En un rincón de su habitación-jaula, la niña-perra mira de reojo. Enroscada sobre su
cuerpo mancillado, encogida en torno a su miedo crónico, observa cómo la puerta
se abre amenazadoramente. Como siempre no hay motivos para castigo, no importa,
vendrá o no, dependiendo del humor de su tutora, y no de algo que haya hecho.
La niña perra ya no gruñe ni se defiende, recibirá los golpes de nuevo, las
quemaduras de cigarro en la piel, las patadas. Su cuerpo esta masacrado por los
cardenales. Ya sobre los hematomas, los golpes entran en los huesos, la rotura
interior es irreversible.
Esta
vez el primer golpe lo esquiva, ello hace enfurecer aún más a la tutora. En el
caso de la niña humana es una madre sin vocación, en el caso de la perra es una
"dueña". El primer golpe sólo roza dolorosamente la piel, el segundo
es un puntapié profundo en el vientre de la pequeña. Aúlla, llora, sólo cambia
la voz en ambas. Un hilo de sangre le mana de la comisura del labio, delatando
una hemorragia interna, quizás el hueso astillado de la costilla rota haya fisurado alguna
vena. El cuarto-jaula no es lo suficientemente grande para esconderse.
Esforzada en respirar ya ni evade los golpes, que se suceden en cadena. A veces
con cadenas.
¿
Dónde delimitamos la frontera entre pegar a una niña humana y pegar a una no
humana ? Sin culpa, sin opciones, sin voz. En silencio. Las niñas y los
animales dependen del capricho de quienes se encargan de ellas. Toda madre
tiene el voto de confianza de la sociedad, y vigilamos ese cuidado, pero ¿ quién
vigila a quienes se encargan de los animales no humanos ?.
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