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lunes, 4 de enero de 2016

APOLOGIA DE LA RADICALIDAD

    Los media y el imaginario público -adicto a no cambiar-, han consensuado a despecho de la objetividad, que la palabra radical ofrezca una connotación peyorativa, extrema, deleznable por exagerada, inaceptable en la medida de la violencia que supuestamente conlleva, lo cual por desprendimiento derive en algo perseguido no sólo por la ley sino por la armonía social. Radical: malo, moderado: bueno; díce el manual.

    Etimológicamente el término radical proviene del latín radiculis, es decir, radícula, raíz, con lo cual ya tenemos un orígen bastante más hermoso y objetivo que el ofrecido por el pensamiento único, porque bien sabemos que no hay árboles sin raíces, y aunque pueda morir o ser mutilada la parte aérea de ciertos vegetales, mientras la raíz siga viva, la planta sobrevivirá. Algo similar sucede con los movimientos sociales sometidos a represión, que pretendiendo erradicarlos con amputaciones, sólo se consigue que la censura y la discriminación genere desobediencia, y con ella brotes más fuertes y decididos. La represión riega la desobediencia, desde siempre y para siempre. Gracias a las raíces, gracias a buscar la raíz de los problemas es que las civilizaciones evolucionan o se suicidan agonizando ante sus propios conflictos sin resolver.

    Homo sapiens es la definición demasiado ampulosa y pretenciosa que gente megalómana eligió para nominarnos, equivocada, en lo que sabemos hoy día de cognoscitiva extraespecífica. Las no humanas también piensan. Por una mera cuestión de humildad vale la pena recordar que somos la única especie que posee arsenal nuclear, construye granjas, mataderos y campos de concentración (con sus cámaras de gas y crematorios inclusive) o que deforesta bosque pluvial para imprimir folletos publicitarios. Una sugeriría otros nombres científicos alternativos a sapiens, barajando entre Homo pateticus, Homo fascistus, Homo Imbecilis o cualquier propuesta en esta línea de asociación. Derrocar de su trono totalitario la idea de superioridad de nuestra especie es algo prioritario y no simplemente testimonial o literario. Una vez desinflados nuestros delírios de grandeza, nos daremos cuenta de nuestra fragilidad y con ella nuestro imperativo de cooperación, equidistancia, igualdad y justicia como bases de civilizaciones armónicas, pacíficas y duraderas.

    Cada vez que empleamos la palabra veganismo un concierto de suspiros, carraspeos, miradas de disimulo, sonrisas a media asta, alzamiento de hombros, rostros de extrañeza, expresiones de burla, comentarios de desprecio, acusaciones de ingenuidad, cuando no ira, odio, o vehemente contra, estallan con la fanfarria de la ignorancia consentida para desprestigiar la forma y el contenido de esa palabra. Incluso en los ambientes más académicos y elitistas vemos con sorpresa de qué modo la legión de imbéciles éticas que domina dichos ecosistemas (que bien pueden destacar en arte y cultura, pero ser completas ineptas en temas éticos), se afanan en desentramar una red intelectual bastante patética, pretendiendo algo tan mezquino como defender su derecho a comer kebab o lechón asado, y poniendo todo su empeño y bagaje neuronal en tal empresa.

    Aterrorizadas por el viejo miedo a perder nuestros privilegios de especie dominante, la ciencia sustituye con placer el papel tradicional del oscurantismo religioso para continuar blindando la leyenda de la superioridad humana ante las demás especies animales, cuestionando con cada vez más absurdos libelos de datos empíricos, el por otro lado urgente cambio de nuestros hábitos en beneficio de nuestras vecinas animales.

