Otro otoño incalculable y premeditado endulza los
paisajes, madrugándolos. El valle despierta, se encienden de sol los pueblos,
tocados por el beneficio de la luz. Por el Pirineo, por Jaca y Benasque, valles
y peñascos, por Guara, por el valle del Cinca, por el mediano. Se ve incendiar
de luz temprana el Barranqué y la
Boquera con el río centelleando en el color de la plata vieja
empapada de cielo. Mientras el Cinca es ahora una cinta azul embarazada de
gorriones y jabalíes, la
Carrodilla por su parte despierta poco a poco, desperezando
roedores, diluyendo sus sombras, delatando hierbas, vomitando flores,
anunciando faunas, liberando pajarillos y repuntando brotes tras las lluvias recientes
como una madre enloquecida por las preñaciones.
Entonces Estadilla se transforma en un resumen del Valle
del Cinca y de la Sierra
de la Carrodilla,
todo en uno. Doblan a nueve las campanas. La niebla corre por pueblos de la
ribera, se alza sobre el frío como las aldeanas se alzan del sueño,
convirtiendo Peña Montañesa en una silueta de sí misma, que no vacila en desaletargar
sus buitres para que apunten sus miradas a la sierra de la Carrodilla y la
dignifiquen aún más con su atención. Me engaño seguro, pero nunca el paisaje me
pareció tan verde y fecundo tras las lluvias, y un manojo de palomas abre el
vuelo sobre las huertas que se sacuden las escarcha nocturna como un abrigo
viejo se sacude el polvo y los años para abrazar un cuerpo. Los amarillos
choperos, los verdes politonales, y algún granate disperso, eso es todo.
Despierta Maroz, despierta Palomera, bosteza el paisaje a
cien kilómetros a la redonda, y siento la profunda responsabilidad de cuidarlo,
junto a miles de personas conscientes que saben de su valor, de la permutación
de las estaciones, de la eterna constancia de los cambios, de la magia, en fin,
de la vida efervesciendo ubicua y febril, y el sentido inequívoco de la palabra
respeto. La lucha ecologista
entonces es tan necesaria y persistente como los ataques a la tierra y a la Tierra, por parte de
aquellas que creen que el dinero alimenta. “Lo más terrible se aprende
enseguida, y lo hermoso nos cuesta la vida”, canta Silvio, porque le damos más
importancia a lo material que a lo cotidiano, a lo simplemente bello, a lo que
nos une a todos los animales del planeta.
Ahora un milano real me sobrevuela, un minuto más tarde escucho
las brazadas poderosas aplastando el aire de un buitre que sucede sobre mí con
su mirada serena y eterna, un alimoche roza la esquina de un aerocentro de
buitres planeando mientras una cazadora en la lejanía arroja maldito plomo en
lugar de dulces semillas y planteles de carrasca. Escucho sus detonaciones
mientras recojo romero y lavanda y encuentro setas preguntándome cuáles de
ellas serán comestibles.
Pero no, la misión de las setas no es ser comestible, ni
la del cerdo o la el pollo. Ser hongo es la misión del hongo, honguear el humus
y disparar panales de ramificaciones y complejos sistemas radiculares que
sujeten en agua y la aten a la humedad y los ciclos vitales. Gracias al hongo
la flor vive y el olivo puede aspirar a un siglo más. En los millones de hongos
del paisaje -que parecen existir sólo ahora pero que trabajan todo el año-, se
encuentra el sentido de los vegetales, los diálogos subterráneos de las raíces
entre tumultos de microporos y macroporos, en el idioma común de la oscuridad y
la fertilidad. Mostrando que nada grande existe sin lo pequeño, como nada
existe por si sólo, pues la biodiversidad y sus vínculos son imprescindibles,
no opcionales.
Allá arriba de nuevo, los buitres se dejan llevar por las
espirales de aire caliente, son imprescindibles también, cada uno de ellos. En
África Oriental las campesinas usan un pesticida de carbofurano para matar
animales salvajes, cuyos cadáveres son devorados por chacales y buitres, que a
su vez mueren por centenas, lo mismo sucede en la India con el dicoflenaco,
otro compuesto medicamento de uso ganadero, que aniquila buitres, los deja en
estado agónico y comatoso hasta su muerte. Es lo que sucede cuando no atendemos
al respeto, cuando decidimos quién
debe morir y quién vivir, como diosas de mentira, como sacerdotisas del
terror... Tenemos tanto por aprender que toda la vida no basta.
Masco unos litones a la medida de mi boca y paladeo mi
infancia. No la añoro, está bien donde está, en su sepulcro de olvido. Estamos
y somos, ahora, en el centro geométrico de un otoño de hojas muertas y paisajes
vivos, que echan cabezaditas previas a la siesta anual del invierno. Agua en la tierra,
agua debajo de ella, agua flotando sobre la tierra, agua surcando la tierra. La
vida es bautizada con la unción espiritual del agua, que desafía las más
prometedoras veleidades de cualquier deidad imaginable. Agua cayendo, filtrándose,
precipitándose, elevándose, traspasando, suculentando, empapando, beneficiando,
vitalizando todo lo vivo y lo que no permanece. Y las plantas expulsándola de
sus cuerpos en este autumnal precioso para no congelarse cuando llegue la hora
del hielo.
Sale el sol, cirrocúmulos y mirlos. La
lección es poderosa, alta, inequívoca: detengamos la civilización del usar y
tirar, detengamos la doctrina del consumo, respetemos cada vida, decrezcamos
por fuera para agigantarnos por dentro, mantengamos vivos los pueblos y los
paisajes. Defendamos la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario