Qué nivel de infelicidad y devaluación individual debe poseer una sociedad para verse tan arrojada a los selfies, los cafés ¨personalizados¨ con el nombre escrito en el vaso o en su superficie espumosa, o camisetas con nombre propios. Qué mundo de conflicto y afán tan despiadado obliga a competiciones deportivas, culturales, científicas, sociales, otorgando señales y símbolos de destacación de alguien, premios y reconocimientos, como si una persona que pone ladrillos fuera inferior a una que fotografía agujeros negros, habida cuenta que sólo la primera es útil, simplemente útil. Qué devastadora pérdida de identidad es aquella de la cultura de la masificación, que nos reduce a la tristeza y el aislamiento en el tumulto. Qué profunda la soledad de las multitudes…
Vengo de un pueblo donde la gente se saluda por las callejuelas, sin saber incluso quién eres, bastante decir de qué casa eres para que sepan si te conocieron de pequeña, o la vida general de tu familia. Al mismo tiempo provengo del dulce anonimato de la gran ciudad, donde precisamente esa desidentidad nos ayuda a no estar condicionadas estrictamente a la visión que se aplica sobre nosotras. Creo que somos una mezcla equilibrada entre un ego necesario para sobrevivir, y al tiempo un aislamiento en momentos necesarios para no depender de juicio ajeno. Las redes sociales son un buen ejemplo, donde normalizamos conductas generalizadas y nos reflejamos en reflexiones y emociones de las demás, más uniforme, más empaquetada en un producto de masas comprado por masas.
La identidad de los animales es un hecho. A medida que avanzan los estudios y las observaciones, sabemos que desde las hormigas a las ballenas, todas poseémos personalidad propia. Las disimilitudes conductuales son más dificiles de reconocer en animales sociales por manifestar comportamientos similares -no idénticos- que hacen concluir erróneamente que un cerdo es igual a otro cerdo, sin gradientes de sensibilidad, inteligencia, respuesta afectivas o resolutiva, ganas de divertirse, comer, practicar sexo o cualquier otra necesidad vital. Viendo una avenida de una gran urbe concurrida bien podríamos decidir que todas las personas que pasean son iguales, y que todas pueden ser tratadas del mismo modo, obteniendo la misma respuesta, tal y como miramos a las hormigas o a las abejas. Viendo a las presas jugando y gritando en el patio de una prisión, también pensar que son felices precisamente por hallarse encerradas, o pese a ello. La simplificación de las respuestas es un mecanismo muy humano que lamentablemente ha transpirado históricamente en la ciencia, así que el método científico no sólo es crucial para descartar ciertas conclusiones, sino que es el único modo de llegar a practicar ese arte tan complicado que es el saber. O creer que sabemos.
Vivimos en el único planeta conocido con vida, y si la hay en otros, no será como la de este planeta. Es muy improbable que haya seres humanos -por fortuna-, pero en otros planetas habrá otras formas de vida, eso también seguro. Pero mientras no tengamos certezas, todo queda en una conjetura, aunque bastante racional dado que se calculan que puedan haber hasta 100 sextillones (36 ceros) de planetas en el Universo. Si sólo uno de cada millón de planetas albergara vida, realmente estaríamos hablando de una inmensísima multitud. Pero hablando de certezas, sólo podemos contar con este en el que vivimos -y que paradójicamente depredamos como si pudiéramos ir a cualquier otro sitio-, es el único habitable. Hablando de certezas, sólo tenemos la de que la vida, como entidad individual, sólo es una. Una experiencia única e irrepetible. Nacemos, crecemos, nos reproduimos o no, y morimos, en ese orden inmutable, a bordo de una nave que viaja a 1670 kilómetros por hora. Una aventura, un viaje, una sensación o cúmulo de ellas, una oportunidad que el azar nos concedió entre miles de millones de posibilidades de no hacerlo, y que la mayoría agradecemos profundamente. Vale la pena pagar muriendo el precio de haber vivido, no vale la pena lamentar que lo haremos, aunque es un legítimo derecho. Lo que no es un legítimo derecho es matar a otras para disfrutar nuestra vida consumiendo la de otras. Dentro de esa previa de excepcionalidad de la vida, el supuesto derecho a matar debería conllevar el derecho a ser matadas. Quien no aprecia la vida ajena, no merece la vida.
