Los
llaman correbous porque el público se corre al participar en ellos,
se la pone dura ver al toro babeando, es algo sexual, zoofílico
hasta la llaga, fruto de una infancia crecida a hostias quizás y a
ignorancia seguro. Hay algo sexual y patológico en los correbous, se
masca en el ambiente, algo de testosterona buceando el alcohol, de
violación de niñas, de esperma con caca. Un público macho en casi
todos los aspectos que eyacula con su corrida el propio cerebro hasta
que no quedan ni células ni decencia, residuos de los últimos
escrúpulos, la totalidad de la vergüenza y de cualquier vestigio de
compasión. Todo con el fín de procurarse una dosis de adrenalina
extra a costa del sufrimiento de una persona. Diversión barata,
mentes baratas, protohumanas.
La
psicología adopta varios nombres para definir a las personas que
disfrutan torturando, la criminología las estudia desde hace siglos,
y la psiquiatría las trata, las sintomatologiza, las diagnostica y,
de modo personal o colectivo, las rehabilita para que no sean
peligrosas para sí mismas -en el mejor de los casos-, para la
sociedad -de modo preventivo- y para la propia victima, en concreto.
Claro está, que cuando la víctima no puede defenderse, o es
considerada como poco menos que nada, pues ni hay enfermedad
diagnosticada, ni hay vulneración que prevenir; entonces a la
patología se le añade la cobardia, la profunda baba densa de gente
envejecida y atroz. Los correbous son muestras evidentes de sadismo
en estado puro, hijas directas de la escarnio de adulteras, de los
sambenitos, de las ejecuciones publicas, del apedreamiento hasta la
muerte de infieles, de la trepanación del clitoris con cuchillas
oxidadas, de la venta de esclavas en plaza pública, de todas y cada
una de las barbaries que el ser humano comete contra sí misma en el
nombre del entretenimiento, la tradición, el arte, la cultura y las
costumbres. En el nombre de sus sacrosantas erecciones, de su miseria
emocional, de sus complejos mal reconducidos y su tensión sexual no
resuelta.
Es
por eso que se corren viendo destruir minuciosamente la sensación de
seguridad de una persona, la autoestima, la confianza y la dignidad
para obtener una emoción pasajera, una paja brutal y primitiva,
enferma, alejada de la realidad ética, anclada en la prehistoria de
un homo encorvado de arco supraciliar prominente. En los correbous
podemos ver a personas quemando los ojos y la piel de otras personas
con rostro desencajado y suculento, mientras alucinadas niñas con
cuernos se retuercen de miedo pánico atadas con cuerdas,
desollándose, despellejándose vivas, arriesgando a desnucarse por
las convulsiones o de un mal golpe de locura. En los correbous hay
gentuza que arrojan al agua a personas, las sujetan por la cabeza y
convierten a sus víctimas en un recipiente muñecoso de terror y de
dolor, mientras se ríen azuzadas con su descarga de endorfinas en el
cerebro, etílicos en el estómago y sangre en el pene.
Hay
gentuza que tiene erecciones mientras se tortura a alguien, la
historia de la criminología está llena de ellas, las cárceles
también. Unas consumen porno infantil, otras snuff movies, otras
tauromafia. Son psicopatologías identificadas y tratadas, de modo
que no parece descabellado pretender que prohibir escenarios donde
dichas practicas tengan lugar pueda parecer incluso lógico, incluso
sano, incluso urgente. Lo descabellado es que las autonomías
desperdicien en la tortura el dinero que luego no llega a la salud
pública, o que sean incapaces de detener una banca depredadora que
ingurge dignidad y anuda sogas a los cuellos de personas enfrentadas
a un deshaucio.
Hay
dinero para destruir, pero no para construir, parece de locas. Las
torturadoras, por su parte, se desahogan disfrutando con los bramidos
angustiados de un herbívoro, pero carecen de los santos cojones de
hacer algo decente con su miserable vida, luchando por una sociedad
más justa, protestar por el terrorismo de estado o financiero, en
fin, ser ciudadanas decentes.
El
tamaño del cerebro hace en la ciencia lo que el tamaño del pene en
la débil estructura del patriarcado, competición. Otorgarle o no
derechos a las no humanas en función del volúmen cúbico de masa
cerebral fomenta el cansino modelo del a ver quién la tiene más
grande, en lugar de ser el sensocentrismo el nuevo eje ético a
seguir. La telúrica de nuestra umbilicación a la tierra tiene que
cambiar, modificarse, evolucionar, porque no tienen nada en común
por ejemplo els
castellers
-las preciosas torres humanas catalanas donde todas las personas
participantes lo hacen por propia voluntad-, con violar la libertad y
el derecho a la integridad (y en ocasiones a la propia vida) de un
mamífero idéntico a nosotras en lo más importante: la capacidad de
placer y el rechazo al dolor. Mundial e históricamente, todos los
entretenimientos donde se utilizan personas, sean de la especie que
sean, han sido y están siendo abolidos, prohibidos, erradicados del
imaginario colectivo y convenientemente convertidos en páginas
sucias de los almanaques. Es normal, es conveniente. Y Catalunya
puede brillar en modelo europeo de justícia en este campo si hay
ganas, hay gestión y hay voluntad.
Sabemos
de la naturaleza del esperpento cuando un estado corrupto, empozoñado
de parásitas corruptas, defiende las anomalías e incluso las
intenta magnificar a la categoría de legado cultural, en lugar de
residuo de oscuridades y légamo de bajas pasiones. Crece el número
de la buena gente que queda en ese hermoso paisaje de espacio, agua y
sol llamado Terres del Ebre, y que siguen oponiéndose a que los
identifiquen con las violaciones, con la inercia de la brutalidad,
con la purria protohumana que soga en mano busca en las calles
desiertas una niña indefensa para poder llevar a cabo su ritual
antiguo, el viejo gesto nauseabundo de la deformidad.
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