LA
SONRISA DEL DELFÍN
La
Mona Lisa, la Gioconda (la Alegre) nos contempla desde sus cinco
siglos de enigmática sonrisa. Pintada entre 1509 y 1513 se considera
uno de los más brillantes ejemplos del sfumatto de Da Vinci, una
obra maestra, sin duda. La sonrisa de Mona Lisa está llena de
misterios, aparece cuando no miramos el rostro, desaparece al
pretender verla, es amarga, triste, y ha sido objeto de estudios
semióticos, psicológicos y sociológicos, aunque nadie sabe a
ciencia cierta su significado. Es la fama de la obra la que la ha
condenado a ser robada, manipulada, agredida a lo largo de varios
siglos. Como nos sonríe la Mona Lisa desde su urna de cristal
blindado en una sala del Louvre así sonríe el delfín desde su
cárcel en el delfinario. Una dulzura sin precedentes dibuja en sus
facciones la historia de la belleza atada a la de la tristeza. La
simpatía de su sonrisa -el rictus anatómico de su mandícula-, le
condena. Los delfines degollados para carne en Japón, sonrien
mientras mueren.
Pariente
directo en la leyenda de la mitológica sirena, el delfín es uno de
los mamíferos más inteligentes y sensibles del mundo, posee un
lenguaje tan o más complejo que los nuestros y una riquísima vida
emocional y social. Altruistas, generosos, tan buenas personas que
son más personas que muchos humanos. Son por ellos sin embargo
capturados del mar, desestructurando y esquilmando las poblaciones
salvajes, encarcelados y convertidos en bufones para disfrute de
mayores y pequeñas. Parece que nos place tener a nuestros pies uno
de los mayores éxitos de la evolución de las especies, un ser
perfecto. Parece que al dominar la gracia del delfín nos venguemos
de nuestra torpeza, de nuestra minusvalía física, de nuestra
inadaptación al medio.
Los
delfines encerrados en acuarios, delfinarios o circos zoológicos del
mundo entran dentro del grupo de los mayores sufrimientos del reino
animal: el de la muerte en vida. Plenamente conscientes de su estado
de esclavitud, ensordecen enloquecidos por la cacofonía de una
piscina contra cuyas paredes rebotan todas sus ondas de
ecolocalización añadido al estruendo de las bombas de limpieza a
más de 120 decibelios. En los delfinarios los machos son drogados
para inhibir su desarrollo hormonal, obligados a alimentarse de
animales muertos ( en libertad no comen carroña, como algunos seres
humanos ), a cambio de una pirueta, un salto. Se calcula que el
tiempo dedicado a la educación sobre esta especie en los parques
zoológicos no supera el cuatro por ciento del tiempo total de los
espectáculos, el resto es un derroche de ridículos comportamiento
antinaturales dirigidos a divertir al público, desmintiendo
flagrantemente el discurso científico de los parques zoológicos y
delfinarios.
Entretanto,
con los ojos enfermos por la sobrecloración del agua, con
alteraciones en la piel y las mucosas por el uso de lejía y ozono
del tratamiento del agua, con relaciones familiares desintegradas,
lazos parentales cancelados, rompimiento de grupos sociales,
deslizándose en circulos concéntricos durante todo el tiempo,
aburridos hasta la locura, los delfines agonizan. El lobby europeo de
delfinarios no cuenta los animales muertos durante el primer año de
vida, a lo cual hay que añadir la gran mortandad juvenil de delfines
en el encierro. Hay que subrayarlo, la mayoría de los delfines
encerrados no sobrevive.
Es
por ello que los delfines se suicidan.
Los
delfines no respiran de manera automática como nosotras, sino que
planean cada toma de oxígeno, de modo que pueden dejar de hacerlo a
voluntad. Por ello cada una de sus respiraciones es un manifiesto de
su intención de vivir, una canción a la existencia. Los delfines
encerrados a veces dejan de escuchar la música del sentido de vivir,
e -incapaces de sobrevivir a la tristeza- renuncian a la vida
dejando de respirar. Su conciencia de la situación a la que han sido
sometidos -añorando la libertad arrebatada y el océano perdido-,
les resulta insoportables. Esas ideas no salen del cerebro sino de la
base del estómago, aquel lugar entre los intestinos y el corazón,
entre lo emocional y lo instintivo.
La
muerte de un billón de personas no tiene un efecto notable en el
desarrollo del Universo. Lo infinito no se conmueve ante el
sufrimiento de la unidad, pero cada vez que muere un individuo, se
extingue todo un universo. No se me ocurre nada más ilustrativo de
esa pérdida que un delfín dejándose morir de soledad, de profunda
apatía, de la querencia del mar.
Es
imposible e incompatible respetar o amar a los delfines y al mismo
tiempo trabajar de entrenadora contra ellos, no es posible trabajar
con los delfines y ser sensible sin sufrir, es perverso pretender que
son felices de haber cambiado sus millones de kilómetros cuadrados
de océano abierto por una minúscula piscina de atracción de feria.
Existen
dos tipos de ignorancia, la de quienes no saben nada y la de quienes
creen saberlo todo. Ambos coinciden en la convicción de la verdad.
Entre las cenutrias y las sabihondas existimos la tercera clase de
ignorantes, las conscientes de ello, las que sabemos que no sabemos y
nos esforzamos por que nadie sufra nuestra ignorancia.
Es
mejor andar siempre que correr un sólo día, pero el argumento de
que no hay que tener prisa para la liberación animal es el preferido
de quienes no hacen nada por ella, o quienes dando un sólo paso
creen haberlos dado todos. Es urgente liberar a los animales de
nuestro modo de vida, abrir todas las jaulas que nuestra ignorancia
-consciente e inconsciente-, construyó.
Mona
Lisa esboza una dulce sonrisa atrapada en quinientos años de
sobriedad, es uno de los pocos ejemplos de hermosura que nuestra
especie puede crear, aunque sea belleza sólo a nuestros ojos, por
eso hay que cuidarla. Del mismo modo que hay que cuidar la sonrisa
del delfín, liberándolo de nuestra codícia y nuestro concepto de
la diversión. Démosle una oportunidad a los delfines: dejémoslos
en paz.
(Publicado en la revista Vege, noviembre 2012)
(Publicado en la revista Vege, noviembre 2012)
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