La gente da por sentada la vida, estamos tan acostumbradas a ella que no la entendemos, ni la valoramos a juzgar por cómo la arriesgan tantísimas personas conduciendo a altas velocidades, practicando deportes de riesgo, despilfarrando días, años enteros viendo series de televisión y mil modos más de disfrutar una dosis de adrenalina o fagocitar tiempo. La cultura del cuidado rechaza todo eso, el maltrato al propio cuerpo, el modo horrible de comer y autolesionarse la salud de millones de personas o de matar vidas sintientes para disfrutar un sabor. Llamamos comida a la vida de las demás, a una larga agonía de explotación y exprimición de sus cuerpos cuya finalidad es masticar y tragar. Llamamos vestimenta, diversion, trabajo o necesidades, a disponer aleatoria y supremacistamente de los cuerpos ajenos, apropiándonos de ellos. Hemos normalizado que las demás nos pertenecen, como cree pertenecer a un violador el cuerpo de la mujer que se le antoja, o a un pederasta el frágil cuerpo de una bebé que recién empezó a caminar. Y pese a que hay diferencias de especies y diferencias legales, en esencia no somos más que la fuerza bruta, tosca y básica elevada a costumbre, la impiedad considerada alegre, la falta de escrúpulos llamada cotidianeidad, arguyendo incluso la desfachatez de considerarlo Necesidad, dentro de un discurso que decide en función de sus apetencias. Incluso aquellas personas que se llenan la boca de Cultura del Cuidado, Pro-vida, de comportamiento ejemplar, horizontal, de izquierdas y respetuosas con la vida humana y alguna vida animal, o de derechas pretendiendo ser conservadoras, hacen sus diarias excepciones para llenarse la boca con los descuartizamientos, los óvulos no fecundados o los jugos internos de ciertas especies elegidas por su placer para satisfacerlo. Sin cuestionarse por qué un pollo es comestible y un gato no.
La base de la explotación animal es el machismo, el patriarcado más profundo, como la guerra, la invasión o la falta de respeto, incrustado también en la casi totalidad de las mujeres del mundo, aquel machismo de explotar a las hembras, sus ciclos reproductivos, secuestrar a sus hijas y arrojarlas al mismo destino que sus madres, y luego a la trituradora de carnificación. Madres obligadas a parir para dar de comer a las caníbales, para cebar los apetitos, madres que gestan en sus vientres carne de mordisco. Lo que la gente llama Bienestar animal, deberíamos llamarlo Auschwitz.
Nacemos extraordinariamente ricas, y al morir perdemos toda nuestra riqueza. Dejar de explotar animales no supone el fín del mundo de quien lo hace, pero no hacerlo sí supone el fín del animal. Hay gente en contra de la eutanasia humana mascando trozos de bebés que consiguieron pagando, una indecencia moral enorme. El derecho a la vida no debería ser algo intrínseco a la humanidad. Tenemos derecho a vivir en tanto no matemos, a partir del momento en que anteponemos emociones como la ira, la envidia, los celos, la gula, el aburrimiento, la pereza o cualquier otra, para justificar un asesinato, perdemos moralmente nuestro derecho a la vida.
