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lunes, 28 de marzo de 2016

MUERTAS EN VIDA

    

    Los mataderos contemporáneos representan la máxima paradoja de la sociedad actual, porque en ellos se da la facultad de matar a quienes jamas vivieron. 

    Más a menudo de lo que a veces mi corazón puede soportar, visito granjas de esclavas no humanas. Con la mejor de las medidas bienestaristas o las más infrahumanas condiciones, siempre veo muertas en vida allí. No son seres vivos, no son animales y mucho menos son personas. Las no humanas encerradas en granjas son carne, leche, hígados, mascotas, cuero, pieles, huevos,... que lamentablemente deben vivir para producir esos productos. Si por vida nos referimos a una estricta definición biológica.

    Pero ¿es vida lo que sufre un pájaro en una jaula? ¿Es vida revolcarse en los excrementos de las compañeras de pocilga? ¿Es vida poseer alas y no poder abrirlas? ¿es acaso vida no poder moverse de un recinto poco más grande que el propio cuerpo?. 

    ¿Qué es vida?

    Los veo, atados a las cadenas que les impusimos. Podemos afirmar que viven porque comen, beben, defecan y respiran, pero podemos sin embargo dudar de que vivan. La vida en la cárcel es como un paréntesis de la vida real, la cual necesita libertad para poder denominarse. Tal es la necesidad de libertad de los animales, los cuales, pudiendo vivir encerrados, por el contrario no podemos. 

    Locura, estrés, soledad, miedo, son palabras familiares, como la palabra muerte. No obstante sin imaginación, sin haberlas sufrido, sin capacidad de evocarlas en nosotras cuando es otra quien las sufre, se quedan en simples palabras. Las palabras son títulos para describir algo que siempre será mucho mas importante que la propia palabra. La palabra terror por ejemplo, en la expresión facial de un primate entrenado con inimaginable violencia para la actuación en un circo no es más que dos vocales y cuatro consonantes si no sabemos ponernos en la piel de dicho mamífero, igual que el pez repentina y dolorosamente horadado en la garganta por el anzuelo, que se debate aterrado contra la fuerza que lo atrae hacia la orilla. Es cuando sentimos ese terror u otros similares que lo comprendemos y lo memorizamos en el diario de lo que debemos evitar, porque duele. El terror duele, no causa hematomas visibles, no sangra con profusión roja, pero duele en el presente y en el futuro. Las heridas físicas se olvidan cuando dejan de atacar las terminaciones nerviosas, pero las psíquicas nos acompañan durante la vida, emergen, sofocan, desvelan...son peores que las lacerantes pero temporales llagas en la carne. Un perro atado a una caseta, experimenta una soledad cuya palabra apenas puede abarcar la dimensión de esa carencia de socialización. La palabra aburrimiento se asocia a estar tirada en un sillón experimentando el paso irremediable del tiempo sin ocupación ni pensamiento que nos llame la atención. Sólo se aburren las estúpidas... y las encerradas. Por eso cuando hablamos del aburrimiento de los animales condenados al zoo, lo hacemos con espanto, con alarma, con dolor, porque el aburrimiento es la muerte en vida, el vestíbulo inmediato a la locura.

    La mayoría de las personas que leen este y otros textos tienen un trabajo o unas obligaciones que se han impuesto. Nadie las obliga. Nadie. Son obligaciones lógicas autoimpuestas para consumir los lujos que la sociedad ofrece, desde al agua caliente hasta el aceite de trufas, pasando por tomarse una cerveza en un bar, comprarse un palo de selfies o alguna ropa dirigida a satisfacer vanidades sociales y no a regular temperaturas. Obtenemos dinero para comprar y con ello los beneficios de la comodidad o la estupidez moderna. Ese tiempo invertido ganando dinero es, sin embargo, en todo momento fruto de una voluntariedad, es decir, lo hacemos porque queremos. Podríamos ir más allá y juzgar a la sociedad capitalista como culpable de nuestras absurdas madrugadas de lunes, o de no poder ir al parque un día de primavera radiante porque nuestra jornada no ha concluído...,  pero en última instancia y salvando análisis más profundos, somos dueñas de nuestra voluntad, y todo cuanto decidimos lo hacemos sin una pistola en la cabeza que nos obligue a ello. Nuestras obligaciones y esclavitudes son decisiones propias. Y en caso de estrés, siempre nos queda el fin de semana, las vacaciones o cualquiera de las válvulas de escape perversas con que toleramos la vida de obligaciones que elegimos. Mientras prolongamos la agonía hasta que un día, simplemente morimos. Es el precio que se paga por "tener".

