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sábado, 21 de marzo de 2015

Sogas y fuegos

               Los llaman correbous porque el público se corre al participar en ellos, se la pone dura ver al toro babeando, es algo sexual, zoofílico hasta la llaga, fruto de una infancia crecida a hostias quizás y a ignorancia seguro. Hay algo sexual y patológico en los correbous, se masca en el ambiente, algo de testosterona buceando el alcohol, de violación de niñas, de esperma con caca. Un público macho en casi todos los aspectos que eyacula con su corrida el propio cerebro hasta que no quedan ni células ni decencia, residuos de los últimos escrúpulos, la totalidad de la vergüenza y de cualquier vestigio de compasión. Todo con el fín de procurarse una dosis de adrenalina extra a costa del sufrimiento de una persona. Diversión barata, mentes baratas, protohumanas.


              La psicología adopta varios nombres para definir a las personas que disfrutan torturando, la criminología las estudia desde hace siglos, y la psiquiatría las trata, las sintomatologiza, las diagnostica y, de modo personal o colectivo, las rehabilita para que no sean peligrosas para sí mismas -en el mejor de los casos-, para la sociedad -de modo preventivo- y para la propia victima, en concreto. Claro está, que cuando la víctima no puede defenderse, o es considerada como poco menos que nada, pues ni hay enfermedad diagnosticada, ni hay vulneración que prevenir; entonces a la patología se le añade la cobardia, la profunda baba densa de gente envejecida y atroz. Los correbous son muestras evidentes de sadismo en estado puro, hijas directas de la escarnio de adulteras, de los sambenitos, de las ejecuciones publicas, del apedreamiento hasta la muerte de infieles, de la trepanación del clitoris con cuchillas oxidadas, de la venta de esclavas en plaza pública, de todas y cada una de las barbaries que el ser humano comete contra sí misma en el nombre del entretenimiento, la tradición, el arte, la cultura y las costumbres. En el nombre de sus sacrosantas erecciones, de su miseria emocional, de sus complejos mal reconducidos y su tensión sexual no resuelta.

              Es por eso que se corren viendo destruir minuciosamente la sensación de seguridad de una persona, la autoestima, la confianza y la dignidad para obtener una emoción pasajera, una paja brutal y primitiva, enferma, alejada de la realidad ética, anclada en la prehistoria de un homo encorvado de arco supraciliar prominente. En los correbous podemos ver a personas quemando los ojos y la piel de otras personas con rostro desencajado y suculento, mientras alucinadas niñas con cuernos se retuercen de miedo pánico atadas con cuerdas, desollándose, despellejándose vivas, arriesgando a desnucarse por las convulsiones o de un mal golpe de locura. En los correbous hay gentuza que arrojan al agua a personas, las sujetan por la cabeza y convierten a sus víctimas en un recipiente muñecoso de terror y de dolor, mientras se ríen azuzadas con su descarga de endorfinas en el cerebro, etílicos en el estómago y sangre en el pene. 
 
                   Hay gentuza que tiene erecciones mientras se tortura a alguien, la historia de la criminología está llena de ellas, las cárceles también. Unas consumen porno infantil, otras snuff movies, otras tauromafia. Son psicopatologías identificadas y tratadas, de modo que no parece descabellado pretender que prohibir escenarios donde dichas practicas tengan lugar pueda parecer incluso lógico, incluso sano, incluso urgente. Lo descabellado es que las autonomías desperdicien en la tortura el dinero que luego no llega a la salud pública, o que sean incapaces de detener una banca depredadora que ingurge dignidad y anuda sogas a los cuellos de personas enfrentadas a un deshaucio.
Hay dinero para destruir, pero no para construir, parece de locas. Las torturadoras, por su parte, se desahogan disfrutando con los bramidos angustiados de un herbívoro, pero carecen de los santos cojones de hacer algo decente con su miserable vida, luchando por una sociedad más justa, protestar por el terrorismo de estado o financiero, en fin, ser ciudadanas decentes.

               El tamaño del cerebro hace en la ciencia lo que el tamaño del pene en la débil estructura del patriarcado, competición. Otorgarle o no derechos a las no humanas en función del volúmen cúbico de masa cerebral fomenta el cansino modelo del a ver quién la tiene más grande, en lugar de ser el sensocentrismo el nuevo eje ético a seguir. La telúrica de nuestra umbilicación a la tierra tiene que cambiar, modificarse, evolucionar, porque no tienen nada en común por ejemplo els castellers -las preciosas torres humanas catalanas donde todas las personas participantes lo hacen por propia voluntad-, con violar la libertad y el derecho a la integridad (y en ocasiones a la propia vida) de un mamífero idéntico a nosotras en lo más importante: la capacidad de placer y el rechazo al dolor. Mundial e históricamente, todos los entretenimientos donde se utilizan personas, sean de la especie que sean, han sido y están siendo abolidos, prohibidos, erradicados del imaginario colectivo y convenientemente convertidos en páginas sucias de los almanaques. Es normal, es conveniente. Y Catalunya puede brillar en modelo europeo de justícia en este campo si hay ganas, hay gestión y hay voluntad.

                     Sabemos de la naturaleza del esperpento cuando un estado corrupto, empozoñado de parásitas corruptas, defiende las anomalías e incluso las intenta magnificar a la categoría de legado cultural, en lugar de residuo de oscuridades y légamo de bajas pasiones. Crece el número de la buena gente que queda en ese hermoso paisaje de espacio, agua y sol llamado Terres del Ebre, y que siguen oponiéndose a que los identifiquen con las violaciones, con la inercia de la brutalidad, con la purria protohumana que soga en mano busca en las calles desiertas una niña indefensa para poder llevar a cabo su ritual antiguo, el viejo gesto nauseabundo de la deformidad.




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