Todos los animales tenemos una conciencia profunda de la vidas y el cuerpo, la necesitamos para movernos, comer, reproducirnos o no, para jugar... Los límites y dimensiones de esa conciencia son un gran tema de estudio etológico, neurológico y psicológico, pero ellos saben perfectamente quiénes son, poseyendo todos los requisitos que exigimos para poder llamarles conscientes, es decir, personas. Los seres humanos, en cambio precisamos pensarnos, reflexionar, asumir una conciencia del yo meditada. Desnudas del harapo de la superioridad, despojadas de la vetusta oxidada armadura del antropocentrismo, quedamos expuestas a una verdad que a menudo nos resulta incómoda. Se trata de aquello que el infame Descartes pretendió elevar a la categoría de Mejor, resultando que Pensar Como Ser Humano equivalía a Existir, y no hacerlo como ser humano, equivalía a ser nadie, nada, un mecanismo. Esa ignorancia en realidad sólo exhibía la miseria de la necesidad humana de pensarse para existir, negando así la posibilidad de que los demás animales siquiera pensaran, una tara que reduce la existencia al mero pensamiento puro, en lugar de la formalidad del cuerpo vivo y proyectado al exterior, del cuerpo vivo y proyectado al interior. A la conciencia del yo no hay que pensarla, viene con la vida, y seguramene podríamos incluir algún tipo de conciencia del yo a las plantas, porque está más que demostrado, y por deducción lógica, que ellas de algún modo ¨saben¨ quiénes son, dónde están, qué quieren, etc.
Uno de los más grandes logros de la torpeza contemporánea es pretender que existe alguna diferencia entre abuso de uso. ¿Abuso a mujeres, a animales, a niñas…? ¿Cuál sería el escenario en que se tolera el uso pero se castigaría el abuso?. ¿Qué uso de alguien -y entendamos siempre el uso como algo no consensuado- puede ser aceptable o razonable incluso?. ¿Qué uso unilateral de alguien es ético, justo o comprensible?. Las fronteras entre lo animal y lo humano son constructos erróneos, fantasías pretendidas veraces para blindar nuestros privilegios. Sabemos perfectamente que somos animales, pero la animalidad surge realmente cuando la mente deja de ser un obstáculo para vivir. No acepto ni comprendo ningún tipo de espiritualidad que no rechace la destrucción de los animales o que relativice su explotación. Los demás animales son seres en estado de pureza infantil, por lo tanto matarlos es infanticidio, las sociedades han sido y son creadas sobre la base del infanticidio, la matanza de pequeñas y asustadas niñas.
El bosque no es un conjunto de flora y fauna, sino una comunidad vital interdependiente que se necesita y pacta. Numerosos estudios científicos revelan que los árboles hablan entre sí con lenguajes físicos y químicos, se ayudan, se nutren mutuamente, establecen lazos ¨afectivos¨ y miceliales. Las causas de esas asociaciones pueden ser variadas, desde la seguridad de la manada (un parásito o un depredador que atacara a un sólo árbol lo destruiría, pero si hay más, se distribuye el daño), la necesidad de nutrientes que por sí solo el árbol no puede aportarse o no descartemos que puedan simplemente disfrutar de algún modo o crecer mejor en la compañía. En todo caso la vida no existe aislada, somos millones de seres experimentando esta anomalía de vivir
En este vacío casi absoluto de la nada vital, en esta elevada improbabilidad biológica, una semilla se ha abierto en dos y ha desplegado la vela de un gérmen que busca altura y luz. Un huevo diminuto y translúcido eclosiona tras las sacudidas interiores de una vibrante criatura ansiosa por la vida. El conjunto de letras azarosas y escurridizas que se alinean casualmente en el tiempo y el espacio para conformar una sílaba y después una palabra, una frase, un párrafo, un capítulo y hasta el libro completo de una vida. La vida es algo excepcional y la casi totalidad de las personas en el mundo no saben cuánto de excepcional es y cuánto de atípico es el hecho de que hayan nacido, necesitan pensarse para resolver el enigma. Quien estudia o se interesa por la biología o la genética, llega a atisbar algo del asunto, llega a saber que en el universo conocido la vida es una anomalía de cálculo, un preciosísimo error que halló el modo de prosperar en un caldo biótico propicio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario