Volviendo
de las huertas con el cubo lleno de caracoles que recogí tras la
lluvia, escuché un graznido en una arboleda cerca de mi casa.
Aficionada a la ornitología, sin embargo jamás había escuchado esa
voz de pájaro, gritaba fuerte y estaba convencida de que no era
ninguna especie habitual por la sierra, así que me adentré entre
los arbustos, atenta a las ramas, escuchando esa canción
desesperada. A unos metros me dí cuenta de que procedía del suelo,
no de las alturas, y delante mío, en una bolsa de plástico cerrada,
un bulto se movía. Dejé mi cubo lleno de caracoles y abrí la
bolsa, dentro habían 5 cachorros de gato, con el cuerpo o la cabeza
reventadas, uno de ellos se movía, entre puses, orines y sangre
húmeda, sobrevivió. Habían introducido toda la camada en una
bolsa, la habían estrellado varias veces contra una pared y la
habían arrojado a la arboleda. Se conoce que el cuerpo de sus
hermanas amortiguó el impacto fatal, y uno negro, deformado por el
dolor y el terror, pudo vivir. Lo deposité sobre los caracoles y lo
subí de inmediato a casa.
Allí
le quité los coágulos, la suciedad, lo lavé un poco con agua
caliente, lo sequé con una toalla, y sin ninguna experiencia con no
humanas, me lo acerqué al pecho para darle calor. Enseguida se subió
instintívamente a mi cuello y allí acurrucado, planeó vivir.
Pasamos un rato así, luego lo llevaba a todas partes en el interior
de la camiseta, adormilado a mi calor natural, mientras yo lavaba los
caracoles, los metía en una olla con agua y los ponía a hervir. A
fuego muy lento. Los caracoles sentían la temperatura subir
exageradamente y pugnaban por salirse de la olla, pero yo los metía
de nuevo, mientras el gato dormitaba enroscado a mi vientre. Unos 150
caracoles tuvieron una muerte lenta y dolorosa, pero yo pensaba en el
gato de mi vientre, más maltrecho que vivo.
Quise
darlo en adopción, pregunté aquí y allá sin resultados, en un
pueblo los gatos no se tienen en casa, salen a matar pájaros y las
chavalas los disparan con escopetas de perdigones, o revientan las
camadas contra el hormigón. Es la bucólica vida campestre...
El
gato quiso llamarse Grzegorz, Gregorio en castellano, acaba una
acostumbrándose a una sombra que te sigue, juega y parece quererte o
al menos pasarlo bien contigo. Yo seguí con mis muertes lentas a
caracoles, comiéndome a otros animales y acariciando a mi Gregorio,
un animal excepcional que no se comía. Le daba de comer trozos de
otros animales, porque así debía ser, porque era de tontas hacer lo
contrario, porque los gatos comen carne, no importa si de ballena o
de buey, y no se detiene una a pensar la procedencia, o si un gato en
libertad hubiera cazado una oveja o una vaca. Carne es carne, carne
buena, carne ajena, carne muerta. Carne.
Los
caracoles seguían siendo asesinados, hervidos vivos, en silenciosa
muerte.
Cuando
convives con alguien con quien no puedes comunicarte más que en
idioma corporal, aprendes idiomas. Lo que parecía una cosa es otra,
lo que aparentaba esto resultaba ser aquello. Aprendes a mirar más y
ver menos, a querer sin retroactivo, a respetar, por ello estoy
convencida del efecto pedagógico de esa comunicación. Un año más
tarde me hice vegetariana.
Fue
de repente, viendo fotos de muchos gregorios en naves grandes como
infiernos, ví gregorios colgados de ganchos, degollados gregorios,
aplastados gregorios que tenían cuernos, lana o plumas, había
miradas de gregorios condenadas a ser cosas, mutilaciones, carne.
Carne de gregorio. Vi los gregorios intentando escapar de una cazuela
a fuego lento, vi sus vidas y vi sus muertes. Un animal rescatado
ayuda a ver a los que no lo fueron, es como un consulado de miserias,
una embajada del miedo, un transporte del deseo de la vida. No hay
especies para una cosa y especies para otra. Pude haber cuidado con
cariño un caracol (animales los cuales, simplemente me fascinan) y
haber hervido vivos a muchos gatos, su carne es sabrosa. Pude hacerlo
aunque nací en un lugar donde eso no se hace, pero si fuera
costumbre, lo hubiera podido hacer, la desconexión con la ética en
el mundo humano es abrasadoramente desoladora.
Gregorio
murió cuando en casa ya habían otros varios gatos rescatados. Murió
cuando ya era vegana, porque no quería explotar a madres gregorio
para robarles sus leches después de degollar a sus hijas gregorio, porque no
quería que gregorios de vaginas infectadas sufrieran vidas
miserables y muertes prematuras para que yo comiera sus huevos. Me
hice vegana porque aquel Gregorio era el mensajero de la vida, y yo
supe leer en sus ojos de botella a la deriva, la nota enviada por
billones de animales encerrados, que habían mandado a Gregorio a mi
vida para recordarme las suyas.
Por
eso, cada vez que miréis a los ojos de los animales que viven con
vosotras, imaginad que son terneras, vacas, pollos, pavos, peces,
cangrejos, caracoles, leones, ovejas, gallinas, conejos, liebres, y
cualquier animal al cual os hayan enseñado a devorar o esclavizar,
porque ellos también quieren vivir como aquellos que duermen
confiados en vuestro regazo, que os miran con un número infinito de
miradas en el idioma de la vida y de la libertad. Esas miradas os
están pidiendo el veganismo, el “trata a las demás como quieras
ser tratada”. Cuando acariciéis a vuestra familia no humana,
acariciad también a todas a las que representan.
Los
ruidos de la sociedad y la cultura son distorsiones, arritmias de la
sintonía de la vida. La sociedad humana es el infierno de las no
humanas. Cada Gregorio merece vivir, tenga pelo, escamas, plumas o
desnudez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario