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miércoles, 3 de diciembre de 2025

MATADERO

 

La sangre del edificio emerge por una tubería a decenas de metros con un murmullo gutural cantarín y hacia el río. En hilos a veces y a trompicones otras, alternativamente sin una cadencia, empujándose una a otra, atropellándose como si estuviera espantada de lo que vio dentro. Toma varios tonos, el de animales adultos, otros muy jóvenes -niños en realidad-, hembras gastadas con los huesos esponjosos y crujientes de tanto parir sin pausa, algunos de esos huesos se chascaron con la manipulación de sus cuerpos durante el transporte y proceso de carnificación por lo débiles que estaban, descalcificados tras años de explotación. Sangre mezclada con la de hembras preñadas y sus fetos, degollados apenas fueron extirpados del útero caliente y tembloroso, sin tomar siquiera un primer trago de aire, sin el bautismo básico de la respiración. Todos esos sanguinolentos tonos amontonados de cuerpos diversos se aúnan en un sólo cauce, una confusa fosa común líquida y esparcida que se precipita y choca crepitando en magentas contra las piedras de los márgenes del río. Es un sonido sórdido, suena sordo y obsceno, inútil. Por la altura a la que cae alza pompas de translúcido rojo y rosa con un ribete beige, color de pus. Algunas burbujas son más grandes, tal vez debidas al miedo. Junto a la masa a veces espesa a veces fluida, corren también coágulos, formados por arrastrar suciedad en la carrera, o que ya existían dentro del cuerpo cuando vivía por las hemorragias internas, grumos informes, jirones de carne indefinidos, pedazos de médula ósea, cachitos de arterias, tráqueas, órganos seccionados por error en el apremio de la línea de descuartizado, pelos y mechones enteros, astillas de osamentas y de soledad...


Aún a cielo abierto la zona hiede a pornografía, a pecado lascivo, a crimen aconfesional, Los dioses de todos los hombres están aquí, carcajeándose impúdicos, mostrando su verdadero rostro, adolecido de estrategias y pretextos, apestoso y despellejado. Son los dioses del terror y de la náusea que bailan su fúnebre arrítmica melodía de ejecuciones al son de la flauta de una tubería por donde emerge la inconfesable e indecible falta de toda esperanza. En ese chorro de vergonzosa intimidad despilfarrada se halla la pérdida total de la noción básica del humanismo, como la sangre reseca estampada contra los muros de los paredones de ejecución, como la grasa pegajosa adherida a las paredes mugrientas de los hornos crematorios nazis, como la más elocuente sacrílega mención de la palabra fondo. La suciedad roja se engancha en la mirada, legado por antonomasia de nuestra especie, desquiciada amante de la muerte.


No tiene connotaciones ni lecturas, capas, sesgos o reflexiones, la palabra MATADERO significa siempre lo mismo. Hay mataderos casuales, frutos de la desavenencia intrínseca a los seres humanos y de su incapacidad de resolver conflictos sin violencia, y hay mataderos de personas no humanas, alegres, aceptados, bendecidos por la economía, que forman parte a su vez de la cultura e idiosincrasia, signos de identidad de una civilización fallida y profundamente mediocre. Cualquier país del mundo que albergue en su territorio edificios llamados Mataderos, lo delata como letrina moral. En todos los países del mundo hay mataderos, más pequeños, más industriales, más ¨humanitarios¨ pero siendo lo que son, infectos agujeros de fín. Para los animales carece de valor si fueron o no amados, o respetados, si poseían un nombre humano o sólo el suyo, si fueron ejecutados por un padre de familia rural o en una superfactoría de aniquilación. La casi totalidad de las religiones y culturas se alimentan de cuerpos diseminados, disgregados, que fueron premeditadamente forzados a nacer, a ser cebados, a sufrir lo inombrable, a ser ejecutados y descuartizados.


Cada persona es un ladrillo para esos edificios, y cada moneda que invierten alza muros, forja ganchos de colgado, afila cuchillos. La palabra Matadero une a violadores y a sus víctimas en el carnaval de los tendones seccionados, fascistas y antifascistas celebran sin el más mínimo escrúpulo pertenecer a la especie jerárquicamente superior que dicta quién vive y quién muere, mordiendo con gula por igual su pedazo de alguien. Activistas de izquierda y de derechas con gusto coinciden y se relamen ante un plato de asesinatos, católicas y protestantes, gente llamada buena y monstruos pederastas y femicidas, personas altas, bajas mujeres, hombres, minusválidas y no minusválidas, blancas, negras, rojas y amarillas, dejan de lado con alegría sus diferencias para comportarse como lo que son, engendros borrachos de sangre de matadero y carentes de cualquier deje de ética. La peor escoria del planeta no dista moralmente de la gente buena y pacífica ante un pedazo de cadáver cocinado. Sólo en España hay 650 mataderos legales donde se exterminana a 920 millones de animales, y en Polonia 207, los cuales exterminan a 840 millones de animales terrestres anuales. La suma en todo el planeta alcanza las 100.000 millones de vidas interrumpidas, bebés y niñas decapitadas, existencias frustradas que perdieron la única probabilidad de ser felices y vivir que tenían. Desde luego la cifra es más alta, hay muchísimas muertes de carácter ilegal, local, no declarados, sin tuberías a cielo abierto, donde la sangre mana a borbotones y se filtra por alcantarillas o la tierra mismo. Los animales se matan en casas privadas, por millones, en países donde las ejecuciones no son tan mecanizadas y su sagrada sangre se va por los desagües de las bañeras y los fregaderos, las rejillas de los patios en forma de hilos de sangre, chorros de sangre, ríos de sangre, cataratas de sangre.


