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jueves, 25 de octubre de 2012

LA SONRISA DEL DELFÍN

                                    LA SONRISA DEL DELFÍN


La Mona Lisa, la Gioconda (la Alegre) nos contempla desde sus cinco siglos de enigmática sonrisa. Pintada entre 1509 y 1513 se considera uno de los más brillantes ejemplos del sfumatto de Da Vinci, una obra maestra, sin duda. La sonrisa de Mona Lisa está llena de misterios, aparece cuando no miramos el rostro, desaparece al pretender verla, es amarga, triste, y ha sido objeto de estudios semióticos, psicológicos y sociológicos, aunque nadie sabe a ciencia cierta su significado. Es la fama de la obra la que la ha condenado a ser robada, manipulada, agredida a lo largo de varios siglos. Como nos sonríe la Mona Lisa desde su urna de cristal blindado en una sala del Louvre así sonríe el delfín desde su cárcel en el delfinario. Una dulzura sin precedentes dibuja en sus facciones la historia de la belleza atada a la de la tristeza. La simpatía de su sonrisa -el rictus anatómico de su mandícula-, le condena. Los delfines degollados para carne en Japón, sonrien mientras mueren.

Pariente directo en la leyenda de la mitológica sirena, el delfín es uno de los mamíferos más inteligentes y sensibles del mundo, posee un lenguaje tan o más complejo que los nuestros y una riquísima vida emocional y social. Altruistas, generosos, tan buenas personas que son más personas que muchos humanos. Son por ellos sin embargo capturados del mar, desestructurando y esquilmando las poblaciones salvajes, encarcelados y convertidos en bufones para disfrute de mayores y pequeñas. Parece que nos place tener a nuestros pies uno de los mayores éxitos de la evolución de las especies, un ser perfecto. Parece que al dominar la gracia del delfín nos venguemos de nuestra torpeza, de nuestra minusvalía física, de nuestra inadaptación al medio.

Los delfines encerrados en acuarios, delfinarios o circos zoológicos del mundo entran dentro del grupo de los mayores sufrimientos del reino animal: el de la muerte en vida. Plenamente conscientes de su estado de esclavitud, ensordecen enloquecidos por la cacofonía de una piscina contra cuyas paredes rebotan todas sus ondas de ecolocalización añadido al estruendo de las bombas de limpieza a más de 120 decibelios. En los delfinarios los machos son drogados para inhibir su desarrollo hormonal, obligados a alimentarse de animales muertos ( en libertad no comen carroña, como algunos seres humanos ), a cambio de una pirueta, un salto. Se calcula que el tiempo dedicado a la educación sobre esta especie en los parques zoológicos no supera el cuatro por ciento del tiempo total de los espectáculos, el resto es un derroche de ridículos comportamiento antinaturales dirigidos a divertir al público, desmintiendo flagrantemente el discurso científico de los parques zoológicos y delfinarios. 
 
Entretanto, con los ojos enfermos por la sobrecloración del agua, con alteraciones en la piel y las mucosas por el uso de lejía y ozono del tratamiento del agua, con relaciones familiares desintegradas, lazos parentales cancelados, rompimiento de grupos sociales, deslizándose en circulos concéntricos durante todo el tiempo, aburridos hasta la locura, los delfines agonizan. El lobby europeo de delfinarios no cuenta los animales muertos durante el primer año de vida, a lo cual hay que añadir la gran mortandad juvenil de delfines en el encierro. Hay que subrayarlo, la mayoría de los delfines encerrados no sobrevive. 
 
Es por ello que los delfines se suicidan.

Los delfines no respiran de manera automática como nosotras, sino que planean cada toma de oxígeno, de modo que pueden dejar de hacerlo a voluntad. Por ello cada una de sus respiraciones es un manifiesto de su intención de vivir, una canción a la existencia. Los delfines encerrados a veces dejan de escuchar la música del sentido de vivir, e -incapaces de sobrevivir a la tristeza- renuncian a la vida dejando de respirar. Su conciencia de la situación a la que han sido sometidos -añorando la libertad arrebatada y el océano perdido-, les resulta insoportables. Esas ideas no salen del cerebro sino de la base del estómago, aquel lugar entre los intestinos y el corazón, entre lo emocional y lo instintivo. 
 
La muerte de un billón de personas no tiene un efecto notable en el desarrollo del Universo. Lo infinito no se conmueve ante el sufrimiento de la unidad, pero cada vez que muere un individuo, se extingue todo un universo. No se me ocurre nada más ilustrativo de esa pérdida que un delfín dejándose morir de soledad, de profunda apatía, de la querencia del mar.

Es imposible e incompatible respetar o amar a los delfines y al mismo tiempo trabajar de entrenadora contra ellos, no es posible trabajar con los delfines y ser sensible sin sufrir, es perverso pretender que son felices de haber cambiado sus millones de kilómetros cuadrados de océano abierto por una minúscula piscina de atracción de feria.

Existen dos tipos de ignorancia, la de quienes no saben nada y la de quienes creen saberlo todo. Ambos coinciden en la convicción de la verdad. Entre las cenutrias y las sabihondas existimos la tercera clase de ignorantes, las conscientes de ello, las que sabemos que no sabemos y nos esforzamos por que nadie sufra nuestra ignorancia. 
 
Es mejor andar siempre que correr un sólo día, pero el argumento de que no hay que tener prisa para la liberación animal es el preferido de quienes no hacen nada por ella, o quienes dando un sólo paso creen haberlos dado todos. Es urgente liberar a los animales de nuestro modo de vida, abrir todas las jaulas que nuestra ignorancia -consciente e inconsciente-, construyó. 
 
Mona Lisa esboza una dulce sonrisa atrapada en quinientos años de sobriedad, es uno de los pocos ejemplos de hermosura que nuestra especie puede crear, aunque sea belleza sólo a nuestros ojos, por eso hay que cuidarla. Del mismo modo que hay que cuidar la sonrisa del delfín, liberándolo de nuestra codícia y nuestro concepto de la diversión. Démosle una oportunidad a los delfines: dejémoslos en paz. 


(Publicado en la revista Vege, noviembre 2012) 

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