    No en pocas ocasiones se utiliza la lentitud de la sociedad y su negligencia ante la pérdida de privilegios como barrera insalvable en la lucha en favor de las no humanas, recomendando no usar una vía radical o métodos más expeditivos para visualizar la barbarie infrahumana (en abierta oposición a toda idea de humanismo), por temor a crear rechazo entre la población y un efecto contraproducente en el camino de la erradicación del dominio institucional sobre otras especies. Métodos suaves, inocentes, inteligentes, racionalizados hasta la caricatura, exentos de imágenes duras o comentarios ásperos, pretenden dulcificar el cambio social en grupos humanos atemorizados por la doctrina del shock, por la sobredosis de información y el trepidante ritmo de la vida moderna. Métodos que guíen como un rebaño de humanas dóciles, a sus rediles de buena conducta, sin traumas, sin conciencia de sí mismas y de su entorno, arrullándolas en una simbología más cosmética que fáctica, sin darse cuenta de por qué, cómo y qué han hecho. "Un día la sociedad despertará siendo vegana, y nadie sabrá por qué ha sucedido".

    El camino dulce -lo que Francione llamaba la "lluvia sin truenos"-, es el responsable de que en las últimas tres décadas, habiendo duplicado la población humana mundial, sin embargo, la cifra de no humanas ejecutadas para el capitalismo especista se ha multiplicado varias veces. Dicha explosión no obedece a un crecimiento exponencial proporcionado, sino a porcentajes dictados por la necesidad del mercado, el dios que todo lo ve. La industria de la carne (responsable del 99 por ciento de los asesinatos de no humanas en el mundo),  genera una huella ecológica mucho más profunda que cualquier otra actividad humana, acrecentando asimismo un déficit del erario público en materia de subvenciones, sanidad, accidentalidad, medidas medioambientales, pérdida y degradación de ecosistemas. Dicho desangre económico tiene un coste inmenso para la contribuyente. El consumo de carne, bien sea "ecológica" o industrial, de ganaderia intensiva o extensiva, de pesca controlada o de arrastre, conlleva un enorme desgaste económico a expensas de todas -mediante la socialización de las pérdidas-, independientemente de su opción dietética. El capricho de la carne destruye el mundo.

    Acostumbradas a que la libertad signifique el libertinaje de quienes dominan, hemos convertido la palabra prohibir en un término tabú en ámbitos políticos de alta esfera, con la misma celeridad que se hace en ambientes libertarios. Y cuando hablamos de prohibir la carne y la cría de no humanas que ello implica, aparece como naipe en manga de nuevo el desprecio de la radicalidad como método execrable, olvidándonos que prohibida está la pedofília, la violación sexual de mujeres, el asesinato, la tortura y muchas otras vulneraciones, y que está bien que se hayan prohibido. Sin darle a la ley más valor que el que tiene: regular a una especie con problemas de convivencia entre sí misma y con las demás.

    Contra quienes acusan de antropomorfizar a las demás especies animales y disneyficar con ingenuidad infantil el movimiento animalista, debemos ofrecerle la realidad sin adornos (en oposición a la propaganda humanitaria-bienestarista de la industria especista), ello va a conllevar cierta radicalidad en las formas y en los contenidos. De otro modo la deuda que tenemos con las no humanas (cualitativa y cuantitativamente), crecerá con la misma virulencia con que el sistema capitalista fuerza el crecimiento de la producción mundial de cualquier bien de consumo: con terror y sin medida.

    Mucho nos tememos que la estrategia de la mera concienciación ha quedado obsoleta. Podemos aceptar -y debemos- el vegetarianismo como paso transitorio no prolongable hacia la dieta vegana (aunque el vegetarianismo cause mucho más sufrimiento al animal que el carnivorismo por la dilatación de la agonia en caso de huevos y lácteos), simplemente porque la era de la información se ha convertido en una saturación insoportable de puntos de vista que funcionan como pantallas de humo para derivar el verdadero enfoque del problema: las no humanas nos sufren. 

    Hay que forzar insistentemente los mecanismos jurídicos, políticos, sociales, morales, filosóficos, y económicos hacia el fin de la explotación animal, exigiendo prohibiciones en favor de las no humanas, y como beneficio indiscutible de la salud del planeta, de la economía y la justicia social, así como la salud humana. Debemos solventar los problemas desde la raíz, porque si esta está enferma, va a afectar al crecimiento del árbol y a sus propias perspectivas de supervivencia. 

    Recordemos que es el árbol común donde anidamos junto a trillones de individuas más, con igual derecho a rama y sombra, a espacio, vida y libertad.
   
   

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