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lunes, 13 de julio de 2015

OJOS QUE NO VEN

                        
    La diferencia más obvia entre una persona de raza árabe y otra de raza caucásica es que la primera posee un corazón ...y la segunda también. En todo lo demás son iguales. A simple vista podemos apreciar otras diferencias sin importancia pero lo que tiene esa vista es precisamente que es simple, por eso habría que dividir cualitativamente lo que significa mirar y ver.

    Ver morir a una persona, humana o no, es una experiencia que ya no disfrutamos como antaño, cuando se convertía en una fiesta multitudinaria. Procedemos de ello -que no se nos olvide-, pero ya no. No nos gusta ver extinguirse un universo, con toda esa catarata de sagrada sangre vertiéndose por ejemplo en el suelo infecto... es espeluznante. Y ese desagrado es un precio que gustosamente pagamos por el progreso ético, el precio del valor de la vida. En todo caso tenemos aberración natural a esa desagradable escena -y en ello confluímos omnívoras y veganas-, porque sin duda nos recuerda nuestra fragilidad y ya de paso nuestra segurísima muerte. Apostamos por la vida, es lo más sano, y en ese parámetro y en la idea de minimalizar el sufrimiento innecesario basamos la construcción de las sociedades. Criticamos las situaciones extremas de muchos lugares del mundo donde la indiferencia ante el dolor y la muerte ajena señorean, satisfechas moralmente de que donde vivimos el precio de la vida es el adecuado, es decir, exactamente incalculable. En cualquier caso, aunque sepamos que esa muerte es necesaria para llevar a nuestros platos un despojo cocinado de la persona fallecida, la visión de cómo se realiza ese crímen, nos desagrada, ofende a nuestra mirada.


    La mirada es el sentido principal que determina en nuestra especie lo que nos gusta de lo que no, la visión con la que aceptamos, rechazamos, amamos u odiamos cuanto sucede a nuestro alrededor, jugando un importante papel en el mundo actual, donde hemos descubierto al poderoso animal visual que somos. Claro, hay otros receptores, sentimos placer ante una buena música o desagrado en oler un alcantarillado, pero nuestro más poderoso sentido es la vista.

    Existe lo que se ve, porque repercute directamente en lo que pensamos o sentimos. Hay personas de sensibilidad visual estricta cuya información recibida en ese campo debe ser menor para hacerlas reaccionar, y otras cuya saturación de dicha información es tal que apenas le conmueven los sucesos visuales, necesitando de estímulos más intensos, por eso como activista nunca criticaría el uso de imágenes "fuertes" -es decir, reales-, para denunciar algo. Hay personas que ven a alguien sufrir y sienten un inmenso sentimiento de compasión, y otras que pueden matar con sus propias manos a miles de personas mientras fuman un cigarrillo. La visión de la masacre puede hacer callos en el corazón y en el imaginario.

    Pero las cosas tiene la mala costumbre de ser como son, las hay interpretables y las hay que no lo son. Por ejemplo la muerte de 55 millones de personas humanas en la Segunda Guertra Mundial es considerada en Europa la gran tragedia del siglo XX -porque sucedió en nuestro vecindario-, pero no así por ejemplo en Australia, no porque allí sean menos sensibles, sino porque no la vivieron de cerca. Bastaría incluso aplicar una perspectiva holística a la guerra y darnos cuenta de que dicha cifra no es nada en el transcurso del siglo XX, porque muchas más personas en ese período histórico murieron de enfermedades, accidentes, crímenes no bélicos o políticas corruptas. El siglo XX fue un récord de crueldad, y el XXI lo está también siendo. Aún con todo eso, la Segunda Guerra fue terrible por el modo y por la visión de lo que sucedió.

    La mayoria de las personas no quieren ver, es normal, preferimos vivir sin dolor, tan placenteramente como podamos, en paz. Es normal no querer ver. La mayoria de las personas no quieren ver las imágenes de cómo llega a sus platos la carne. La mayoria de las personas no quieren ver, porque si ven y comprenden, existe el riesgo de que no quieran participar en ello, lo cual equivale a sufrir una cierta asocialidad por parte de la mayoria omnívora y eso les abocaría a sentimientos de soledad y rechazo, dos formas de dolor. Y si quieren vcr y no se espantan, es que son un éxito del laboratorio social, que las quiere frías, hedonistas, ególatras e insensibles. Éxitos del laboratorio social, animales en laboratorio genéticamente seleccionados para venderles de todo y mantenerlas calladas, como muertas, pero produciendo.

    La mirada que no ve o los ojos que ven mal nos hablan de que -según cómo se mira- una mujer es una vagina, una ciudadana un voto, un animal un filete, la mirada rentable de la criadora de toros, de la cazadora en el bosque o de la que decide que una lesbiana es una enferma. La mirada perdida y miope, depredadora, viejísima como el tiempo pretérito plusquanimperfecto.

    La leyenda del vampiro humano es real, pero no vive sólo en Transylvania, sinó en cada lugar donde un ser humano parasita a otra persona expoliandole sus fluidos, sus flujos, su carne, las menstruaciones, la miel, la bilis, la sangre... es tremendo, es terrible, pero para juzgar eso hay que verlo con el corazón y el cerebro en la posición adecuadas, entendiendo un mundo de neveras que no chillan, neveras de silencio, de platos que no sangran, tenedores que no hieren... de las cosas que no se ven pero que existen.


    En los tiempos de saturación de mensajes que hemos empujado a suceder, acosadas, barridas y violadas por más información de la que podemos procesar con objetividad, y más confusa acerca de lo que sucede a nuestro alrededor e incluso dentro nuestro, lo más revolucionario y evolutivo es decir la verdad ingenua y la sencillez de los análisis, tanto a la hora de seguir buscando respuestas a problemas antiguos como a la hora de establecer preceptos de convivencia y reglas éticas de comportamiento. Simples, abarcables, tangibles, sin la exquisitez del elitismo, sin el lumpen de la inteligencia abstracta. La verdad es lo mas revolucionario que le sucede a la sociedad. La verdad siempre cruda y siempre imprescindible. La verdad que escuece cuando dinamita la percepción que tenemos de lo que nos rodea y de nosotras mismas. La verdad, impúdica, escupiéndonos nuestras culpas y miserias, adornando con florecitas los pequeños buenos gestos cotidianos, exentos de santidad o magnificencia. La verdad ilumina la oscura mediocridad del crímen para esclarecer y señalar con su dedo certero. La verdad suculenta y crujiente según carnes, áspera o melosa según gustos. Incontestable.


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