Este
niño se muerde las uñas en lugar de apretar los dientes. Este niño
llora cuando tiene miedo, se hunde en el regazo de su madre. Este
niño es un hombre de mentira, a medio hacer por más que le empujen,
como los aplausos de cartón-piedra, las risas de plexiglás, las
ovaciones de charcutería. El animal es pequeño, el escenario es
falso, la música absurda. El público quiere a este niño de un modo
cruel, como cuando se ama lo que se mata, que ni es amor ni es nada.
Este niño está pérdido, acorralado por la demencia criminal de su
padre y de la madre -que en su delirio paranoico no vacila en
acogerlo en su regazo cuando el pequeño se rompe a llorar de pavor-.
Este niño se crece en su disfraz, y aunque la fama es volátil, el
dinero poco y el miedo mucho, este niño va a morir. A este niño lo
van a matar sus padres, a puñaladas de ignorancia, el homicidio
premeditado va a venir por mano de un toro, uno cualquiera de los que
el niño mata, que lo matará a él en defensa propia. Porque este
niño ha sido entrenado para matar, como las niñas soldadas
centroafricanas, como las pequeñas narcotraficantes de las favelas
de Río. Es Michelito Lagravere, el niño mexicano violado por sus
padres en su inocencia, en su deber de montar en bicicleta y jugar a
fútbol por los descampados y enamorarse de las niñas de la escuela.
A este niño le han asesinado la infancia, por eso cuando muera serán
dos cadáveres lo que habrá que enterrar. Las asesinas exigen la
oreja del toro acuchillado, mientras henchido de satisfacción
postiza como una coleta de torero, el niño saborea una corrida más
en la que aún no ha muerto por segunda vez, mientras otro toro yace
en la arena, con la garganta llena de su propia sangre empezando a
coagularse. Otra infancia destruida.
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