Todos los horrores cometidos contra sí mismo por el ser humano son testimoniales e ínfimos ante la cantidad y la forma del genocidio animal, que ha crecido exponencialmente en los últimos 100 años y no para de crecer pese a ese supuesto aumento de la dieta vegana. La oferta se mantiene sin acorde a la demanda porque el capitalismo exige despilfarro y abundancia. Lo que los índices económicos llaman eufemísticamente crecimiento, progreso o bienestar no es más que una destrucción masiva de la naturaleza como jamás antes se había conocido, hasta límites de irreversibilidad. Las bombas nucleares no devastan tanto como la avaricia humana deforestando, hormigonando, expandiéndose como una metástasis. Es tal la magnitud que los animales mueren de cualquier manera, sin aturdimiento, sin inspección ni monitoreo, mecánicamente, como objetos. El animal ¨de consumo¨ es un referente ausente sobre el cual se ejercen rutinarios y diferentes tipos de violencia psíquica y física basados en estándares veterinarios y científicos pretenciosamente dirigidos a minimizar su sufrimiento, como si existiera una analgésia real, sin embargo no es otra cosa que lavado de conciencia social, negacionismo, confort psíquico y voluntad de querer tener las manos límpias. Pero los animales lo saben todo, huelen, escuchan y ven cuanto sucede con sentidos intuitivos mucho más desarrollados que los nuestros, son perfectamente conscientes de su destino, y son forzados en filas como hace 80 años en filas eran forzadas las presas a las cámaras de gas nazis. No es ninguna exageración comparar el genocidio animal con el nazi, en absoluto, incluso es ofensivo para los animales disociar los hechos, el modo y las cifras, porque el genocidio nazi duro unos años solamente y en una sóla hora de la actual producción de carne son exterminados más animales que durante toda la II Guerra Mundial. Somos recordistas de la muerte que aplacan su simple hedonismo con mil excusas, de carácter sanitario, legal, económico, de costumbre o tradición para satisfacer primitivos caprichos y ganar dinero a cualquier costa. Cuando la inteligencia sólo se utiliza para refinar el pretexto o justificar crímenes, entonces no sirve. Cualquier tradición que conlleve infringir sufrimiento a quien no quiere,debe desaparecer.



Es un fracaso absoluto de la justicia que el ser humano, habiendo creado los códices y leyes más sofisticados para esclarecer culpas y proteger a víctimas, sin importar procedencia, raza, tendencia sexual o status económico, acabe ejecutando sin raciocinio a los más inocentes y puros de todos por pertenecer a otra especie. Las especies animales todas ellas, deben ser sujetas de derechos colectivos e individuales a sus vidas, su libertad y su integridad, y ello implica defender paralelamente los ecosistemas en que viven desde muchísimos millones de años antes que la nuestra. La tierra no es un organismo vivo en sí, pero sí la suma de millones de millones de organismos que interactúan con los minerales, la metereológía, las estaciones y todas las demás especies. Resumiendo: nos necesitamos para existir y permanecer.


Quien no es capaz de sentir la verdadera dimensión del amor y de la muerte, jamás entenderá la verdadera dimensión de la vida. La espiritualidad no es mirar hacia arriba, sino hacia abajo. La tierra y la vida contenida son la respuesta perfecta a la pregunta perfecta, una falsa respuesta de conveniencia venial, económica, territorial o de otra índole que trate de justificar la destrucción de las condiciones bióticas que hacen que una especie perviva no es más que un balbuceo torpe e ininteligible.


El especismo abarca miles de actividades humanas contra los animales, no obstante la mera dieta vegetal soluciona el 98% del problema del especismo. Hay un pseudoanimalismo superficial instalado en el discurso pseudoanimalista, dispuesto a golpearse el pecho contra el consumo de carne de perro en países orientales, el cual -cuando no tiene un indisimulado tufo racista- sólo parece pretender despistar del hecho de comer carne de cerdo o pollo, como asuntos menores. El mismo pseudoanimalismo de gentuza aficionada a la corrida que argumenta que el toro ejecutado en la plaza vive mejor que la vaca explotada en una granja y, sin ser del todo mentira, pretende desviar la atención del bosque mirando a un sólo árbol. Son cortinas de humo, no es peor comerse a un perro que a una vaca que a una niña humana, por mucho que nuestra miope cultura lo haya normalizado.


Si la vida nos parece corta ¿acortar 4 veces la de una vaca sólo para el capricho de comer queso es correcto?. La pregunta es retórica, la respuesta es no. Aunque sepamos reducirlo a algo personal, no se trata de aceptar lo que a cada cual guste o no, el mundo no puede ni debe regirse por las consecuencias de las decisiones tomadas según un apego personal y aleatorio, sino por las más básicas reglas de justicia, decencia ética, empatía e igualdad, basadas en el hecho empírico de nuestra dependencia a la coexistencia con el planeta, con las otras especies vegetales y animales y con la sociedad humana, sin ellas jamás podríamos haber sobrevivido y jamás podremos llegar a permanecer. La noción de pertenecer a algún colectivo susceptible de ser discriminado aleatoriamente, como podría ser la gran mayoría de la humanidad, nos da una reflexión sobre lo erróneo o correcto de un comportamiento, basado en el principio de que no hagamos aquello que no queremos que nos hagan. Coexistir no es tolerar, sino respetar, involucrarse, cooperar, fluir unas con otras sin interceptarnos ni coartarnos, en la mayor armonía posible, escenario único para una paz común.


Una paz silenciosa que se ve retada y agraviada por el constante y ensordecedor burbujeo de la sangre de los animales desechándose en el río, a escasos metros de cualquier matadero. Un último sonido antes de la nada posterior con que la muerte convierte en nadie a alguien. Preciosísimas vidas animales que tuvieron la mala suerte de toparse con seres humanos.

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