncia, sin desprendimiento de privilegios, pensando que
podemos siquiera imaginarla en su totalidad. Pero los pequeños
pasos en dirección
a la verdad, ciertamente nos liberan, porque con ellos se caen los
miedos y los prejuicios, así como nos desvelan
nuestra ignorancia. La discriminación es el rechazo a todo lo
que quien discrimina cree diferente. En realidad la discriminación
es burdo egocentrismo.
Y
es que el mar es un vértigo. Nos
fascina la playa porque es el lugar intermedio entre la madre mar y
la tierra madre, entre el presente y el origen, nos gustan las
orillas de las cosas, los finales y los princípios. Nos atraen a
veces fatalmente, como coquetear entre el tabú y la muerte, entre la
vida posible y la ensoñada, con el espacio de la
calma y el de locura disidente. Todo
en una convergencia fina como un átomo, donde la humana explora los
materiales de su osadía, para descubrir al cabo que todo es juego,
porque la vida gana siempre. Hasta que lo hace la muerte y nada
importa.
Los
residuos de luz del incipiente crepúsculo delatan a duras penas las
paredes de roca sobre el mar grisazulado gris, chivando sus rizos
suaves de ola apaciguada. El cuerpo humano
posee diez veces más bacterias que
células, las cuales se distribuyen en más de cuatrocientas
especies, somos organismos hechos de organismos,
como el mar, los océanos originales, la vida. No
se defienden solamente a las personas, también el lugar donde viven.
La sexta extinción masiva de especies no es debida al consumo
directo de estas, sino de la destrucción de sus habitats.
La
poesía busca la universalidad. La filosofía escudriña en el matiz.
Las preguntas simples requieren respuestas
más
simples aún.
Por eso -simplemente-,
un día la belleza exterior deja indiferente al delirio, y buscamos
lo erótico más adentro de la piel. A eso se le llama enloquecer. A
eso se le llama madurar.
La
verdad siempre está más adentro de lo visible, y la verdad de la
vida, el sentido, el origen, lo que da sentido a todo lo que hacemos
y tenemos, proviene del océano, de los fondos oscuros y sus músicas
silenciosas.Todo cuanto hacemos o dejamos de hacer tiene una
consecuencia en el planeta, es aquello que la ciencia de la ecología
llama Huella Ecológica, y no lo pagamos solamente los animales, sino
que desborda al medio ambiente. El mar, como el resto del planeta y
todas sus vidas no necesitan nuestra ayuda, sino sencillamente que
les dejemos en paz. Su música suena decididamente mejor que la
nuestra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario