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martes, 28 de octubre de 2025

ALLÁ DONDE ME AMEN

Carboneros de mofletes blancos y pechos amarillos mudan inquietos de rama a rama, esperando los granos que les pongo en el alféizar cuando vuelven al octubre de la Casa de las Ranas. Hibernaron el hielo profundo en el bosque, bienvinieron la primavera, nidificaron y enseñaron a sus pollos los códices sagrados del vivir, el orden cronológico de los pequeños frutos, la palatabilidad de los insectos, y durante estas semanas antes del ingrato helar, llenan sus pancitas de semillas y empluman en serio. Los arrendajos pernoctan en los ciruelos silvestres, el busardo en el viejo chopo, mientras sopla lebeche y los árboles de bonito otoño centellean en mil tonos de rojo, amarillos, naranjas, ocres, beiges, pardos, magentas y púrpuras. Es en estas fechas de estos incipientes fríos, cuando Tosia, la perra que vive en la casa vecina a unos 300 metros, duerme más en casa, pegada a mí bajo la colcha, hipnotizada por el calor y las caricias, panza arriba, completamente abandonada y confiada.


Como la de todos los perros, la matria de Tosia es el amor, allá donde los amen, van; es el estigma del corazón desmesurado. El amor no es lo único que saben, pero en él son maestras zen. Todos los animales del mundo saben perfectamente que la muerte es la antítesis de cuanto es por encima del estar, del conocimiento y el desconocimiento, de la vida y el universo, del tiempo y de la eternidad, la dicha y el dolor, la risa y la lágrima. Venimos a vivir y duramos lo que duramos, huyendo de la muerte prematura. Tosia fue secuestrada de su madre, como millones de animales considerados ¨de compañía¨. Tosia, como todos los animales, conocea la perfección el sentido de la vida y el arte exquisito del vivir.


En la oscuridad impredecible y solitaria una niña que perdió a su madre la llama en un rincón, sabiéndose expuesta y quebrantable. No hay respuesta y la angustia crece, se adueña de las ideas y las perspectivas. Es la soledad más profunda de cuantas conocemos, la de la madre ausente, la madre requerida sin presencialidad, la madre necesaria que no está, esa soledad de billones de terneras o lechones separadas del olor de sus madres parturientas, que seguirán alumbrando hijas condenadas a ser descuartizadas sufriendo la irreparable pérdida de una hija. Esa misma soledad de los cachorros de gatos o perros sometidos al comercio o la costumbre de animales ¨de compañía¨ para estúpidas gentes sin escrúpulos ni la más mínima conciencia. Ese traumático desapego marental de los cachorros que marcará sus vidas de algún modo, porque somos la suma exponencial de cuanto nos dañaron o nos amaron de pequeñas. Toda esa violencia obstétrica e infantil la sufrimos los mamíferos, y haber sobrevivido a ella no evitará que algunas noches aquella soledad primera acuda al sueño en forma de insomnio. Tosia forma parte de esos destrozos, por eso se queda en invierno delante de la casa de las vecinas, llorando para que la dejen entrar.


Hace 15 años, cuando La Casa de las Ranas era aún un desnudo campo de cultivo maltratado por la avarícia y la sobreexplotación, las vecinas ya vivían. Son gente educada en la adicción a la apariencia, pero fascinada por ser palurdas aldeanas y que adoptaron las peores conductas de los paletos del campo, romantizando la tremenda violencia que caracteriza a la ignorancia orgullosa de serlo. Entonces tenían a un enorme perro labrador, junto a la casa, atado todos los días del año y a todas horas a una cadena. Que ese sea el destino ahora mismo de millones de perros en el mundo, que hayamos normalizado ese crimen, no desgrava lo más mínimo el daño que infringe a los cerebros de los perros que lo sufren, seres excepcionalmente de manada, con un concepto de amor, contacto y cercanía muy desarrollado, por lo que a menudo enloquecen. Llamamos su vida a lo que no es más que muerte lenta y solitaria. Ese labrador encadenado un día ¨desapareció¨, esa fue la única explicación que dieron las vecinas y nunca sabré si el marido, exalcohólico y con problema mentales, decidió matarlo y tirarlo en el bosque, o simplemente lo abandonaron, el deporte preferido de la gente psicópata, benévolamente permitido por la ley con penas ridículas, porque todo lo superlativo que pretende ser el sistema jurídico y penal, todo lo refinado y justiciero que quiere querer ser, deja de querer serlo en cuanto se trata de la naturaleza y sus animales. Al cabo de varios años decidieron ¨adoptar¨ a Tosia, de lo cual nos confesaron que se arrepintieron muy pronto. La querían para que su hijo pequeño jugara, y de paso no las molestara, comportamiento perezoso e incompetente muy habitual. Un cachorro, una consola de videojuegos, un teléfono móvil son la solución para millones de padres y madres negligentes y subdesarrolladas, que jamás debieron haber tenido hijas, para lograr tener tiempo de hacer sus cosas sin que las molesten. Muy práctico y muy inepto. Pienso que del mismo modo que para tener hijas debería haber un examen psicotécnico de salud mental para madres y padres, también debería haberlo para adoptar animales. Los cachorros y las niñas muchas veces, demasiadas veces, caen en manos de monstruas. El estado de la sociedad es un termómetro muy significativo de lo que digo.


Tosia no tardó mucho en mostrar una conducta hiperactiva, cazadora, cavaba las flores de las vecinas y seguro orinaba o destruía algún mueble en casa, de manera que la tenían todo el tiempo fuera, incluso en invierno a bajo cero. Escuchábamos a la vecina llamarla de vez en cuando pero la perra no quería entrar, porque no la esperaba dentro carícia, chimenea, el teórico amor del niño para el cual iba a ser adoptada, sino un cojín aislado en el vestíbulo como máxima expresión de cuidado. Empezó a venir a casa nuestra y encontraba afecto, chuches, comida, la compañía de nuestros otros cinco perros, y a juzgar por cómo se restregaba con la colcha donde duermen nuestros perros, no había conocido antes el dormir tan cómoda en manada como cuando nació, ese poco tiempo que tuvo madres y hermanas antes de ser raptada por gente obtusa y paleta de parte de gente obtusa y paleta que no esteriliza, que deja en manos de dios la fecundidad. Tosia iba, simplemente, allá donde la amaban.


Cuando permites a una niña maltratar a un animal en realidad le estás enseñando a hacerlo. Toda la gente son amantes de la vida y la libertad, hasta que la propones dejar de robársela a los animales, entonces comprendemos que esa libertad y esa vida que adoran es sólo, única y exclusivamente la suya. Gente que construye con sus actos, pensamientos y palabras, monumentos a sí mismas. Cualquier nazi piensa así, cualquier psicópata, no hace falta ningún título superior, sensibilidad alta o experiencia reveladora para llegar a tales ególatras conclusiones. El amor, la vida y la libertad son palabras demasiado elevadas, demasiado categóricas para ser derribadas por un simple capricho del paladar, y sin embargo se hace cada segundo de cada día en el mundo. Los animales no pueden ser nuestros amigos, porque son muy inteligentes, lo suficiente como para no condescender a nuestra estupidez. Resultaría significativamente más sencillo y con más garantías hacer comprender el veganismo a un tiburón blanco o un león que a una inmensa mayoría de personas humanas. No porque los animales posean una inteligencia superior a la nuestra, que la tienen, sino porque los demás animales carecen de un sistema ético tan complejo como el nuestro. Esta afirmación no es un cumplido ni una virtud, sino una herramienta forzada, tan necesaria ante la monstruosidad humana como las leyes punitivas en nuestra sociedad, para evitar que las calles se conviertan en escenario de matanzas, torturas y violaciones, acorde con nuestra naturaleza inferior y genocida. Los animales carecen de esa ética desarrollada porque en su naturaleza está el no dañar por el placer de dañar. Hay una explicación lógica a todas las ocasiones en que un animal maltrata o mata a otro animal de su propia especie o de otra, bien sea hambre, terror, territorialidad, ansias reproductivas… todo relacionado con la supervivencia, NO con el capricho.


