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martes, 4 de octubre de 2016

HIJAS DEL MIEDO


Analizando el cerebro humano la neurobiología encontró en cerebros de primates “avanzados”, delfines y otros balénidos, la neurona fusiforme que controla las relaciones sociales complejas en regiones cerebrales comunes, asociadas a la conciencia social, el criterio, la ética, la atención. La existencia de esa neurona común se traduce en que muchos otros animales no humanos poseen comportamientos sociales, tales como cooperación y comunicación compleja, es decir, funciones cognitivas que habíamos negado a las no humanas desde siempre, así como memoria, aprendizaje y adaptabilidad, es decir, inteligencia.

Dudamos de que la inteligencia tecnológica del ser humano sea algo más que eso, una inteligencia menor, cuando la utiliza para destruir su propia casa o construir bombas atómicas. No es una opinión, sino un análisis objetivo del transcurso de nuestra historia, porque si durante un sólo minuto el ser humano tomara plena consciencia del mal que comete contra las otras especies, contra el medio ambiente y contra sí mismo, le sería imposible soportarlo. Si durante un minuto pudiera verse ante el espejo de su propia naturaleza tóxica, lo que viera le conduciría a un inmediato suicídio masivo específico.

El bien y el mal no son relativos en nuestra especie, los necesitamos para alcanzar el equilibrio que poseen las otras especies, el mal es sólo es una cuestión de ausencia de consciencias, dentro de las cuales entramos y salimos a nuestra propia conveniencia, y no a la común. Sin la consciencia, el ser humano es una protoespecie mecánica ciega dirigida a su extinción. Las civilizaciones humanas, desde los primeros asentamientos gregarios hasta los imperios más depredadores y expansivos, han sido construídos con un material omnipresente y abundante, del cual jamás adolecimos. El éxito del ser humano dominando el planeta se basa en ese material, cuya consistencia sólida ha creado los cimientos, la estructura y la pasta adhesiva de todo el conjunto. Ese material es el miedo. Para los reboces, los adornos y la estética de las civilizaciones, usamos otros materiales más fatuos y quebradizos, pero igualmente vigentes, como la soberbia, la avarícia, la vanidad o la arrogancia, entre otros.

Somos mamíferos enclenques, inestables, siempre tropezando porque nos sienta mal la verticalidad -que asumimos quizás, para otear el horizonte en la sabana original, temiendo los depredadores-. Somos monos desnudos poco resistentes, de vista miserable, oído absurdo, olfato patético, y velocidad o agilidad nefastas, presas fáciles por tanto de ataques de pequeños y grandes invasores. Desde el punto de vista evolutivo somos un fracaso físico, el cual cada vez se profundiza más, hasta el punto de que hemos invertido lo que somos e identificado nuestra supuesta gloria en nuestra inteligencia, fácilmente desacreditable cuando la usamos para atrapar pokemones o alimentarnos de basura, carroña y otras muestras de absurdos. En todo caso, somos naturalmente presas, animales diurnos que se jactan de haber sometido a la noche, pero dentro de la cual, sin artificios, somos frágiles y reaccionamos a esa fragilidad con miedo.

El miedo es el caldo de cultivo de las iniciativas, de las estructuras de poder, de la toma de decisiones, de los procesos de odio, de las relaciones afectivas, de los cambios sociales, de nuestra cotidianeidad. Miedo a no sufrir, miedo a sufrir, a amar, a no amar, a poseer o no hacerlo, a hacer o dejar de hacerlo. Inventamos a los dioses para encorajarnos ante las inmisericordias que la naturaleza reserva a las presas naturales como nosotras, e inventamos las armas para paliar el miedo pero lo único que hacen es provocarlo más. El miedo nos domina, nuestras vidas giran en torno al pavor y al intento de controlarlo.

En el mundo de las personas no humanas, hay miedo también, osos y primates encerrados en jaulas que se abrazan a sí mismos, elefantes enclaustrados sujetando con la trompa su propia cola, perros enloquecidos de agresividad a la falta de una carícia,.... La soledad en los animales sociales es un dolor profundo, doloroso como una herida abierta, cuya intensidad se prolonga en secuelas durante toda la vida, aunque no exista la soledad inicial que generó el sufrimiento. Sufrimos de soledad como sufrimos de cáncer, artritis o miedo.

Como un moco vivo, viscoso, el miedo sube por las piernas. O cae como una lluvia pegajosa, o entra como una nada tóxica y toma los músculos y los huesos, y asalta las arterias y secuestra el sistema nervioso hasta profundizar a los lugares más íntimos de la existencia. Como un invasor lento, el miedo se lega de la madre maltratada a la hija sumisa, del padre violento al hijo feroz, como una herencia venenosa que estalla en las palabras y los golpes.

Por las sombras de la cotidianeidad, donde no alcanza el sol, el miedo repta buscando cuerpos. Encuentra a la vaca acorralada entre el hormigón y el cuchillo de la gula asesina, a la niña desgarrada por el bulto uniformado o el bulto con sotana que dijeron venir en son de paz, y las hace mearse encima, cagarse encima, vomitarse encima. El miedo antiguo que a veces es temor y a veces terror, que encuentra la soledad del perro encadenado, del homosexual asediado por la horda nauseabunda, de la chica que vuelve a casa sola por la noche. De la chica que vuelve a casa sola... Entonces el miedo, que siempre fue nuestra amiga, que nos enseñó que el fuego quemaba, que nos enseñó la cautela preventiva y el huir del dolor, se crece en la voz de la jefa amenazante, se crece en la diferencia que debiera enriquecernos y nos discrimina, en la exclusión de nuestro modo de amar o vivir. O a veces el miedo cae como una bomba, o se alza como una mina antipersona, que rompe a una anciana como quien rompe un juguete o nos deshereda de su bonhomía económica. El miedo a morir, el miedo a vivir, el miedo imprescindible, convertido en totalitaria condición de vida.

No podemos dirigir nuestras vidas entorno al miedo y la venganza, debemos no temer y no ser temidas. No se trata de temeridad, sino de construir entorno al respeto e incluso entorno al amor. Somos frágiles y debemos construir civilizaciones pensando en esa condición, en el cuidado de lo vulnerable, en la protección de la inocencia, en la exhaltación de la nobleza y la bondad, no en la supremacía de lo falto de escrúpulos, no en el miedo. Una sociedad que vele, respete y no se sustente en el miedo propio o el ajeno, es sin duda una sociedad mejor.

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