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sábado, 3 de octubre de 2015

EN CAMINO

       Sur, suroeste. Las conversaciones alborotadas de las grullas congregándose en los claros del bosque antes del gran viaje, me informan que comenzó de nuevo la migración: el cielo se llena de uves. Sur-suroeste. Las coordenadas son siempre las mismas, aunque las aves saben evitar las zonas de conflicto humano, porque se asustan de nuestra estupidez y nuestras ganas de despedazarnos en las guerras y fuera de ellas. Somos la única especie capaz de desviar el rumbo de las ínclitas navegantes, pero ellas saben sortear las explosiones y reencontrar el camino. Sur suroeste, en camino. Los gritos de los gansos en la garganta de nuevo, inquietos por el periplo venidero. En familia al atardecer, en colectivos de afinidad, en grupo de amigas de veinte, treinta, cientos.... Dibujando uves de victoria. Se trasladan como ñues, como mariposas monarca, como humanas buscando pastos mejores, verdosos valles, condiciones vitales mejores... Las civilizaciones animales somos los frutos de las migraciones, sin ellas, el mundo no estaría poblado.

    El derecho universal a migrar no lo otorgan los gobiernos, sino los aminoácidos, los ganglios, las glándulas, los genes... el impulso en las biografias de todas las evoluciones, de plantas que lanzaron semillas al viento o las mandaron a otros lugares en las digestiones de algunos animales, de animales que nos atrevimos a cruzar ese río, ese paso de montañas, ese barranco, y accedimos a otros territorios... Las no humanas migran igual que las humanas. Las humanas migramos igual que las no humanas.

    Las humanas migramos igual que las no humanas, un poco más torpemente, eso sí, sin la gracia conmovedora de su vuelo, su trote o su natación extraordinaria, un poco más a trompicones, sin el arte de moverse, pero decididamente lo hacemos. Somos una especie eminentemente migratoria, ni los milenios de gregarismo original que permitió con la agricultura cierta seguridad alimenticia, ni la invención de esa aberración llamada frontera han bloqueado el instinto medular de movernos en nuestra especie, por eso viajamos cuando tenemos posibilidad, por internet, un fin de semana, unas vacaciones, un éxodo o un cambio de pais, a pesar de que esa necesidad haya creado esa plaga en peligro de expansión llamada "turista". En todo caso, huyendo de la rutina, de la pobreza, de la guerra, o acercándonos a algo que nos cautiva, nos movemos, migramos. Moverse es vivir, necesitamos "ir a" y "venir de".

    No existe inmigración o emigración, no hay un dentro o un fuera de ninguna parte, el geoide donde habitamos sólo tiene fronteras naturales en función de las características anaerobias o acuaticas de las respiraciones, por eso un río o un océano pueden ser una frontera, unas montañas heladas pueden ser otra, fuera de las posibilidades fisicas, el resto de fronteras son mentales, forzadas, absurdas. Los animales remamos el aire o el agua sin más bitácora que lo que se graba en las memoria genética. Todas somos libres, pero al tiempo esclavas de nuestros imperativosa fisiológicos, los más placenteros de satisfacer y los que dan sentido al viaje.

    Hace poco años se descubrió que existian en el mundo no una sino dos especies de manta raya, una especie migratoria como la humana. Si bien la más impresionante es la manta gigante oceánica -con hasta siete metros de envergadura-, se sabe más de la manta raya de arrecife, habitual de las Islas Maldivas. Dicha manta, en épocas de abundancia de zooplancton, se alimenta entre tiburones ballena de un modo maravilloso: cientos de ellas giran juntas en espiral generando torbellinos de agua al tiempo que filtran cientos de litros de agua atestada de plancton. La corriente generada por su giro unísono atrae por centrifugación a más plancton, e incluso las buceadoras que observan el espectáculo reconocen que pueden sentir la fuerza atrayente que genera el baile. Es una experiencia que haría feliz a cualquier apasionada de la fauna. La cultura de las mantas raya forma parte del riquísimo legado animal que llamamos biodiversidad. La biodiversidad es crucial para la salud de las especies. El intercambio genético que evita que la especie degenere, se vicie y derive en los problemas de la endogamia. Para el intercambio genético, las migraciones son inevitables.

    En esencia el cerebro y el corazón se componen de material explosivo que inflama en contacto con la consciencia y el sentido común. Su onda expansiva es arrasadora y contagia otros cerebros y otros corazones, prende muchas mechas y olvida la obsesión por adornarse externamente (aparentar), porque es proporcional a la carencia de belleza interior. Nada que es precisa parecer. Las dos respiraciones del cuerpo humano (pulmonar y cutánea), olvida la necesidad de aspirar y expirar del corazón. Sin esta última, el cuerpo acaba muriendo en lenta agonía, como las sociedades endogámicas, como las especies que no se mueven para enriquecer sus genes.

La grandeza de las personas no se mide en volumen, en fama, en audacia o posesiones, la grandeza se mide en la capacidad de hacerse minúsculamente humilde sin sufrir de orgullo. De reconocer que lo ajeno es tan nuestro como lo nuestro ajeno, que vivimos en camino, que la vida es un camino y que aunque sepamos por desgracia dónde concluye, no le quita belleza a andarlo.

Unas caminamos, con fardos en la espalda, con mochilas, con maletines, otras llevan en su vientre volador el gérmen de la vida, otras entre sus agallas detectan el camino de su lugar de origen y bucean hacia él, otras atraviesan mares, otras se inventan su modo de moverse. Pero en esencia, todas somos refugiadas de guerras que no provocamos, desesperadas mendigas de los besos que nos faltan y los paisajes que no vivímos, botas que buscan un lugar donde descalzarse para poder llamarlo hogar, migrantes en movimiento, merecedoras de respeto y con bagajes culturales únicos, ni mejores ni peores, sólo diferentes. No hay razas sino personas, no hay clases sino personas, no hay sexos sino personas, ni hay especies, sino personas. No hay lugares de orígen ni destino, sólo tránsitos circunstanciales donde descansar, beber un poco de agua y continuar andando cuando la fuerza interior de la locura nos empuje a seguir.

    En camino, siempre, por ese hermoso accidente que las biólogas y las poetisas llaman vida.




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