Herido por la desastrosa pérdida de su primogenitura, Fraggle, el primer perro que adoptamos y que vagaba enmedio de la carretera antes de tener calor, amor y casa, no pierde ninguna oportunidad de hacerse valer, quizás para recuperar la exclusividad afectiva que le otorgamos en su momento, imposible ahora cuando comparte un equitativo amor con sus otros cuatro compañeros de manada, a menudo cinco si contamos la constante presencia de Tosia. A veces toma un trocito de pan que le doy y, sin el menor interés en comérselo, lo guarda entre sus patas y gruñe a quien se acerque, especialmente a Fang, robapanes profesional, pantagruel de tomo y lomo. Y cuando de un campo vecino Fang trae una mazorca de maíz, encantadísimo de mordisquearla, Fraggle aprende que eso es un objeto de deseo y coge otra y va corriendo para que Fang le preste atención y poder gruñirle si se acerca a pelear por la mazorca. Al mismo tiempo, cuando Fang encuentra un palo o cualquier otro objeto que considere juguete, lo agita vigorosamente y corre hacia otros perros para hacérselo saber. Se lo pone en la cara, en el lomo, en la espalda, insiste en manifestar que posee ese tesoro con la única intención de despertar las ganas de poseerlo en los demás. La realidad es que ninguno de ellos quiere realmente ese objeto, para ellos es apenas un instrumento mediador para el juego. Lo único importante es el juego, no autocomplacerse en la posesión, como hacemos las humanas. Una vez el juego cansa, el objeto desaparece del interés. El ser humano debería aprender de los perros.


La vida es aquello que sucede cuando dejas de temer. Ser buena persona es lo más antisistema que existe. Y sí, incluye decrecentismo y veganismo, no sólo ayudar a la gente. Podría enumerar muchos motivos por los que soy anarquista, pero todos se reducen a uno: porque los animales lo son.


Se puede afirmar que los perros no son niños, pero con mucha dificultad. Ojos abiertos, oído presto, olfato atento… todos sus sentidos están permanentemente en conexión con lo que les rodea, no reciben el mundo sino que está conectados a él prodigiosamente, igual que todos los demás animales, para los cuales diseñamos complejos métodos de muerte prematura centrándonos en el que no sufran, sin cuestionarnos si esa muerte es necesaria, porque la respuesta es que no lo es. No es necesario matar animales, en ningún caso. Como si no sufrir compensara el hecho de perder la vida, como si ellos no supieran perfectamente QUÉ es la vida y la libertad, cosa que nosotras no sabemos


En La Casa de las Ranas viven cinco perros también, seis cuando Tosia lo quiere y necesita. Que los muebles mordidos, las camistas agujereadas, los pelos en la ropa, el peso de un cuerpo en el regazo, los pies o el pecho proclamen a los ocho vientos que amamos y certifiquen a su vez que somos amadas. Las emociones no dejan huella visible salvo la risa y la calma. No es la lealtad del amor quien legitima su valía, sino el propio amor, que se reparte generosamente porque el perro ama allá donde lo aman, en infectos agujeros, en valle abiertos, en casas cómodas, no importa dónde se celebre la ceremonia del cariño, para el perro cualquier chabola es palacio cuando ama y es amado.


