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miércoles, 6 de marzo de 2013

MENTIRAS HECHAS VERDADES


“Cree y comprenderás, la fe precede, la inteligencia sigue”
                                                                        San Agustín

                                                             MENTIRAS HECHAS VERDADES



                El mito del trato humanitario en la explotación de los animales no humanos es eminentemente infantil, y como tal, sólo puede triunfar en un contexto infantilizado como el concerniente a la sociedad contemporanea, la cual mima la indiferencia por encima de la ingenuidad. Sin embargo el cuento infantil del trato humanitario debe su éxito tambien -o acaso su mero planteamiento, en el supuesto de que viviéramos en una sociedad adulta-, a que precisamente el ser humano es consciente de que es un animal.

                Todas las versiones argumentales que nos ofrece la pseudofilosofía o la pseudoética para justificar el sometimiento de las demás especies a nuestro capricho ceden ante un hecho de conciencia a escala planetaria: cada ser humano sabe que es un animal. Desde aquellas personas elegidas por otras para la gloria, hasta la más miserable (en términos económicos) analfabeta de una aldea perdida, todas ellas defecan, orinan, sudan, apestan si no se lavan, expelen ventosidades, tienen deseos sexuales, disfrutan complaciéndolos, yerran, enferman, se deterioran, dudan, sufren de uno u otro mal y, finalmente, mueren. Esos acontecimientos suceden en todos los animales sensibles y sintientes. Por eso resulta completamente improbable que nadie en serio hoy en dia, a expensas de la verdad, se plantee honestamente la exclusión del ser humano de la esfera animal más que por culpa de una enajenación mental, una megalomania patológica o una estupidez supina.

                Nadie, de cuclillas, en el acto vital de liberar sus propios intestinos de hedientes excrementos, puede convencerse a si mismo de que no es otra cosa que un animal.

                Somos animales, sabemos que somos animales, hacemos sufrir a otros animales y sabemos que hacemos sufrir a otros animales. Lo peor de todo no es que disfrutemos con ello ( bebiendo leche de vaca, por ejemplo ), o que lo consideremos necesario ( con experimentos pseudocientíficos contra otras especies ), sinó que, teniendo y conociendo alternativas, no las utilicemos.


                Pero, siendo objetivas ¿ por qué deberiamos preocuparnos del sufrimiento o del placer de seres los cuales teóricamente nos explotarían si les interesara ?, ¿ por qué deberíamos aflojar la tenaza con que sujetamos firmemente  a la naturaleza, si precisamente de ella y de sus errores emergimos?. Muy sencillo: porque tenemos conceptos de ética más desarrollados que los de otras especies. Y esto no es ningun cumplido, como veremos.

                Los conceptos de ética humana se aplican dentro de un marco de conflictos mutuos entre la visión del bien y la del mal. Ese conflicto existe desde siempre, desde que el ser humano creyó  en la necesidad de aplicar unas reglas en el aparente caos de la naturaleza ( que para mí no es sino un orden demasiado complejo para que lo hayamos comprendido todavía ). Unas reglas por y para el ser humano, no necesariamente aplicables al resto de las especies, aunque sí susceptibles de hacerse. Con ellas tratamos de  acotar un fenómeno que sin embargo no sucede en el resto de las especies, y que realmente nos caracteriza singularmente en la biosfera: nuestra falta de escrúpulos. Debido a esa falta de escrúpulos, por ilustrar,  ha sido preciso estipular, codificar, prohibir y velar la prohibición del asesinato de las personas, la paidofília o el acoso sexual, por ejemplos. Si tuvieramos escrúpulos, debiera bastar la regla universal del "no hagas a otras lo que no quieras que te hagan", para que dichos crímenes no se cometieran en ciertos contextos. No obstante debido a esa mencionada ausencia de escrúpulos natural de nuestra especie, es preciso condenar legislativamente tales actitudes, penarlas y rechazarlas, para el bien de la comunidad y no en benefício de unas pocas. En ciertos escenarios la palabra prohibir esta mucho más que justificada.

                Somos la única especie la cual, plenamente consciente del sufrimiento de otras individuas, lo aplica, lo cultiva, lo refina, lo institucionaliza, lo mima, lo legisla y lo consiente como estructura inamovible de nuestro concepto de civilización. Todo ello está comprendido en dicha carencia de escrúpulos, en el egocentrismo individual y social. Pero sucede que vivimos en sociedades comunes, con pactos no verbalizados, contratos no escritos de armonía social, y no podemos hacer lo que nos da la gana, porque lo que a algunas les da la gana es precisamente eso, asesinar, violar y someter.


                Hemos logrado bocetar derechos universales para todos los seres humanos ( otra cosa es cumplirlos ), sin discriminaciones teóricas, en base a las cualidades sensitivas o las vulnerabilidades que nuestra especie disfruta o soporta. Los preceptos son sencillos: toda aquella persona que sufre debe tener derechos esenciales a evadirse de  ese dolor y sus causas, y a cada persona con capacidad de sentir placer le debe ser garantizado su derecho a disfrutarlo, sin deterioro por supuesto de otros derechos fundamentales de otras personas. Esos derechos que aparentan tan lógicos y sensatos son sistemáticamente vulnerados cuando las personas receptoras de tales no son especificamente seres humanos, personas humanas. Tal desajuste viola el principio de salubridad de las sociedades, basado en la garantía de la vida voluntaria y el respeto a su integridad, libertad y dignidad. En ello, todos los animales somos iguales, las diferencias son sólo estéticas.

                Ignoro si los mejillones o las chinches tienen voluntad, identidad, personalidad en suma, la ciencia no lo sabe todavía, pero no sería descabellado negarles esa presunta tenencia, o en cualquier caso no tanto como negársela a los mamíferos superiores, por ejemplo, de los cuales sí sabemos que poseen. En cualquier caso no será mi arrogancia la que les niegue a molúscos y ácaros esa posibilidad, porque ante la duda en dichas delicadas cuestiones de la frontera de los derechos fundamentales, las sociedades deberían de nuevo aplicar el principio de cautela, tratando de incluirlos en nuestra esfera ética. Lo que perdemos aplicándolo no es tanto como lo que ganamos: sensación de justicia, fantasia de equidad, tales valores que adquieren un peso clave a dia de hoy, cuando la justicia y la equidad son tan brutalmente masacradas y difamadas.

                Nuestra posición antroposférica sobre la biosfera no es otra cosa que el fruto de un infame cúmulo de mentiras hechas verdades a base de repetirlas. La red de falsedades sin embargo, no tienen como fin potenciar el humanismo, sino afilar burdamente los cuchillos de la necrofagia, diseñar espoletas de explosión más eficaces, ondas expansivas más crueles y mutilantes, sistemas económicos más canibales,  líneas de sacrificio más veloces y métodos de pesca mas devastadores. Las mentiras con las cuales nos vestimos de domingo para ir a la iglesia a confesar a nuestras sanguinarias diosas lo que hicimos durante la semana, para que su mezquina omnipotencia nos condone alegremente. Es lo que esperamos de las diosas, nosotras las inventamos para ello.




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