Analizando el cerebro humano
la neurobiología encontró en cerebros de primates “avanzados”,
delfines y otros balénidos, la neurona fusiforme que controla las
relaciones sociales complejas en regiones cerebrales comunes,
asociadas a la conciencia social, el criterio, la ética, la
atención. La existencia de esa neurona común se traduce en que
muchos otros animales no humanos poseen comportamientos sociales,
tales como cooperación y comunicación compleja, es decir, funciones
cognitivas que habíamos negado a las no humanas desde siempre, así
como memoria, aprendizaje y adaptabilidad, es decir, inteligencia.
Dudamos
de que la inteligencia tecnológica del ser humano sea algo más que
eso, una inteligencia menor, cuando la utiliza para destruir su
propia casa o construir bombas atómicas. No es una opinión, sino un
análisis objetivo del transcurso de nuestra historia, porque
si durante un sólo minuto el ser humano tomara plena
consciencia del mal que comete contra las otras especies, contra el
medio ambiente y contra sí mismo, le sería
imposible soportarlo. Si durante un minuto pudiera verse
ante el espejo de
su propia naturaleza tóxica, lo que viera le conduciría a un
inmediato suicídio
masivo específico.
El bien y
el mal no son relativos en nuestra especie, los necesitamos para
alcanzar el equilibrio que poseen las otras especies, el mal es sólo
es una cuestión de ausencia de consciencias, dentro
de las cuales entramos y salimos a nuestra propia
conveniencia, y no a la
común. Sin la
consciencia, el ser humano es una protoespecie mecánica ciega
dirigida a su extinción. Las
civilizaciones humanas, desde los primeros
asentamientos gregarios hasta los imperios más depredadores y
expansivos, han sido construídos con un material omnipresente y
abundante, del cual jamás adolecimos. El éxito del ser humano
dominando el planeta se basa en ese material, cuya consistencia
sólida ha creado los cimientos, la estructura y la pasta adhesiva de
todo el conjunto. Ese material es el miedo. Para los reboces, los
adornos y la estética de las civilizaciones, usamos
otros materiales más fatuos y quebradizos, pero igualmente vigentes,
como la soberbia, la avarícia, la vanidad o la arrogancia, entre
otros.
Somos
mamíferos enclenques, inestables, siempre tropezando porque nos
sienta mal la verticalidad -que
asumimos quizás, para otear el horizonte en la sabana original,
temiendo los depredadores-. Somos monos desnudos poco resistentes, de
vista miserable, oído absurdo, olfato patético, y velocidad o
agilidad nefastas, presas fáciles por tanto de ataques de pequeños
y grandes invasores. Desde el punto de vista evolutivo somos un
fracaso físico, el
cual cada vez se profundiza más, hasta el
punto de que hemos invertido lo que somos e identificado nuestra
supuesta gloria en nuestra inteligencia, fácilmente
desacreditable cuando
la usamos para atrapar
pokemones o alimentarnos de basura, carroña y
otras muestras de absurdos. En todo caso,
somos naturalmente presas, animales diurnos que se jactan de haber
sometido a la noche, pero dentro de la cual, sin artificios, somos
frágiles y reaccionamos a esa fragilidad con miedo.
El miedo
es el caldo de cultivo de las iniciativas, de las estructuras de
poder, de la toma de decisiones, de los procesos de odio, de las
relaciones afectivas, de los cambios sociales, de nuestra
cotidianeidad. Miedo a no sufrir, miedo a sufrir, a amar, a no amar,
a poseer o no hacerlo, a hacer o dejar de hacerlo. Inventamos
a los dioses para encorajarnos ante las inmisericordias que la
naturaleza reserva a las presas naturales como nosotras, e inventamos
las armas para paliar el miedo pero lo único que hacen es provocarlo
más. El miedo nos domina, nuestras vidas giran en torno al pavor y
al intento de controlarlo.
En
el mundo de las personas no humanas, hay miedo también, osos
y primates encerrados en jaulas que
se abrazan a sí mismos, elefantes enclaustrados
sujetando con la trompa su propia cola,
perros enloquecidos de agresividad a la falta de una carícia,.... La
soledad en los animales sociales es un dolor profundo, doloroso como
una herida abierta, cuya intensidad se prolonga en secuelas durante
toda la vida, aunque no exista la soledad inicial que generó el
sufrimiento. Sufrimos de soledad como sufrimos de cáncer, artritis o
miedo.
Como un
moco vivo, viscoso, el miedo sube por las piernas. O cae como una
lluvia pegajosa, o entra como una nada tóxica y toma los músculos y
los huesos, y asalta las arterias y secuestra el sistema nervioso
hasta profundizar a los lugares más
íntimos de la existencia. Como un invasor
lento, el miedo se lega de la madre
maltratada a la hija sumisa, del padre violento al hijo feroz, como
una herencia venenosa que estalla en las palabras y los golpes.
Por las
sombras de la cotidianeidad, donde no alcanza el sol, el miedo repta
buscando cuerpos. Encuentra a la vaca acorralada entre el hormigón y
el cuchillo de la gula asesina,
a la niña desgarrada por el bulto uniformado o el bulto con sotana
que dijeron venir en son de paz, y las hace mearse encima, cagarse
encima, vomitarse encima. El miedo antiguo que a veces es temor y a
veces terror, que encuentra la soledad del perro encadenado, del
homosexual
asediado por la horda nauseabunda, de la chica que vuelve a casa sola
por la noche. De la chica que vuelve a casa sola... Entonces el
miedo, que siempre fue nuestra amiga,
que nos enseñó que el fuego quemaba, que nos enseñó la cautela
preventiva y el
huir del dolor, se crece en la voz de la jefa amenazante, se
crece en la diferencia que debiera
enriquecernos y nos discrimina, en la exclusión de nuestro modo de
amar o vivir. O a veces el miedo cae como una bomba, o se alza como
una mina antipersona, que rompe a una anciana como quien rompe un
juguete o nos deshereda de su bonhomía económica. El
miedo a morir, el miedo a vivir, el miedo imprescindible, convertido
en totalitaria condición de vida.
No
podemos dirigir nuestras vidas entorno al miedo y la venganza,
debemos no temer y no ser temidas. No se
trata de temeridad, sino de construir entorno al respeto e incluso
entorno al amor. Somos frágiles y debemos
construir civilizaciones pensando en esa condición, en el cuidado de
lo vulnerable, en la protección de la inocencia, en
la exhaltación de la nobleza y la bondad,
no en la supremacía de lo falto de escrúpulos, no
en el miedo. Una sociedad que vele, respete
y no se sustente en el miedo propio o el ajeno, es sin duda una
sociedad mejor.
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