Cada día aprendo más de los animales, es lo único en que quisiera convertirme, regresar al camino correcto en el punto en que me perdí escuchando la idiotez civilizatoria humana. Todas las enseñanzas de convencidas conductistas, petulantes educadoras caninas, entrenadoras arrogantes y criminales domadoras de animales se convierten en polvo ante mis ojos a su mínima mención, no sirven, la educación debe ser inversa. Escuchar, callar y aprender, de los perros y los demás animales. Cuando comprendamos esto y apliquemos esa instrucción en nuestras sociedades, esa voz sutil y poderosa de la naturaleza susurrándonos sus antiquísimos preceptos, podremos empezar a albergar algo de esperanza en el ser humano.





lunes, 13 de octubre de 2025

PEQUEÑAS ASUSTADAS NIÑAS



Qué nivel de infelicidad y devaluación individual debe poseer una sociedad para verse tan arrojada a los selfies, los cafés ¨personalizados¨ con el nombre escrito en el vaso o en su superficie espumosa, o camisetas con nombre propios. Qué mundo de conflicto y afán tan despiadado obliga a competiciones deportivas, culturales, científicas, sociales, otorgando señales y símbolos de destacación de alguien, premios y reconocimientos, como si una persona que pone ladrillos fuera inferior a una que fotografía agujeros negros, habida cuenta que sólo la primera es útil, simplemente útil. Qué devastadora pérdida de identidad es aquella de la cultura de la masificación, que nos reduce a la tristeza y el aislamiento en el tumulto. Qué profunda la soledad de las multitudes…


Vengo de un pueblo donde la gente se saluda por las callejuelas, sin saber incluso quién eres, bastante decir de qué casa eres para que sepan si te conocieron de pequeña, o la vida general de tu familia. Al mismo tiempo provengo del dulce anonimato de la gran ciudad, donde precisamente esa desidentidad nos ayuda a no estar condicionadas estrictamente a la visión que se aplica sobre nosotras. Creo que somos una mezcla equilibrada entre un ego necesario para sobrevivir, y al tiempo un aislamiento en momentos necesarios para no depender de juicio ajeno. Las redes sociales son un buen ejemplo, donde normalizamos conductas generalizadas y nos reflejamos en reflexiones y emociones de las demás, más uniforme, más empaquetada en un producto de masas comprado por masas.

La identidad de los animales es un hecho. A medida que avanzan los estudios y las observaciones, sabemos que desde las hormigas a las ballenas, todas poseémos personalidad propia. Las disimilitudes conductuales son más dificiles de reconocer en animales sociales por manifestar comportamientos similares -no idénticos- que hacen concluir erróneamente que un cerdo es igual a otro cerdo, sin gradientes de sensibilidad, inteligencia, respuesta afectivas o resolutiva, ganas de divertirse, comer, practicar sexo o cualquier otra necesidad vital. Viendo una avenida de una gran urbe concurrida bien podríamos decidir que todas las personas que pasean son iguales, y que todas pueden ser tratadas del mismo modo, obteniendo la misma respuesta, tal y como miramos a las hormigas o a las abejas. Viendo a las presas jugando y gritando en el patio de una prisión, también pensar que son felices precisamente por hallarse encerradas, o pese a ello. La simplificación de las respuestas es un mecanismo muy humano que lamentablemente ha transpirado históricamente en la ciencia, así que el método científico no sólo es crucial para descartar ciertas conclusiones, sino que es el único modo de llegar a practicar ese arte tan complicado que es el saber. O creer que sabemos.


Vivimos en el único planeta conocido con vida, y si la hay en otros, no será como la de este planeta. Es muy improbable que haya seres humanos -por fortuna-, pero en otros planetas habrá otras formas de vida, eso también seguro. Pero mientras no tengamos certezas, todo queda en una conjetura, aunque bastante racional dado que se calculan que puedan haber hasta 100 sextillones (36 ceros) de planetas en el Universo. Si sólo uno de cada millón de planetas albergara vida, realmente estaríamos hablando de una inmensísima multitud. Pero hablando de certezas, sólo podemos contar con este en el que vivimos -y que paradójicamente depredamos como si pudiéramos ir a cualquier otro sitio-, es el único habitable. Hablando de certezas, sólo tenemos la de que la vida, como entidad individual, sólo es una. Una experiencia única e irrepetible. Nacemos, crecemos, nos reproduimos o no, y morimos, en ese orden inmutable, a bordo de una nave que viaja a 1670 kilómetros por hora. Una aventura, un viaje, una sensación o cúmulo de ellas, una oportunidad que el azar nos concedió entre miles de millones de posibilidades de no hacerlo, y que la mayoría agradecemos profundamente. Vale la pena pagar muriendo el precio de haber vivido, no vale la pena lamentar que lo haremos, aunque es un legítimo derecho. Lo que no es un legítimo derecho es matar a otras para disfrutar nuestra vida consumiendo la de otras. Dentro de esa previa de excepcionalidad de la vida, el supuesto derecho a matar debería conllevar el derecho a ser matadas. Quien no aprecia la vida ajena, no merece la vida.