    Muy por el contrario, las no humanas están donde están únicamente por la fuerza, bajo pena de golpes o de no haber nacido siquiera (por ello la solución de la liberación animal es que no nazcan bajo nuestra supervisión). La voluntad de una vaca jamás sería dar sus hijas a degollar para que alguien le robara la leche que supuró para ellas, el interés de una gallina no es agonizar descalcificándose durante 15 meses poniendo huevos que la matan poco a poco y que no podrá siquiera empollar.  La voluntad del cerdo no es sobrevivir en un mundo de hormigón y aire enrarecido, apelmazado junto a 10 compañeros más, así como el deseo del visón no es el de comerse sus propias extremidades del inmenso inmenso inmenso sufrimiento de una vida encarcelado. La voluntad de las no humanas es vivir la vida como jamás las humanas solemos ser capaces de vivirla como especie: en libertad. La libertad es la cuenta pendiente más urgente del ser humano, entenderla y practicarla. Libertad con los riesgos que comporta ser libre, libertad con los delirios y ventajas de la libertad, con la belleza suprema de la falta de obligaciones impuestas. Libertad que conlleva no esclavizar, porque cuando esclavizamos nos hacemos cargo de ese enclaustramiento, y ello ya nos supone una obligación.



    Sólo en libertad los animales podemos ejercer eso que tan equivocadamente adjudicamos como vida a la existencia habitual, cuando hablamos de la vida de las personas no humanas. Resulta obligatorio ser un poco más ambiciosas en nuestras expectativas para con la propia vida, pues el rebajar la valía de nuestro tiempo degrada automáticamente la que adjudicamos al de las demás.

    Más de lo que mi corazón soporta a veces, veo las miradas de las esclavas, se pueden ver en internet sin sufrir en el olfato el hedor donde sobreviven y sobremueren. Son miradas tristes, muertas, insoportables porque miran desde el lado invivible de la vida. Los terneros lamen las manos buscando el hierro que no reciben en su dieta para que el color de su carne sea más pálido. Los zorros se encogen en el fondo de la jaula aterrorizados. Los pollos entreabren sus ojos aturdidos e inseguros de si todavía viven o ya murieron y todo dejó de doler. Los perros incomprenden en sus multitudinarias jaulas que será adopción o ejecución. Y cuando me alejo de la granja, entonces ya no me contengo, y las lágrimas caen por fin libres y desesperadas, escuchándoles quejarse en la noche, mientras cobardemente me alejo junto al viento libre que diluye la fetidez de sus enclaustramientos. Y vuelvo a mi libertad mientras ellos siguen ahí, muriendo su vida. 

    Las consumidoras confían en las leyes para entumecer sus conciencias, y las no humanas confian en la granjera porque no tienen nada más que el agua y la comida que reciben, pero la pureza de su inocencia no concibe el asesinato que les espera, aunque cuando este llega ya se trata de una segunda muerte.
    A su primera muerte, insisto, la llamamos vida.

    Los mataderos contemporáneos realizan la paradoja de matar a quien nunca vivió. No hay un menor consumo de carne válido, no hay una reducción de los productos de origen animal, no hay lunes sin carne, ni pensar que un cerebro desarrollado fue facilitado o nos da derecho a tanta perversidad. La explotación de las no humanas es lo más horrendo que hace nuestra especie contra la vida, porque es premeditada y justifica la premeditación del mal para ciertos fines, como el de la tortura lo sería para una confesión. Esa explotación premeditada mueve el mundo en el que señoreamos contra las demás, libres y poderosas, arrogantes y malvadas. 

    El infierno existe más alla de un burdo imaginario religioso. El infierno es una correa, una cubeta, un bozal, una jaula. El infierno es una herradura, un collar, un cuchillo, un yugo. El infierno son unos electrodos, unos barrotes, un modo prematuro de morir, un modo premeditado de malvivir entre terrores y soledades. Ahora que logramos que el perro hable en su idioma de miradas y de afectos, en su aullido lastimero comprendido para que dejemos de matarlo, es tiempo de que el pollo maulle y el cerdo trine. Es hora de que la vaca sea inteligible a los oídos de quien la mata y el grito del pez asfixiándose sea por fin audible a la sorda sociedad humana, acostumbrada a su cuerpo frito. Renunciemos a explotar inocentes, protestemos, luchemos, organicémonos por encima de nuestras esclavitudes personales voluntarias. Nada cambia porque sí, siempre hay motores de cambio, chispas que incendian. Las vidas de las no humanas son tan imprescindibles como la tuya propia. Cambiemos el culto a la muerte que nos educaron a seguir y movámonos por la vida y la libertad.


















   

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