ESO
Una
puede ver -y ve-, cosas terribles durante la vida, actos repugnantes
e injustos en el día a día de lo que denominamos civilización
humana. Por la televisión, en la prensa, en directo... lenocinios
que compiten en magnitud y horror, y que parecen tener como único
objetivo batir sus propios récords de superación de la bajeza moral
humana, rebajándose a cotas inimaginables. Una puede incluso
acostumbrarse a eso, e incluso hay quien sabe hacer humor negro de
ello. La mezquindad humana es tan infinita como su estupidez. Una
puede ver todo ello durante años, sin consecuencias en nuestro
comportamiento, hasta que un día una ve eso,
aquello no necesariamente más cruel o perverso que cualquier otro
genocídio contemplado anteriormente, la muerte de un animal para la
gula, el exteriminio de una tribu para destruir su medio natural, la
condena de un pueblo desde un gabinete de estado, la violación de
una niña... visto no en un estado anímico especial. Entonces se
desata un mecanismo interior sito probablemente en la conciencia o en
un latido del corazón. Y aquello que vimos incendia un estado de
ánimo adecuado precisamente para lo único que realmente puede
detener la crueldad: luchar contra ella no participando en su
desarrollo, no financiándola, no votándola, protestando, criticando
los puntos de vista que la propícian. No basta con ser buena
persona, hay que demostrarlo, hay que emanar bondad. No basta con ser
vegana, hay que ser activista. No basta con creerse justa, hay que
cuestionarse a sí misma constantemente, hasta lo insoportable, hasta
la objetividad. Se llama crecimiento interior, dura toda la vida y
nunca es suficiente, pero es imprescindible para tener un lugar en
nuestra porción de historia. Nacimos en territorios donde otras
personas murieron y sufrieron para que tuvieramos derechos,
libertades, ciertas comodidades, sentimiento de justicia..., no
podemos sentarnos y descansar habiendo tanto por hacer, es nuestra
obligación moral, nuestro deber, con ninguna relación con los
absurdos deberes sugeridos de cruzar el semáforo en verde, votar en
los sistemas democráticos corruptos o pagar absurdos impuestos
destinados a robarnos. La más oscura ciega es la que no quiere ver,
la más profunda sorda es la que no quiere escuchar, y la más
peligrosa de las ignorantes es la que no quiere saber. A esos
conceptos hay que sumarle la gran controversia, la de la más
perezosa: la que cree que nada puede cambiar. Todo puede cambiar y
todo debe hacerlo.
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