La gente da por sentada la vida, estamos tan acostumbradas a ella que no la entendemos, ni la valoramos a juzgar por cómo la arriesgan tantísimas personas conduciendo a altas velocidades, practicando deportes de riesgo, despilfarrando días, años enteros viendo series de televisión y mil modos más de disfrutar una dosis de adrenalina o fagocitar tiempo. La cultura del cuidado rechaza todo eso, el maltrato al propio cuerpo, el modo horrible de comer y autolesionarse la salud de millones de personas o de matar vidas sintientes para disfrutar un sabor. Llamamos comida a la vida de las demás, a una larga agonía de explotación y exprimición de sus cuerpos cuya finalidad es masticar y tragar. Llamamos vestimenta, diversion, trabajo o necesidades, a disponer aleatoria y supremacistamente de los cuerpos ajenos, apropiándonos de ellos. Hemos normalizado que las demás nos pertenecen, como cree pertenecer a un violador el cuerpo de la mujer que se le antoja, o a un pederasta el frágil cuerpo de una bebé que recién empezó a caminar. Y pese a que hay diferencias de especies y diferencias legales, en esencia no somos más que la fuerza bruta, tosca y básica elevada a costumbre, la impiedad considerada alegre, la falta de escrúpulos llamada cotidianeidad, arguyendo incluso la desfachatez de considerarlo Necesidad, dentro de un discurso que decide en función de sus apetencias. Incluso aquellas personas que se llenan la boca de Cultura del Cuidado, Pro-vida, de comportamiento ejemplar, horizontal, de izquierdas y respetuosas con la vida humana y alguna vida animal, o de derechas pretendiendo ser conservadoras, hacen sus diarias excepciones para llenarse la boca con los descuartizamientos, los óvulos no fecundados o los jugos internos de ciertas especies elegidas por su placer para satisfacerlo. Sin cuestionarse por qué un pollo es comestible y un gato no.


La base de la explotación animal es el machismo, el patriarcado más profundo, como la guerra, la invasión o la falta de respeto, incrustado también en la casi totalidad de las mujeres del mundo, aquel machismo de explotar a las hembras, sus ciclos reproductivos, secuestrar a sus hijas y arrojarlas al mismo destino que sus madres, y luego a la trituradora de carnificación. Madres obligadas a parir para dar de comer a las caníbales, para cebar los apetitos, madres que gestan en sus vientres carne de mordisco. Lo que la gente llama Bienestar animal, deberíamos llamarlo Auschwitz.


Nacemos extraordinariamente ricas, y al morir perdemos toda nuestra riqueza. Dejar de explotar animales no supone el fín del mundo de quien lo hace, pero no hacerlo sí supone el fín del animal. Hay gente en contra de la eutanasia humana mascando trozos de bebés que consiguieron pagando, una indecencia moral enorme. El derecho a la vida no debería ser algo intrínseco a la humanidad. Tenemos derecho a vivir en tanto no matemos, a partir del momento en que anteponemos emociones como la ira, la envidia, los celos, la gula, el aburrimiento, la pereza o cualquier otra, para justificar un asesinato, perdemos moralmente nuestro derecho a la vida.


