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miércoles, 23 de septiembre de 2015

NO ME DEJES

         Uno de los finales literarios más sobrecogedores que he tenido el placer de leer es el del libro "Frankenstein" de Mary Shelley, relegado injustamente al género del terror y cuya lectura recomiendo. Quiero aquí recalcar los últimos párrafos, donde la criatura, imposibilitada de adaptarse a la crueldad humana, se pierde entre los hielos del mar, desapareciendo  condenada a una soledad eterna.

    El abandono que relata dicha pieza literaria es de una tristeza extrema, la fealdad de la criatura le castiga a habitar un limbo comprendido entre ningún lugar y ninguna parte, y es especialmente cruel porque lo sufre una persona pura acusada de no pertenecer al mundo en el que vive.

    En 1950, en una pequeña aldea polaca el alcohólico maltratador Z violó a H, una de las ocho hijas que tenía (nada excepcional, nada nuevo: hay hombres así). Una de las violaciones derrama un hijo no deseado, R, un niño estudioso y normal, que sin embargo fue odiado por su padre y al tiempo abuelo desde el mismo momento de la concepción. Nunca lo aceptó, lo maltrató, y le pegaba brutalmente cuando se emborrachaba. Desde los cinco años de edad el pequeño fue obligado a dormir en el establo con las vacas y los cerdos cuando el padre estaba bebido y violento. Su madre huyó a la ciudad sin su hijo, asqueada de su vida, durante ese tiempo el niño sufre el tormento de la tortura, los golpes y la lejania de su propia madre, el peor castigo para una persona en esa edad. Unos años despues, cuando R cumplió 10 años, su madre regresó a la aldea y se lo llevó. Poco tiempo después, en una excursión, el niño se ahogó por accidente en un lago. Esta trágica historia es real, he omitido nombres y poblaciones, pero sucedió. La vida de ese pequeño niño, sometido a la naturaleza humana, remueve las conciencias.

    De esta historia recojo la soledad del pequeño, la tremenda soledad de un niño desasistido, desprotegido, soltado de una mano segura y extraviado entre la multitud solitaria como algunas niñas perdidas en los centros comerciales, la soledad sin brújula de la criatura de Frankenstein que tantea a ciegas un universo oscuro, dejando una huella invisible pero indeleble. La soledad del perro abandonado.

    El amor es un perro que se va con la primera mano que le de un mendrugo. No importa si pan seco o una exquisitez. Para el amor nada es todo, valiendo el gesto dador más que el propio regalo. El perro amoroso, el amor perruno, muestra la inocencia animal arrojada ciegamente al agradecimiento. Es por eso posible explotar y destruir tan dócilmente a las no humanas, porque su inocencia las condena, su bendita ingenuidad. El perro como el amor, son la más absoluta estupidez, pero la más absoluta pureza. Un estado de belleza sublime, inalcanzable a ese detritus vertical llamado antropos.

    Abandonar a un perro es un acto de crueldad perversa que debería contemplarse en el código penal por representar una violencia psíquica evidente en una subespecie creada por la nuestra, arrancada sin piedad del lobo original y de la culpa del cual debemos tomar responsabilidades haciéndonos cargo de ellos. El perro abandonado sufre miedo y soledad hasta extremos de llegar a dejarse morir. Cuando me cruzo con algún perro que pasea a su cuidadora humana, siempre los saludo con los ojos y una incipiente sonrisa. Me interesa bastante más su vida emocional que la de quien lo ata con una infame correa por el cuello. Los perros son personas maravillosas, lobos rendidos a la bonhomía, pero lobos al fín y al cabo. Desguarneced de estupidez humana a los perros y tendréis su animalidad contundente y fiel. Aunque muy en el fondo el perro sólo es fiel a sí mismo, como cada animal.

    El número de abandonos de canes en las sociedades occidentales crece a medida que crece el poder adquisitivo y la infantilidad derivada de él. De igual modo que nuestra especie ha desprestigiado el solemne acto de alimentarse para degradarlo a poses gastronómicas, consistentes incluso en no querer repetir el mismo alimento dos dias seguidos, convierte el acto de la comunicación en la caricatura de hablar sin decir nada, cuando no en la nauseabunda rutina de la falsía, y se cree con el derecho a dejar sus responsabilidades para con un ser vivo a su cuidado. Este ejemplo nos resulta evidente cuando hablamos de una niña abandonada, cuyo acto es penable, pero no lo es cuando dicho ser es un perro.

    Entre la frescoscopía del dosel pluvial, la luz troceada pinta a las orangutanas madre, con sus hijas aferradas a ellas como a un talismán. Ese vínculo sagrado está hecho de la misma pasta que el del perro con su cuidadora, con su madre, sus compañeros de jauría, y es idéntico en todo al que siente nuestra especie hacia sus seres amados. Para blindar nuestra megalomania inventamos las diosas, para dominar a los otros animales, rebajamos sus comportamientos a instinto, cuando no a mecanización cartesiana. Pero el perro es animal social, tanto como su creadora, la humana, y sufre el ostracismo, la cadena, el aislamiento, la falta de atención y la soledad.

    Cuando alguien manda, alguien sufre, por eso la relación con nuestras hijas o con los perros que viven en nuestros hogares ha de ser horizontal, de tú a tú, y ambas deben tener la certeza de que no serán desprovistas del calor y la tutela. La calidoscopia del atardecer es un regalo que el día nos hace a los animales diurnos, en compensación por el miedo a la noche, y casi más importante que saber cómo algo va a funcionar es saber cómo algo no lo hace, por haberlo demostrado en varios intentos. No saber algo nos obliga a seguir pensando. La mirada de un perro, una niña o una criatura de frankenstein puede estar diciéndonos "no me dejes". Y lo dicen, constantemente.

    La sociedad tiene una deuda pendiente con los perros abandonados, con esas niñas perdidas en la vorágine de otras cosas pretendidamente más importantes que el amor, la fidelidad o el calor de una mano amiga.


   


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