Esta
es nuestra vida, la que tocas con tus manos, la que sientes con tu pelo y con
tus rodillas y con tus genitales y tu ano, la que ulula con el viento, la que
golpea el aire con su música delirante, la que resbala por tu piel atenta a
todo estímulo, esta es tu vida, es mi vida, es nuestra vida. Y nos la estamos
flagrantemente perdiendo, como sociedad. Nos estamos perdiendo la oportunidad
de dialogar con la naturaleza en su idioma, que es el nuestro por más que nos
pongamos zapatos de plataforma para no tocar la tierra, pura aunque áspera a
veces y nos “ensucie” los pies. Nos hemos corrompido.
Estamos
perdiéndonos la vida en trabajos absurdos destinados a obtener dinero para
satisfacer las necesidades de dinero de otras, más extraviadas todavía,
placeres prestados e insulsos que dejan más vacío que nada. Nos estamos
perdiendo a las no humanas. Hemos fracasado en un modelo destinado a cumplir
normas de otras, pretendidamente destinadas a hacernos felices. Pero sólo tiene
quien siente, lo sabemos bien y en ello las faunas son expertas profesionales
que enloquecen de placer con la lluvia y el sol, con el espacio y la libertad.
Nos
estamos perdiendo a las no humanas. Es muy grave lo que te digo, es
extremadamente grave, estamos asesinando a las maestras, cerrando la fuente más
fresca, nos estamos perdiendo sus enseñanzas y la posibilidad de dejar de ser
una protoespecie. Perdidas por acatar la norma que dicta que una mujer son tres
agujeros, que la hembra y el varón hacen hijas, que una persona es un voto o
una consumidora, y un cerdo su panceta. Hemos fracasado como especie en el
modelo de igualdad legislado y a ese fracaso lo llamamos civilización. Y lo más
triste es que nos estamos perdiendo a los cerdos.
Nos
estamos perdiendo a los cerdos. Nos estamos perdiendo el placer intenso y pleno
de dormir con un cerdo enorme mientras le hacemos la cuchara rascándole el
cuello y escuchando sus gruñiditos de buen sueño, que reconfortan hasta el alma
más magullada por los quehaceres del ser humano. Nos estamos perdiendo el
afecto de las gallinas, la curiosidad infantil y dulce de los pollos, nos
estamos perdiendo la solemne dulzura de las cabras, recostarse sobre una vaca
que nos lama la cara con su lengua milenaria para escuchar su poderoso corazón
acompasándose al nuestro, nos estamos perdiendo aprender de los burros su
idioma de hierba fresca e inocencia, su sabiduría vital. Nos estamos perdiendo
el lenguaje silencioso de los ratones, la mirada insoportablemente pura del
perro cuando lo miramos de igual a igual, la alegría de las bebés rescatadas de
los infiernos de la carne a la que fueron condenadas. Y de tanto perdernos
sentimientos, nos hemos perdido.
Es
el amor, lo que nos estamos perdiendo, a seres nacidos para amar. A cambio de
eso y recelosas del miserable amor humano, llamamos respeto a la justicia que
les debemos como vecinas de esta nave espacial de agua y fuego. Reivindico aquí
el amor a otras especies como derecho fundamental. Nos estamos perdiendo abrazar
delicadamente a un pavo, los lametones tranquilizadores de un ternero añal que
hunde su enorme hocico caliente en nuestro pecho. Estamos enseñando a las
nuevas generaciones que el cerdo es el jamón, que el cabrito es un asado, que
el ecosistema del pez es la sartén de freiduría, que la gallina nos regala sus
huevos y que a la ternerita no le importó ser descuartizada para que pudiéramos
robar la leche de su madre. Nos estamos perdiendo la oportunidad de hacer una
sociedad justa empezando por abolir el evangelio de la muerte. Nos estamos
perdiendo ir descalzas, distraídas y despeinadas.
Nos
estamos perdiendo la vida y ella nos está perdiendo a nosotras, aterrorizadas
por la amenaza del frío, pero abrazadas a él cuando tiene forma de un enorme
oso de peluche de felpa mientras descongelamos la casa de los osos polares.
Aterrorizadas por los códigos que terrores e ignorancias ajenas nos echaron
cono una palada de escombros, diciéndonos que los lobos eran sanguinarios, que
las ratas virulentas, que los cerdos sucios, que el cordero sumiso, que los
burros estúpidos, que las gallinas cobardes, que los buitres repugnantes
oportunistas, que los primates ridículos, que los gusanos bajos, que los tigres
implacables, que la serpiente asquerosa, que las arañas venenosas y otros mitos
de la imbecilidad ética, destinados a hacernos mejores ante ellos, cuando bien
sabemos lo contrario.
No,
medir la física cuántica no nos hace mejores. No, los automóviles no nos hacen
mejores.
La
vida son cuatro días, pero cuando tres los has pasado en el infierno, el día
que te queda debe ser obligatoriamente extraordinario, ello sucede en los
santuarios veganos del mundo, donde se puede aprender a amar gracias a la pata
de las expertas, que a veces tienen plumas, a veces pelo, a veces escamas. Todos
tus títulos universitarios no te van a ayudar a ser más feliz que hacerle la
cuchara a una cerda que pasó tres de sus cuatro días en el infierno, porque esa
experiencia enseña el precio exacto de la vida, y el precio exacto de la vida
es incalculable.
Apoya
los santuarios veganos, apadrina gallinas, acaricia el cuarto día del burro
apaleado durante tres, aprende de la mirada de los terneros, de la humedad del
hocico de un lechón, aprende a vivir y abandona el camino de la sangre. Es
demasiado resbaladizo y ya sabemos adonde nos precipita.
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