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lunes, 7 de noviembre de 2016

COCÍ GATOS A FUEGO LENTO



Volviendo de las huertas con el cubo lleno de caracoles que recogí tras la lluvia, escuché un graznido en una arboleda cerca de mi casa. Aficionada a la ornitología, sin embargo jamás había escuchado esa voz de pájaro, gritaba fuerte y estaba convencida de que no era ninguna especie habitual por la sierra, así que me adentré entre los arbustos, atenta a las ramas, escuchando esa canción desesperada. A unos metros me dí cuenta de que procedía del suelo, no de las alturas, y delante mío, en una bolsa de plástico cerrada, un bulto se movía. Dejé mi cubo lleno de caracoles y abrí la bolsa, dentro habían 5 cachorros de gato, con el cuerpo o la cabeza reventadas, uno de ellos se movía, entre puses, orines y sangre húmeda, sobrevivió. Habían introducido toda la camada en una bolsa, la habían estrellado varias veces contra una pared y la habían arrojado a la arboleda. Se conoce que el cuerpo de sus hermanas amortiguó el impacto fatal, y uno negro, deformado por el dolor y el terror, pudo vivir. Lo deposité sobre los caracoles y lo subí de inmediato a casa.

Allí le quité los coágulos, la suciedad, lo lavé un poco con agua caliente, lo sequé con una toalla, y sin ninguna experiencia con no humanas, me lo acerqué al pecho para darle calor. Enseguida se subió instintívamente a mi cuello y allí acurrucado, planeó vivir. Pasamos un rato así, luego lo llevaba a todas partes en el interior de la camiseta, adormilado a mi calor natural, mientras yo lavaba los caracoles, los metía en una olla con agua y los ponía a hervir. A fuego muy lento. Los caracoles sentían la temperatura subir exageradamente y pugnaban por salirse de la olla, pero yo los metía de nuevo, mientras el gato dormitaba enroscado a mi vientre. Unos 150 caracoles tuvieron una muerte lenta y dolorosa, pero yo pensaba en el gato de mi vientre, más maltrecho que vivo.

Quise darlo en adopción, pregunté aquí y allá sin resultados, en un pueblo los gatos no se tienen en casa, salen a matar pájaros y las chavalas los disparan con escopetas de perdigones, o revientan las camadas contra el hormigón. Es la bucólica vida campestre...


El gato quiso llamarse Grzegorz, Gregorio en castellano, acaba una acostumbrándose a una sombra que te sigue, juega y parece quererte o al menos pasarlo bien contigo. Yo seguí con mis muertes lentas a caracoles, comiéndome a otros animales y acariciando a mi Gregorio, un animal excepcional que no se comía. Le daba de comer trozos de otros animales, porque así debía ser, porque era de tontas hacer lo contrario, porque los gatos comen carne, no importa si de ballena o de buey, y no se detiene una a pensar la procedencia, o si un gato en libertad hubiera cazado una oveja o una vaca. Carne es carne, carne buena, carne ajena, carne muerta. Carne.

Los caracoles seguían siendo asesinados, hervidos vivos, en silenciosa muerte.

Cuando convives con alguien con quien no puedes comunicarte más que en idioma corporal, aprendes idiomas. Lo que parecía una cosa es otra, lo que aparentaba esto resultaba ser aquello. Aprendes a mirar más y ver menos, a querer sin retroactivo, a respetar, por ello estoy convencida del efecto pedagógico de esa comunicación. Un año más tarde me hice vegetariana.

Fue de repente, viendo fotos de muchos gregorios en naves grandes como infiernos, ví gregorios colgados de ganchos, degollados gregorios, aplastados gregorios que tenían cuernos, lana o plumas, había miradas de gregorios condenadas a ser cosas, mutilaciones, carne. Carne de gregorio. Vi los gregorios intentando escapar de una cazuela a fuego lento, vi sus vidas y vi sus muertes. Un animal rescatado ayuda a ver a los que no lo fueron, es como un consulado de miserias, una embajada del miedo, un transporte del deseo de la vida. No hay especies para una cosa y especies para otra. Pude haber cuidado con cariño un caracol (animales los cuales, simplemente me fascinan) y haber hervido vivos a muchos gatos, su carne es sabrosa. Pude hacerlo aunque nací en un lugar donde eso no se hace, pero si fuera costumbre, lo hubiera podido hacer, la desconexión con la ética en el mundo humano es abrasadoramente desoladora.

Gregorio murió cuando en casa ya habían otros varios gatos rescatados. Murió cuando ya era vegana, porque no quería explotar a madres gregorio para robarles sus leches después de degollar a sus hijas gregorio, porque no quería que gregorios de vaginas infectadas sufrieran vidas miserables y muertes prematuras para que yo comiera sus huevos. Me hice vegana porque aquel Gregorio era el mensajero de la vida, y yo supe leer en sus ojos de botella a la deriva, la nota enviada por billones de animales encerrados, que habían mandado a Gregorio a mi vida para recordarme las suyas.

Por eso, cada vez que miréis a los ojos de los animales que viven con vosotras, imaginad que son terneras, vacas, pollos, pavos, peces, cangrejos, caracoles, leones, ovejas, gallinas, conejos, liebres, y cualquier animal al cual os hayan enseñado a devorar o esclavizar, porque ellos también quieren vivir como aquellos que duermen confiados en vuestro regazo, que os miran con un número infinito de miradas en el idioma de la vida y de la libertad. Esas miradas os están pidiendo el veganismo, el “trata a las demás como quieras ser tratada”. Cuando acariciéis a vuestra familia no humana, acariciad también a todas a las que representan.

Los ruidos de la sociedad y la cultura son distorsiones, arritmias de la sintonía de la vida. La sociedad humana es el infierno de las no humanas. Cada Gregorio merece vivir, tenga pelo, escamas, plumas o desnudez.

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