Todos los animales tenemos una conciencia profunda de la vidas y el cuerpo, la necesitamos para movernos, comer, reproducirnos o no, para jugar... Los límites y dimensiones de esa conciencia son un gran tema de estudio etológico, neurológico y psicológico, pero ellos saben perfectamente quiénes son, poseyendo todos los requisitos que exigimos para poder llamarles conscientes, es decir, personas. Los seres humanos, en cambio precisamos pensarnos, reflexionar, asumir una conciencia del yo meditada. Desnudas del harapo de la superioridad, despojadas de la vetusta oxidada armadura del antropocentrismo, quedamos expuestas a una verdad que a menudo nos resulta incómoda. Se trata de aquello que el infame Descartes pretendió elevar a la categoría de Mejor, resultando que Pensar Como Ser Humano equivalía a Existir, y no hacerlo como ser humano, equivalía a ser nadie, nada, un mecanismo. Esa ignorancia en realidad sólo exhibía la miseria de la necesidad humana de pensarse para existir, negando así la posibilidad de que los demás animales siquiera pensaran, una tara que reduce la existencia al mero pensamiento puro, en lugar de la formalidad del cuerpo vivo y proyectado al exterior, del cuerpo vivo y proyectado al interior. A la conciencia del yo no hay que pensarla, viene con la vida, y seguramene podríamos incluir algún tipo de conciencia del yo a las plantas, porque está más que demostrado, y por deducción lógica, que ellas de algún modo ¨saben¨ quiénes son, dónde están, qué quieren, etc.


Uno de los más grandes logros de la torpeza contemporánea es pretender que existe alguna diferencia entre abuso de uso. ¿Abuso a mujeres, a animales, a niñas…? ¿Cuál sería el escenario en que se tolera el uso pero se castigaría el abuso?. ¿Qué uso de alguien -y entendamos siempre el uso como algo no consensuado- puede ser aceptable o razonable incluso?. ¿Qué uso unilateral de alguien es ético, justo o comprensible?. Las fronteras entre lo animal y lo humano son constructos erróneos, fantasías pretendidas veraces para blindar nuestros privilegios. Sabemos perfectamente que somos animales, pero la animalidad surge realmente cuando la mente deja de ser un obstáculo para vivir. No acepto ni comprendo ningún tipo de espiritualidad que no rechace la destrucción de los animales o que relativice su explotación. Los demás animales son seres en estado de pureza infantil, por lo tanto matarlos es infanticidio, las sociedades han sido y son creadas sobre la base del infanticidio, la matanza de pequeñas y asustadas niñas.



El bosque no es un conjunto de flora y fauna, sino una comunidad vital interdependiente que se necesita y pacta. Numerosos estudios científicos revelan que los árboles hablan entre sí con lenguajes físicos y químicos, se ayudan, se nutren mutuamente, establecen lazos ¨afectivos¨ y miceliales. Las causas de esas asociaciones pueden ser variadas, desde la seguridad de la manada (un parásito o un depredador que atacara a un sólo árbol lo destruiría, pero si hay más, se distribuye el daño), la necesidad de nutrientes que por sí solo el árbol no puede aportarse o no descartemos que puedan simplemente disfrutar de algún modo o crecer mejor en la compañía. En todo caso la vida no existe aislada, somos millones de seres experimentando esta anomalía de vivir


En este vacío casi absoluto de la nada vital, en esta elevada improbabilidad biológica, una semilla se ha abierto en dos y ha desplegado la vela de un gérmen que busca altura y luz. Un huevo diminuto y translúcido eclosiona tras las sacudidas interiores de una vibrante criatura ansiosa por la vida. El conjunto de letras azarosas y escurridizas que se alinean casualmente en el tiempo y el espacio para conformar una sílaba y después una palabra, una frase, un párrafo, un capítulo y hasta el libro completo de una vida. La vida es algo excepcional y la casi totalidad de las personas en el mundo no saben cuánto de excepcional es y cuánto de atípico es el hecho de que hayan nacido, necesitan pensarse para resolver el enigma. Quien estudia o se interesa por la biología o la genética, llega a atisbar algo del asunto, llega a saber que en el universo conocido la vida es una anomalía de cálculo, un preciosísimo error que halló el modo de prosperar en un caldo biótico propicio.