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viernes, 4 de diciembre de 2015

PERDIDAS



                          


Esta es nuestra vida, la que tocas con tus manos, la que sientes con tu pelo y con tus rodillas y con tus genitales y tu ano, la que ulula con el viento, la que golpea el aire con su música delirante, la que resbala por tu piel atenta a todo estímulo, esta es tu vida, es mi vida, es nuestra vida. Y nos la estamos flagrantemente perdiendo, como sociedad. Nos estamos perdiendo la oportunidad de dialogar con la naturaleza en su idioma, que es el nuestro por más que nos pongamos zapatos de plataforma para no tocar la tierra, pura aunque áspera a veces y nos “ensucie” los pies. Nos hemos corrompido.

Estamos perdiéndonos la vida en trabajos absurdos destinados a obtener dinero para satisfacer las necesidades de dinero de otras, más extraviadas todavía, placeres prestados e insulsos que dejan más vacío que nada. Nos estamos perdiendo a las no humanas. Hemos fracasado en un modelo destinado a cumplir normas de otras, pretendidamente destinadas a hacernos felices. Pero sólo tiene quien siente, lo sabemos bien y en ello las faunas son expertas profesionales que enloquecen de placer con la lluvia y el sol, con el espacio y la libertad.

Nos estamos perdiendo a las no humanas. Es muy grave lo que te digo, es extremadamente grave, estamos asesinando a las maestras, cerrando la fuente más fresca, nos estamos perdiendo sus enseñanzas y la posibilidad de dejar de ser una protoespecie. Perdidas por acatar la norma que dicta que una mujer son tres agujeros, que la hembra y el varón hacen hijas, que una persona es un voto o una consumidora, y un cerdo su panceta. Hemos fracasado como especie en el modelo de igualdad legislado y a ese fracaso lo llamamos civilización. Y lo más triste es que nos estamos perdiendo a los cerdos.

Nos estamos perdiendo a los cerdos. Nos estamos perdiendo el placer intenso y pleno de dormir con un cerdo enorme mientras le hacemos la cuchara rascándole el cuello y escuchando sus gruñiditos de buen sueño, que reconfortan hasta el alma más magullada por los quehaceres del ser humano. Nos estamos perdiendo el afecto de las gallinas, la curiosidad infantil y dulce de los pollos, nos estamos perdiendo la solemne dulzura de las cabras, recostarse sobre una vaca que nos lama la cara con su lengua milenaria para escuchar su poderoso corazón acompasándose al nuestro, nos estamos perdiendo aprender de los burros su idioma de hierba fresca e inocencia, su sabiduría vital. Nos estamos perdiendo el lenguaje silencioso de los ratones, la mirada insoportablemente pura del perro cuando lo miramos de igual a igual, la alegría de las bebés rescatadas de los infiernos de la carne a la que fueron condenadas. Y de tanto perdernos sentimientos, nos hemos perdido.

Es el amor, lo que nos estamos perdiendo, a seres nacidos para amar. A cambio de eso y recelosas del miserable amor humano, llamamos respeto a la justicia que les debemos como vecinas de esta nave espacial de agua y fuego. Reivindico aquí el amor a otras especies como derecho fundamental. Nos estamos perdiendo abrazar delicadamente a un pavo, los lametones tranquilizadores de un ternero añal que hunde su enorme hocico caliente en nuestro pecho. Estamos enseñando a las nuevas generaciones que el cerdo es el jamón, que el cabrito es un asado, que el ecosistema del pez es la sartén de freiduría, que la gallina nos regala sus huevos y que a la ternerita no le importó ser descuartizada para que pudiéramos robar la leche de su madre. Nos estamos perdiendo la oportunidad de hacer una sociedad justa empezando por abolir el evangelio de la muerte. Nos estamos perdiendo ir descalzas, distraídas y despeinadas.

Nos estamos perdiendo la vida y ella nos está perdiendo a nosotras, aterrorizadas por la amenaza del frío, pero abrazadas a él cuando tiene forma de un enorme oso de peluche de felpa mientras descongelamos la casa de los osos polares. Aterrorizadas por los códigos que terrores e ignorancias ajenas nos echaron cono una palada de escombros, diciéndonos que los lobos eran sanguinarios, que las ratas virulentas, que los cerdos sucios, que el cordero sumiso, que los burros estúpidos, que las gallinas cobardes, que los buitres repugnantes oportunistas, que los primates ridículos, que los gusanos bajos, que los tigres implacables, que la serpiente asquerosa, que las arañas venenosas y otros mitos de la imbecilidad ética, destinados a hacernos mejores ante ellos, cuando bien sabemos lo contrario.

No, medir la física cuántica no nos hace mejores. No, los automóviles no nos hacen mejores.

La vida son cuatro días, pero cuando tres los has pasado en el infierno, el día que te queda debe ser obligatoriamente extraordinario, ello sucede en los santuarios veganos del mundo, donde se puede aprender a amar gracias a la pata de las expertas, que a veces tienen plumas, a veces pelo, a veces escamas. Todos tus títulos universitarios no te van a ayudar a ser más feliz que hacerle la cuchara a una cerda que pasó tres de sus cuatro días en el infierno, porque esa experiencia enseña el precio exacto de la vida, y el precio exacto de la vida es incalculable.

Apoya los santuarios veganos, apadrina gallinas, acaricia el cuarto día del burro apaleado durante tres, aprende de la mirada de los terneros, de la humedad del hocico de un lechón, aprende a vivir y abandona el camino de la sangre. Es demasiado resbaladizo y ya sabemos adonde nos precipita.

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