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jueves, 25 de octubre de 2012

Infancias destruidas

                 Este niño se muerde las uñas en lugar de apretar los dientes. Este niño llora cuando tiene miedo, se hunde en el regazo de su madre. Este niño es un hombre de mentira, a medio hacer por más que le empujen, como los aplausos de cartón-piedra, las risas de plexiglás, las ovaciones de charcutería. El animal es pequeño, el escenario es falso, la música absurda. El público quiere a este niño de un modo cruel, como cuando se ama lo que se mata, que ni es amor ni es nada. Este niño está pérdido, acorralado por la demencia criminal de su padre y de la madre -que en su delirio paranoico no vacila en acogerlo en su regazo cuando el pequeño se rompe a llorar de pavor-. Este niño se crece en su disfraz, y aunque la fama es volátil, el dinero poco y el miedo mucho, este niño va a morir. A este niño lo van a matar sus padres, a puñaladas de ignorancia, el homicidio premeditado va a venir por mano de un toro, uno cualquiera de los que el niño mata, que lo matará a él en defensa propia. Porque este niño ha sido entrenado para matar, como las niñas soldadas centroafricanas, como las pequeñas narcotraficantes de las favelas de Río. Es Michelito Lagravere, el niño mexicano violado por sus padres en su inocencia, en su deber de montar en bicicleta y jugar a fútbol por los descampados y enamorarse de las niñas de la escuela. A este niño le han asesinado la infancia, por eso cuando muera serán dos cadáveres lo que habrá que enterrar. Las asesinas exigen la oreja del toro acuchillado, mientras henchido de satisfacción postiza como una coleta de torero, el niño saborea una corrida más en la que aún no ha muerto por segunda vez, mientras otro toro yace en la arena, con la garganta llena de su propia sangre empezando a coagularse. Otra infancia destruida.

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